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Muros sin Fronteras

Después de Franco, es el turno de sus víctimas

Es pronto para saber si la salida del dictador de su automausoleo –construido sobre 33.833 muertos de la Guerra Civil– tendrá un impacto en la recuperación de los restos de los desaparecidos que yacen en cientos de fosas comunes, y que la causa abierta por el juez Garzón en la Audiencia Nacional estableció en 114.226. No hay tan siquiera un censo de desaparecidos, ni un mapa nacional del número de fosas. El País Vasco es el más avanzado en este sentido. En los últimos 19 años se han abierto más de 740 fosas, la mayoría sin ayudas públicas, con el esfuerzo de las asociaciones memorialistas y de las donaciones de personas privadas y de sindicatos extranjeros. Se han recuperado los restos de cerca de 7.000 personas.

Un informe encargado por la Dirección General para la Memoria Histórica del Ministerio de Justicia de España estima que se podrían recuperar otros 25.000; los demás están bajo carreteras y urbanizaciones. Hace unos días, el escritor Arturo Pérez Reverte discutía la afirmación de que España es el segundo país con más desaparecidos después de Camboya en un artículo titulado Menos Camboyas, caperucita. Sean cuales sean las cifras y la posición de España en el ránking mundial del horror, tenemos un trabajo de reparación, justicia y dignidad por delante.

¿Habrá que esperar otros 44 años para conseguir un trato igual para todas las víctimas? El discurso negacionista de la derecha y los chascarrillos de Mariano Rajoy serían inaceptables si se dirigieran a una víctima de ETA. ¿Sólo importan aquellas que tienen un rédito político?

Pero no solo es Franco, es nuestra forma de recordar el pasado. ¿Llegaremos a ser capaces de modificar la manera enfrentada con la que nos contamos la historia? La más reciente y la imperial que arranca de la ficción de una larga reconquista de 781 años. Deberíamos promover un acuerdo sobre lo que somos y no somos, y dejar a un lado los eslóganes, las frases hechas, las falacias históricas y las mentiras de los nacionalismos. Así podríamos llegar a entender que el problema de fondo no es Cataluña, sino España, el encaje de todos. El periodista Giles Tremlett, autor del libro Isabel La Católica, me dijo desde la sorna británica –que tanto necesitaríamos estos días—“quizá esta sea nuestra manera de estar juntos, todo el día discutiendo el marco”. España como una multiplicación de parejas tóxicas.

Ha sido un camino largo y complejo. Lo abrió la ley de Memoria Histórica aprobada en octubre de 2007 bajo el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, que ha permitido a Pedro Sánchez, más allá de cuáles sean sus motivos, reparar una injusticia histórica y democrática. Este país no podía respirar un aire sano con ese agravio permanente a las víctimas. Ha sido también intrincada la batalla judicial, con jueces al servicio de la causa franquista, pero con sueldo público del sistema que denostan. El Tribunal Supremo ha terminado por cerrar todos los atajos, incluido el del prior falangista, Santiago Cantera, al que sólo le ha faltado el palio y el brazo en alto. El desafío a las leyes de un Estado democrático ha sido formidable por parte de los monjes del Valle y de la familia Franco, y ha expuesto las debilidades de una Transición mal rematada.

Seamos justos durante unas líneas. Nicolás Sartorius sostiene que la Transición duró tres años: desde la muerte del dictador a la aprobación de la Constitución a finales de 1978. Lo que siguió fue otra cosa, el desarrollo de la Carta Magna y el manejo de los equilibrios. El pero a esos tres años fue la aprobación de la Ley de Amnistía, ilegal según la legislación internacional que España ha adoptado. No se pueden amnistiar los delitos de lesa humanidad. Bajo el régimen franquista, con su dictador a la cabeza, se cometieron crímenes de guerra, genocidio y graves violaciones de derechos humanos. Si se leen las sentencias a los líderes serbobosnios Radovan Karadzic y Ratko Mladic, dictadas por el Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia, verán que los delitos son similares.

