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La primavera en Madrid y sus aguafiestas

Javier Valenzuela

En el anochecer del pasado 2 de mayo tuve una modesta epifanía. Salí a estirar las piernas por primera vez en más de cuarenta días y me topé con una muchedumbre que hacía lo mismo en las calles de mi barrio madrileño. Esa no fue la sorpresa, por supuesto; ya me esperaba algo semejante. La sorpresa, grata sorpresa, fue el aura de gozo sereno que emanaba de la multitud. La gente estaba disfrutando con la primaria libertad del paseo y se le notaba en la sonrisa que bailaba en sus rostros.

No había abiertos otros comercios que alguna farmacia o tienda de alimentación, así que aquel gentío no podía gastar su tiempo y su dinero comprando cosas de discutible necesidad. La circulación automovilística era escasa y aquellos que caminaban, corrían, iban en patinete o pedaleaban se adueñaban no solo de las aceras, sino también de las calzadas. Tenían entre catorce y setenta años de edad, llevaban ropas veraniegas, muchos iban con mascarillas y casi todos intentaban mantener la distancia de seguridad que exige la lucha contra la peste.

“Aunque muera el verano y tenga prisa el invierno, la primavera sabe que la espero en Madrid”, dice una estrofa de Yo me bajo en Atocha, la canción de Joaquín Sabina y Pancho Varona que el segundo y algunos de sus amigos han recreado en un video durante este confinamiento. Pues sí, en el crepúsculo del pasado sábado, los madrileños abrazamos la primavera. Hubo un momento en que se encendieron las farolas cuando aún no se había apagado del todo la luz del cielo, y fue un momento mágico. Las copas de los árboles lucían verdes, brillantes y asilvestradas, y, pese a la multitud que ocupaba las calles, el silencio era tan insólito que podía escucharse el jolgorio de los pájaros al despedir la jornada. Tuve la sensación de estar recorriendo la Calle Mayor de una capital de provincias de hace medio siglo, y eso me gustó.

La batalla cultural de Madrid

La batalla cultural de Madrid

El Madrid de Yo me bajo en Atocha había resistido y sus calles comenzaban a resucitar. Pensé que, pese a su con frecuencia lamentables autoridades, Madrid es una ciudad de gente tan indestructible como generosa, gente que no merecería ser discriminada este verano en ningún lugar de Iberia porque ella jamás le pregunta a ningún recién llegado al Foro de dónde es y qué viene a hacer, jamás le exige pruebas de limpieza de sangre. Imaginé un Madrid con menos coches y aceras más anchas que hubieran aprendido la terrible lección del coronavirus, una ciudad donde la gente fuera feliz con el disfrute de placeres epicúreos como la amistad y el paseo, un Madrid que suscribiera un nuevo contrato social donde la fortaleza de la sanidad pública y la mayor justicia social sustituyeran a la codicia y la inhumanidad de unos cuantos.

Pero el lunes 4 de mayo, la politiquería y el partidismo, tan tristemente propios de España, ya me habían despertado de tales ensoñaciones. Aún circulaba el virus, aún seguíamos confinados, y ya volvían a arreciar las puñaladas de los extremistas en la espalda del Gobierno. Siempre aguafiestas, la ultraderecha de Vox y el PP, que se había pasado las semanas anteriores difundiendo bulos e incrementando así el miedo y la angustia de la gente, quería poner un prematuro punto final a la lucha contra el coronavirus para lanzarse a tumba abierta a lo único que les interesa: conquistar el poder político que por dos veces le negaron las urnas en 2019. Por su parte, los bobos de Esquerra Republicana de Cataluña, que no tienen el menor sentido ni de la oportunidad ni de la correlación de fuerzas, le hacían el juego a los ultras.

Me temo que no habrá un pacto para reconstruir España tras el vendaval del coronavirus. Ni tan siquiera habrá una mesa donde puedan debatirse con serenidad propuestas como las que me vinieron a la cabeza en mi paseo del sábado. El espíritu pendenciero, la pulsión cainita, la sed totalitaria de poder son el tuétano del eterno golpismo nacional. No tienen remedio, está en su naturaleza.

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