Fiestas patrias

Cada fiesta tiene su octava, aunque a veces la preceda. Semana y media llevan los avioncitos cruzando la villa y corte, lo que contaminará eso. Desde la Castellana hasta Atocha, la megafonía ensaya música militar. Año dos mil veinticinco de nuestro señor y todavía seguimos pagándole el sueldo a la dichosa cabra.

Como no nací en el siglo XIX, comprenderán que no sea muy patriota. Las costumbres inmemoriales, los trajes regionales y las cosas que ya hacía así Recaredo tienen la misma antigüedad que los ascensores, y puestos a tragarme milongas, prefiero otras más reconfortantes. Pensaba la otra mañana, mientras soportaba un atasco a la altura de Cibeles al compás del marcial chunda chunda (¿en qué conservatorio enseñarán a componer esas pachangas?) que qué raro es que todo un país pare motores para celebrarse a sí mismo y que el plato principal se sirva con soldaditos marcando el paso por una avenida de seis carriles. Luego me acordé de que el sarao lo preside el rey, que se sacó la capitanía general de los tres ejércitos en un semestre, y claro, la cosa empezó a tener sentido.

Como España es un país pluralísimo, hasta los pusilánimes que objetaron conciencia se apuntan a la fiesta. Mientras tecleo estas líneas, miríadas de bolcheviques sacan lustre a la réplica: sobre una foto de la estatua de Colón escriben en letras gordas que "no hay nada que celebrar". Consigna novedosa, la verdad: muera fray Junípero, viva Quetzalcóatl.

Ningún gobernante extranjero podrá reprocharnos que celebramos a los opresores de su pueblo: si estos fulanos robaron el oro de alguien, las víctimas fuimos usted y yo

Los argumentos a favor y en contra están trilladísimos, así que mejor ni repetirlos, no sea que se nos deshagan entre las manos y nos pasen la factura. Me gusta, sin embargo, que este año la autocelebración nos coincida con una hermosa revelación: la predilección que las más altas magistraturas del Estado sienten por la chistorra y la lechuga. Dieta mediterránea, vamos ahí, carajo. La España buena, la de tebeo de Ibáñez, resurge con toda su pureza. Ni baos, ni pork belly ni otras zarandajas imperialistas: ojalá encuentren un audio en el que Koldo disimule los bitcoins llamándolos "salchichón de cantimpalo". Viva la patria: gendarmes de sombrerete y cachiporra persiguiendo a mangantes de mentón grisáceo y mirada torva, que huyen mientras les asoman, por el bolsillo de la chaqueta, billetazos de cincuenta euros. Ábalos pide que lo registren: que Koldo es de Baracaldo y que allí el embutido les sale buenísimo. Mientras tanto, la UCO, tricornio en mano, sospecha que el factótum charcutero tenía entre sus menesteres procurar que el señor ministro no debiese ni un euro en los lupanares de su confianza. A esta trama no se le puede pedir más.

Quizás, para remediar la animadversión que causa entre nuestros coetáneos la mención a Rodrigo de Triana y demás marineritos, convenga reenfocar la naturaleza de los fastos y cambiar a los reclutas por gigantes y cabezudos en honor a Rodrigo Rato, Cerdán, Paesa o Mario Conde. Los ponemos en procesión delante de la misma tribuna de autoridades como advertencia pedagógica: al que meta la zarpa en la caja de caudales, el año que viene se le pasea en efigie. La treta, incluso, pacificaría nuestras relaciones internacionales. Ningún gobernante extranjero podrá reprocharnos que celebramos a los opresores de su pueblo: si estos fulanos robaron el oro de alguien, las víctimas fuimos usted y yo.

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