La última navidad Aroa Moreno Durán
Todas las madrugadas, recuerdo que no he movido el elfo de sitio. El elfo, un tal the elf on the shelf, es un duende de fieltro que ahora viene a algunas casas el día uno de diciembre y desaparece el 24 hasta el año siguiente. Se dice que aparece para vigilar a los niños y niñas, pero, en realidad, es una prueba a la mala memoria cotidiana de madres y padres. Explico la tradición porque es nueva. Se trata de un emisario de Papá Noel que se va cada noche de mi casa al Polo Norte para informarle de cómo van las travesuras de última hora. Y, cada mañana, a su vuelta, reaparece en un rincón distinto. Todos los días, todos, salto de la cama, llegando a veces al extremo de agarrar al elfo de una pata y tirarlo contra el árbol de navidad o lo que sea para que él pueda buscarlo nada más levantarse. Mamá, el elfo está dentro del microondas. Vaya. Si yo traje al elfo, yo muevo al elfo.
En esas mañanas abruptas, solo pienso en una cosa: que quizá sea esta la última navidad en la que él se crea que un muñeco de treinta centímetros y cara plástica de pillo viaja cada noche ida y vuelta desde Madrid a Laponia. Y sé que de ahí en adelante llegarán navidades distintas. Soy consciente de que no vamos a poder aguantarlo mucho más. Y que, entonces, sin todo eso, volverá a estar en nuestra mano transitar estas fechas con luces que parpadean y dan a la casa una luz distinta, la luz de los diciembres, seguir poniendo ese árbol lleno de cachivaches, darle la bienvenida al hueso de hacer balance y sostener la alegría sin ficciones.
La navidad con niños: esa enorme mentira orquestada a escala occidental. Consumista, inverosímil, absurda y preciosa mentira. La única mentira que perdonaremos de verdad en nuestra vida, porque soñamos con poder mentir nosotros también a alguien algún día y tener, por una vez, la posibilidad infalible de inducir a otro a la fantasía. Pocas noches, algunas, ha habido más intensas, más inquietantes, más oscuras y luminosas a un mismo tiempo que las de aquellos años en los que creíamos. Santiago Alba Rico escribe: La Navidad es despilfarradora, contaminante, clasista y religiosa, sí; pero es asimismo festiva, popular, afectiva y pagana.
Mi madre me enseñó que la ilusión crece exponencialmente si es una emoción colectiva
Ni un solo año, hubiera o no niños en la familia, hemos dejado de celebrar en la casa de mis padres, con todas y cada una de sus tradiciones. También después de que, en el colegio, algún compañero con hermanos mayores nos soltara la gran bomba. Y me imagino que mi madre o mi padre habrán pasado fiestas mejores y peores. Y ausencias en las que fue difícil mantenerse sonrientes delante de nosotras. Y se habrán visto, como me vi yo ayer, haciendo cola en unos grandes almacenes del centro cargados de paquetes, hartos o tristes, cansados, pensando que no llegarán a complacer esas cartas porque no les llega ese año o contando otra vez los comensales a la mesa de navidad, repasando mentalmente los platos de la cena que les tendrán un día entero metidos en la cocina. Mi madre me enseñó que la ilusión crece exponencialmente si es una emoción colectiva.
Ya sé que esto no es un cuento de Navidad, que es lo que él quería que escribiera. Pero a veces, cuando dejamos de creernos las mentiras, aunque sean piadosas, aunque a veces nos cueste más a nosotros que a ellos su desvelamiento, y emerge la realidad con sus crudezas, interiores o extranjeras, realidades de fin de año, solo nos queda la esperanza en aquellos que siguen pensando que todavía es posible cualquier cosa, sean niños o grandes.
¿Camellos entrando en el salón de aquel tercero D y tres reyes orientales, si es que eran tres, bebiendo chupitos de casa en casa? Por qué no.
Llámalo navidad o llámalo entonces, cuando éramos capaces de exponer nuestros deseos desarmados en una carta.
Felices fiestas.
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