Queremos condenar y condenamos Pilar Velasco
Los 19 días del ex fiscal general no han sido en valde. La espera ha sido fruto intencionado de la excepcionalidad habitual de esta causa. Un túnel inquietante por el que se ha conducido de principio a fin. Es difícil que a estas alturas se pueda mantener que “ocurre otras veces”. Se da en los recursos, no con las sentencias. Una demostración más de poder –que ha erosionado la imagen de la Justicia– hasta la publicación del fallo. Una vez leído, hay una pereza (por utilizar un eufemismo) en la fundamentación de la sentencia igual a la que se dio en la instrucción. Como hizo Miguel Ángel Rodríguez al filtrar el correo a El Mundo, hay un cherry picking de los jueces donde escogen lo que apunta al fiscal y descartan todo lo demás. Donde se arma un “cuadro probatorio” de lo preconcebido. Por eso han decidido creer a la fiscal Almudena Lastra –Su mayor aporte: “Álvaro, ¿has filtrado tú?– frente a seis periodistas de medios de competencia entre sí que negaron la filtración del fiscal general.
Si los magistrados del Supremo hubieran investigado realmente el “entorno” del fiscal general igual habrían llegado al origen. Pero no lo hicieron. Ni siquiera se rastreó el buzón genérico con acceso de 14 fiscales y cuatro funcionarios. La desproporción de las diez horas de registro indiscriminado (“No sabíamos qué buscábamos”, dijo un agente de la UCO) contrasta con la ausencia de diligencias para buscar al filtrador. Solo se ha investigado al fiscal general. Ni siquiera a ese “tercero” que pasaba por allí. Igual por eso no han encontrado al culpable. Por la falta de una instrucción completa que no apuntara a una sola cabeza. De ahí el “cuadro probatorio” de “unidad de acción” inconexo –el Frankenstein, que dirían algunos–. Porque un borrado del correo no es una prueba. No contestar a las acusaciones tampoco lo es. Al contrario, es convertir un derecho del investigado en una carga contra él.
Tenemos una sentencia por filtración sin filtrador. Una condena que termina con los mismos hechos con los que se abrió. “Pudo ser el fiscal” servía para empezar, no para poner punto final. Con el añadido de Álvaro García Ortiz o “su entorno”, no sea que aparezca quién lo hizo y a los jueces les persiga esa vergüenza –y la obligatoriedad moral de apartarse por condenar a un inocente–. Se ha condenado por indicios. Sin prueba directa. Y no se puede desmentir un bulo con un delito, evidente. Pero el problema del Supremo es que ese delito no está vestido. Y pone boca abajo la arquitectura jurídica del sistema al obligar a García Ortiz a demostrar su inocencia mientras los cinco jueces no han logrado apuntalar su culpabilidad. La élite del Supremo ha puesto el delito de revelación a un precio tan de saldo que la sensación es que cualquiera es el siguiente –el derecho del enemigo siempre tiene un argumento jurídico a mano–. Una sentencia con una carga ejemplarizante que asusta –es precisamente lo que debe evitar un tribunal–. Con lecciones mal dadas sobre el tratamiento de la información o el buen proceder de los profesionales de la prensa.
Porque un borrado del correo no es una prueba. No contestar a las acusaciones tampoco lo es. Al contrario, es convertir un derecho del investigado en una carga contra él
Los jueces del Supremo se equivocan si piensan que el descrédito de la mitad del país es culpa del Ejecutivo. Cuando dictas una sentencia y una buena mayoría de ciudadanos creen que está amañada, algo has hecho mal. Cuando los votos particulares en fase de procesamiento y en la sentencia han sido una enmienda a la totalidad, algo has hecho mal. Fue el primer ponente quién habló de la “ficción” del relato para sentar a Álvaro García Ortiz en el banquillo y de “vulneración a la presunción de inocencia” las dos magistradas progresistas en la condena. Es una anomalía que la partición ideológica dibuje mundos opuestos del mismo fallo. Vulneración de derechos fundamentales, causa sin pruebas para condenar. Los votos particulares tienen acusaciones graves y también son élite del Supremo de reconocidas trayectorias. Allá los conservadores si creen que el daño a la independencia judicial viene del Gobierno. Han ganado la condena. Pero los votos particulares tienen la verdad judicial del legendario ‘I dissent’ de la ilustre jurista americana Ruth Bader Ginsburg.
El “no hay una alternativa razonable” a que no sea el ex fiscal general es una suerte de Torquemada sofisticado. Pero el sistema es robusto y los votos discrepantes sólidos. El “Yo disiento” de la condena al ex fiscal general se abrirá paso cuando pase la niebla que tapa al Supremo. Confunden la defensa corporativa del Poder Judicial con el derecho a criticar un fallo que por incomprensible en parte de sus argumentos es normal que preocupe. Una condena que por el contenido de los votos discrepantes obliga a revisarse hasta el final.
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