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En Transición

Acordarse de la escuela cuando cierra

Cristina Monge

No deja de ser motivo de alegría que la educación y la escuela esté empezando a ocupar un espacio en el debate público, aunque solo sea al fin de la pandemia sanitaria y solo en alguno de sus aspectos más superficiales.

En primer lugar conviene preguntarse por qué se está tardando tanto en dar una respuesta adecuada al desafío que el covid-19 ha supuesto para el mundo educativo. Lo más fácil es echar la culpa a quienes no toman decisiones claras, concretas, rápidas y sin aristas. Lo más difícil, pero también más interesante, es preguntarse por los motivos de que esto ocurra. El conjunto de los docentes se han visto obligados a reaccionar sobre la marcha. "Un día se acostaron analógicos y al día siguiente se levantaron digitales", afirma mi amigo el pedagogo Federico Buyolo, para ironizar sobre la situación. Y obviamente, esto ha dejado a la vista las enormes diferencias entre unos y otros. Desde quienes se han desvivido para atender lo mejor posible a sus estudiantes con llamadas personalizadas y atención más individualizada cuanto más necesario era, hasta quienes han decidido ponerse de perfil alegando que esto no iba con ellos. ¿En cuántos ámbitos de lo público no ha pasado lo mismo? Buen tema de investigación, sin duda.

Si la reacción en el mundo educativo, y en especial en enseñanzas no universitarias, resulta más compleja que en otros lares es, en buena medida, por el carácter transversal que tiene. El sistema educativo impacta sobre el conjunto de la sociedad atravesando cuestiones culturales, económicas, religiosas, y por supuesto lo relativo a la conciliación familiar y laboral. Los manuales de Sociología de la Educación citan este último aspecto como una de las funciones de la escuela. Ahora bien, ¿tiene que ser el sistema educativo en exclusiva el responsable de facilitar la conciliación social y laboral? Parece, cuando menos, que tal atribución de responsabilidades ni es justa ni prioriza los criterios educativos. Cosa diferente es que tampoco pueda vivir al margen de las necesidades de conciliación que tienen las familias, entre otras cosas porque en ese caso lo pagarán más quienes menos recursos tienen, pero de ahí a endosarle la completa responsabilidad de facilitar la conciliación laboral y familiar, hay una larga distancia.

Otro de los motivos por los que la reacción no ha tenido la agilidad deseable tiene que ver con algunas de las carencias previas que el sistema venía arrastrando. Valgan un par de datos: la inversión en formación del profesorado y la innovación educativa. Los índices de inversión educativa en España han ido decayendo a lo largo de los últimos años hasta situarnos por debajo de los países más avanzados. Uno de los aspectos donde más repercusión tiene este descenso de la inversión es en la formación del profesorado, clave para su actualización y permanente recualificación. Desde el año 2009 la inversión se ha reducido de manera exponencial, con un ligero repunte en 2015 y un nuevo descenso en la misma proporción al año siguiente. Según datos del Ministerio de Educación y Formación Profesional, actualmente en España la inversión en formación del profesorado está por debajo de lo que se dedicaba en 1997. En cuanto a inversión en investigación educativa, los datos son igual de alarmantes, ya que las cifras se sitúan en los niveles de 2005, en torno a 48 millones de euros en 2018.

En definitiva, las causas de la dificultad en reaccionar a la pandemia en el ámbito educativo proceden de lo novedoso de la situación y de la desigual implicación de los gestores y docentes, pero también –y no necesariamente en este orden–, de la pérdida de inversión que durante casi una década se ha venido sufriendo tanto en formación del profesorado como en innovación educativa.

Las consecuencias son ya conocidas, y existe abundante evidencia empírica al respecto, sobre todo en lo referente a cómo una escuela cerrada acrecienta las desigualdades. La UNESCO ha sintetizado las razones que explican por qué el cierre de los centros escolares puede ser perjudicial para el desarrollo formativo de los jóvenes: Interrupción del aprendizaje, problemas de alimentación para los alumnos de familias con menos recursos, falta de preparación de los padres para la enseñanza a distancia, el desigual acceso a las plataformas de aprendizaje digital, problemas respecto al cuidado de los niños, costes económicos elevados para las familias y para el sistema en general, repercusiones en el sistema de salud, presión social sobre los centros, y una mayor tendencia al incremento de las tasas de abandono escolar, son algunos de ellas.

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En el caso de España, esta situación se ve agravada por las brechas educativas y sociales ya existentes: El índice AROPE nos dice que el 28,8% de la población menor de 16 años está en riesgo de exclusión social, la tasa de abandono escolar temprano en 2019 se sitúa en el 17,3% de los estudiantes en España, y la tasa de idoneidad del alumnado se reduce en 17 puntos entre los 12 (86,5%) y los 15 años (69,5%)

Ahora el debate se centra en cómo iniciar el próximo curso. Nuevamente, lo más fácil sería pedir a una vuelta a la normalidad anterior, como si eso fuera posible, o como si dependiera de la voluntad de los decisores políticos de turno. Existe también la tentación de elevar a los altares de la vanguardia la educación online y hacer de esta una tabla de salvación. Como suele pasar, las cosas distan de ser tan sencillas. Entre otros aspectos, porque a lo primero que habría que hacer frente de forma urgente es a lo que llamamos brecha digital, y que está compuesta de tres elementos: La brecha de acceso, que consiste en disponer o no de conexión a internet y de dispositivos tecnológicos; la brecha de uso, entendida como tiempo de uso de las tecnologías de la información para el estudio y aprendizaje; y la brecha educativa, referente a las habilidades del profesorado, la disponibilidad de recursos y adecuación de plataformas online de apoyo a la enseñanza.

Como puede verse, la reacción del sistema educativo en este momento de covid y post-covid es de todo menos sencilla. Pero también es una oportunidad de oro para replantear las formas en que estamos educando, desde infantil hasta la universidad, en una sociedad del conocimiento en constante cambio. Cuesta entender que en las universidades se emplee el tiempo en dar lecciones magistrales –cuando es muy posible que se encuentren iguales o mejores en la red– y no en fomentar la discusión, el trabajo en equipo y el pensamiento crítico. Es difícil justificar que en secundaria y bachiller no se esté generalizando el uso de las TIC para despertar el interés por el conocimiento del alumnado a través de un proceso de descubrimiento, y resulta realmente anacrónico que el atractivo que los medios online tienen para los más pequeños no se exploten en las aulas de primaria. Quizá la explicación resida en que poner en marcha todos estos cambios supone también repensar el rol del docente –que deja de ser un transmisor de conocimientos para convertirse en un gestor del aprendizaje que acompaña a sus estudiantes–, y el de las familias, sin cuya implicación y concurso es muy difícil que todo esto funcione.

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