Es cierto que bajo el territorio controlado por la República, sobre todo entre julio y diciembre de 1936 en Madrid, se cometieron atrocidades que entrarían en la categoría de crímenes de guerra. También hubo violaciones de derechos humanos. Que los crímenes fueran mucho menos numerosos que en el bando franquista (no digan nacional, pues todos lo eran) no les resta gravedad. La República trató de mantener una cierta legalidad en los juicios, sobre todo después de lo ocurrido en Paracuellos (un crimen de guerra de libro). En las zonas bajo mando de los alzados se promovió el exterminio de todo lo que oliera a rojo, intelectual y cultura, de ahí la masacre planificada de los maestros. Esto es tan genocidio como el reconocido en Bosnia-Herzegovina. Otra gran diferencia es que el régimen triunfante en 1939 siguió fusilando durante 15 años (cerca de 50.000 personas), cuyos restos están en las fosas comunes de las que hablábamos al principio, muchas de ellas sin localizar aún.

La Iglesia católica, que tuvo un papel deplorable en lo que llamaron “cruzada”, podría haber sido un agente clave para lograr una verdadera reconciliación, con justicia (al menos reconocimiento) y reparación a las víctimas. Pero sólo tuvimos un cardenal Tarancón y unos pocos curas y monjas valientes que trabajaron el los barrios. Sería hora de hacer cumplir la Constitución, que define al Estado como aconfesional.

El callejero es una muestra de nuestra enfermedad colectiva. Nadie con las manos manchadas de sangre debería recibir el honor de tener una calle, una plaza, un parque o un colegio. Pero el problema no es ese, pese a que los Yagües, Queipo de Llano y demás no deberían tener honores, el mal es que hemos dado preferencia a los personajes épicos con biografías falseadas en muchos casos, y a los santos y santas, en vez de buscar a los héroes de carne y hueso, personas que antepusieron sus principios, su honradez, a la llamada de la tribu.

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Me refiero a gentes de derechas que salvaron la vida de personas de izquierda y gente de izquierda que salvaron la vida a personas de derecha. Ellos son los que deberían poblar la memoria y la enseñanza de aquellos años terribles. A través de esas personas, entre los que hay religiosos y comunistas, podríamos decidir mejor lo que somos y lo que no somos. Si abrir una tumba ha costado 44 años, levantar el cerrojo mental de este país lleno de sectarios de todas las banderas, sería un trabajo ímprobo. Es la sociedad civil, tan débil a veces, la que nos debería obligar a parar y reflexionar. No soy optimista, pese a que los discursos de todos, de los de Sánchez y los de Quim Torra, estén impostados por las elecciones del 10N, una insensatez que veremos a quién deja sin dormir al día siguiente.

La salida del dictador de su tumba ha demostrado que nadie tiene sentido de Estado. Los autollamados constitucionalistas –PP y Ciudadanos– criticaron al Gobierno. Lo de Albert Rivera es de Guinness: votó a favor, se abstuvo y se declaró en contra en apenas dos años. Cuando se dé la bofetada que predicen las encuestas no sabrá cuál de los tres Riveras es el culpable. ¿Será capaz de dimitir? Spoiler: ¡No! Podemos tampoco ha estado fino cuando vio honores y funerales de Estado donde no los hubo. Pensarán que estoy salvando al PSOE, pues tampoco. La ley de Memoria Histórica se impulsó al final del mandado de ZP, no al comienzo, y no tuvo una asignación presupuestaria suficiente. Este Gobierno de Sánchez sigue sin dar un apoyo claro y firme a la recuperación de los desaparecidos. En este asunto solo le interesa la pose, la foto electoral, no hay una convicción democrática.

Ahora toca respetar a las víctimas, a todas sin importar el victimario, las siglas y la época. También toca desacralizar la Basílica del Valle de los Caídos, retirar la cruz y dar dignidad democrática a un lugar de memoria y respeto. También es hora de meter mano al origen y desarrollo de la fortuna de los Franco, empezando por el Pazo de Meirás, que ya está bien de hacer el idiota.

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