Ábalos y el emérito: el juego de las diferencias

He aquí la atractiva trama universal, con lo más grotesco del arquetipo patriarcal: un hombre casado poderoso e infiel se enamora de una mujer más joven a la que agasaja con regalos quizá para compensar la imposibilidad de una relación pública y socialmente aceptada. Cuando el amor o la pasión desaparecen y los agasajos también, el hombre mayor poderoso resulta humillado por la venganza de la amante despechada y el reproche social. 

A partir de ahí y del conocimiento que tenemos de ambas historias (asumiendo la presunción de inocencia de todos los actores), las diferencias son evidentes.

El rey emérito contaba con la sospecha generalizada de sus súbditos, pero también con amplia complicidad. José Luis Ábalos, no. Se desconocía, por ejemplo, que Juan Carlos había transferido a Corinna 65 millones de euros, pero ya se sabía de sus infidelidades y prebendas con diversas mujeres, por más que los medios y los políticos no las revelaran. La vida privada del ministro José Luis Ábalos a nadie importaba y a nadie debería importar en realidad, si no fuera porque sus supuestas novias parecen haber sido beneficiadas con recursos públicos. Un rey puede contar con cierta impunidad por lo que representa. Con un político es justo lo contrario: la ciudadanía no se contiene en el linchamiento.

Ábalos es la versión obrera del rey emérito: las supuestas dádivas del exministro palidecen al lado de los caprichos y la generosidad del rey enamorado

Ábalos es la versión obrera del rey emérito: las supuestas dádivas del exministro palidecen al lado de los caprichos y la generosidad del rey enamorado. No hay en Ábalos caza mayor, ni rastro de donaciones millonarias, ni de acogedoras residencias en satrapías saudíes, ni testaferros suizos, ni princesas alemanas… Tan “solo” unas jóvenes modestas, con nóminas de mil y pico euros en empresas estatales y un apartamento en la Plaza de España de Madrid, o unas “dietas” por asistencias en viajes.

Por su altísima dignidad, entiéndase la ironía, los amigos del rey Juan Carlos, a pesar del volumen de sus presuntos delitos, no le han abandonado. Le defienden o protegen –en mayor o menor medida– los cinco presidentes del Gobierno vivos. Algunos, los más conservadores, se esfuerzan en poner en el otro lado de la balanza su papel en la transición a la democracia. Ábalos, a quien nadie reconoce hoy mérito alguno ni como secretario de organización del PSOE, ni como promotor de la presidencia de Sánchez, ni como gestor de las infraestructuras españolas, lo dijo con lastimoso acento en su primera intervención tras el estallido del escándalo: “No tengo a nadie”.  

El rey, que cada día pasea con más naturalidad por España, tiene reservado su espacio donde yacen sus familiares, muchos de ellos extranjeros y otros retornados del exilio: en los panteones del Monasterio de San Lorenzo del Escorial, en la cámara real, con todo su esplendor en madera y oro. Se desconocen cuáles son los planes para sus exequias fúnebres y el grado de solemnidad que se le atribuirán. La impunidad con que el rey emérito mantiene su discreta vida de retiro, rodeada de lujos, y que desembocará un día en una gran ceremonia pública de despedida, contrasta con el calvario que el exministro debe estar viviendo, si apenas tener dónde caerse muerto más allá del disfrute de su escaño los meses que queden de Legislatura.

Hay, en fin, tropelías reales, de altos vuelos, que se pasan por alto y se excusan y justifican; y las hay pedestres, de baja cuna, cutres, que ni se perdonan ni admiten rehabilitación. Es lo que tiene nacer príncipe o hijo de torero de efímera carrera.

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