Cuando queríamos ser indios Aroa Moreno Durán
La matraca resucita de tanto en tanto. Algún derechista moderado o centrista centrípeto acusa a un gobierno (dizque de izquierdas) de alentar el guerracivilismo. Que si la reapertura de las heridas, que si echarle gasolina a la candela de la crispación. De tanto en tanto —digo— en alguna parte entrevistan a algún prócer con cataratas que dice que nunca había visto tanta polarización y que, en menos de lo que canta un gallo, el Estado de derecho saltará por los aires a cuento de una minucia. Asintiendo, los comentaristas más corajudos afilan sus plumines: oh España, nación cainita, duelo a garrotazos, eterna rivalidad de rojos contra azules.
Por más que la deflagración parezca inminente, la caldera nunca termina de reventar. Sospecho que el manómetro andará averiado. Eso, o que nos den el premio al pueblo más pastueño de la tierra. Lo pensaba el otro día a propósito de los cribados: me extraña que nadie se haya tomado la justicia por su mano. ¿Violencia? ¡Caca! No quiero dar ideas, lo juro: pero uno se imagina enterándose de que un familiar o uno mismo no llega a las uvas a cuenta de las triquiñuelas sanitarias de un consejero partidario de la colaboración público-privada… y lo de las Torres Gemelas puede parecerle una chiquillería.
Fíjense: con la de deudos que hay en Valencia, Mazón ha conseguido hacer mutis sin más daños que un par de gritos bien entonados. Hasta Trillo, el del Yak 42, anda presentando sus memorias sin que nadie le haya tocado un pelo, y eso que sus víctimas llevan pistolón. Por supuesto, me alegra vivir en un país donde mis conciudadanos no resuelven sus diferencias a navajazos y en el que, hasta los que saben que tienen todo el aparato del Estado en su contra, esperan pacientemente a que la justicia no les haga lo propio.
Si me preguntan, prefiero vivir en un país donde los dictadores no conservan intactos los monumentos que erigieron a su propia gloria
A la luz de la realidad, convendría (¡quizás!) rebuscar un poco de vergüenza entre los cojines del sofá y hallar una mejor cantinela con la que ganarse el jornal en las tertulias y los parlamentos. Imagino que mis anhelos están infundados: acaba de presentarse el plan de remodelación con el que adecentar Cuelgamuros y los agoreros de siempre ensayan su canción. Que si qué manera de malgastar los dineros y que deje usted a los muertos en paz. Como nunca me he muerto, no sé si en la otra vida te importa mucho o poco compartir osario con esos amigables falangistas que te hubiesen fusilado; todos juntitos y revueltos en un mausoleo a mayor gloria del enemigo. Lo mismo es cierto que, en aquella orilla de la Estigia, te da igual uno que ochenta, pero entiendo que a los deudos, que aún no gozan del diazepam de la eternidad, el asunto les irrite una mijita.
Puede que, a estas alturas del siglo, una mayoría social de este país considere oportuno resignificar (ya me disculparán el palabro ortopédico) semejante falla de granito y que un soportal y dos sombras no sean la gota que falta para agarrar un fusil. Puede, incluso, que dejarlo tal como está (cincuenta años lleva así) tampoco nos obligue a matarnos. Si me preguntan, prefiero vivir en un país donde los dictadores no conservan intactos los monumentos que erigieron a su propia gloria. Habrá a quien le dé igual: pues que lo argumente, pero que no me vengan con la milonga de la crispación, no sea que sea esa la cantinela que nos ponga cardíacos.
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