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Juego de tronos

Juego de Tronos, le regaló el señor de Podemos al rey de España en la semana en que se atisban miserias ocultas de quienes algún día ocuparon tronos de poder e influencia. Mientras en Bruselas Iglesias jugaba con inusitada maestría sus cartas mediáticas, y el otrora todopoderoso urdidor de políticas en la sombra, Gaspar Zarrías, se preparaba para abandonarla indignamente, se estaba empezando a mover la tierra bajo los pies del ya tocado exministro de Economía y Hacienda con Aznar. Y estalló, con esa intensidad capaz de ocultar todo lo demás, la presente crisis del hombre que pudo reinar.

Reyes, tronos y sombras, en un juego de sillas en el que el ciudadano percibe –percibimos– que sólo ha habido algo de verdad en la noticia que tiene precisamente la ficción como eje nuclear. El amable y eficaz gesto de Pablo Iglesias hacia Felipe VI tiene mucho de impostura, porque en realidad buscaba lo que obtuvo: espacio en los medios y alabanzas a su inteligente comunicación. Pero era un hecho sin calado, que como mucho despertó interés por la serie de televisión y debates públicos y privados sobre preferencias y gustos en ese territorio. Todos sabemos qué se jugaba en la foto.

Después llegó Zarrías, negando a la luz de la Justicia en el Supremo que hubiera oficiado ningún acto oscuro en las sombras que tantos años ocupó bajo el reinado de Chaves; y el ánimo de ese ciudadano atento y sorprendido se volvió a agitar y a indignarse. Pero hete aquí que cuando el destino de éste Don Gaspar (“menudo era y es…y poderoso”, me recuerda un buen amigo del sur) le estaba llevando a esa luz que no era su medio, surge de repente la detención de Rato y todo se detiene, y Zarrías vuelve a desaparecer, y de Juego de Tronos ya ni nos acordamos y el cabreo previsible se convierte en general indignación.

Salud, dinero y las pipas del loro

Salud, dinero y las pipas del loro

Y así estamos este fin de semana. Y eso nos deja la imagen de Rato detenido y liberado, y otra vez detenido y vuelto a liberar, explican los técnicos que para estar presente en los registros policiales. Pero hay sobre él sospechas fundadas, de esas que desdibujan a ojos ajenos la incuestionable presunción de inocencia.

Por eso es la imagen de la semana, y lo será probablemente del año…y quién sabe si más. Porque Rato es ya un símbolo. Ha perdido su condición de ciudadano privado para convertirse en la viva representación de lo que una sociedad cansada y descreída ya no puede ni debe tolerar. Fue admirado superministro de Economía y Hacienda, orgullo de su partido y su jefe Aznar, al que estuvo a punto de suceder; luego pasó al trono del Fondo Monetario Internacional –gafado si uno atiene al destino de los últimos que lo ocuparon– y finalmente a la cúspide de una banca que ya estaba enferma. La duda razonable de que en ese recorrido haya jugado con cartas marcadas y reglas que no valían para los demás, es lo que decepciona a quienes lo creían cabal y asombra e irrita a los demás ciudadanos. Lo que otorga a su caída categoría de estrépito universal.

Otra vez nos sentimos engañados. Otra vez el estupor da paso a la decepción y la ira. Otra vez la incómoda sensación de que allá en lo alto, a la sombra de los tronos del poder y al amparo de su oscuridad, se juega con intereses particulares o corporativos muy por encima de la ciudadanía o los clientes en quienes se dice pensar. Y otra vez a comprobar que llegado el momento, cuando se descubre el pastel, los encargados de la vida pública, los partidos que han de servir y representar a los ciudadanos aíslan y señalan al culpable como si el entorno fuera aséptico e inocente, como si no hubiera que cambiar algo más que a las personas. Como si el juego de tronos del poder real fuera sólo cuestión de individuos que actúan por libre como héroes solitarios de una serie de ficción.

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