A la carga
El test de estrés de la democracia española
Los analistas en los medios observan con suma atención lo que sucede fuera de nuestras fronteras. El mundo parece haberse vuelto loco, nos encontramos en un momento de cambio político acelerado en el que fuerzas reaccionarias avanzan posiciones a toda velocidad: Donald Trump es presidente de los Estados Unidos, el Reino Unido votó salir de la UE, la derecha radical y la xenofobia han aumentado en casi todos los países occidentales hasta el punto de que tres partidos de esta tendencia gobiernan en coalición en Austria, Dinamarca e Italia, en Brasil ha ganado las elecciones presidenciales un tipo que encarna valores autoritarios e iliberales, etc.
¿Constituye España una excepción? ¿Está nuestra democracia blindada frente a las tendencias regresivas que se observan en tantos lugares del planeta?
La elección de Pablo Casado como presidente del Partido Popular, la radicalización ideológica del que quiso ser un partido liberal, Ciudadanos, hoy reducido a un partido nacionalista español sin complejos, y el más que probable crecimiento futuro de Vox parecen indicar que en nuestro país se han puesto en marcha las mismas tendencias que en otros lugares: una polarización ideológica cada vez más fuerte que favorece la deslegitimación del rival y, a partir de ahí, la introducción de medidas iliberales que quiebran los principios constitutivos de las democracias representativas. En este contexto, un partido como Podemos, que hace unos pocos años provocaba un terror visceral en las élites económicas, políticas y mediáticas del país, hoy es un baluarte, junto con el PSOE, para la estabilidad del sistema democrático frente a la amenaza de las nuevas derechas.
La democracia española está atravesando en estos momentos un test de estrés. El test lo constituye el conflicto catalán. Y los resultados no son nada halagüeños. Resulta desolador contemplar la forma en la que se está desarrollando dicho conflicto. Para evitar malentendidos, permítanme comenzar dejando claro que el movimiento independentista actuó con escaso respeto por el principio democrático: la respuesta a la cerrazón del Estado español con respecto a la celebración de un referéndum o consulta sobre el estatus político de Cataluña fue la de proceder unilateralmente a la desconexión legal de la región, intentando imponer la secesión a pesar de no contar para ello con un mandato democrático. Los independentistas insisten en que los resultados del 1-O son ese mandato popular y que la responsabilidad de que no fuera un referéndum con las garantías necesarias recae sobre el Estado, que trató de impedir por todos los medios la celebración de la consulta. Pero aun siendo verdad esto último, el hecho de que el Estado se negara a negociar no legitima un intento de secesión con un nivel de apoyo que no llegaba ni de lejos a la mitad de la sociedad catalana.
La respuesta del Estado y la sociedad españolas han sido aún más decepcionantes, pues el Gobierno de España no sólo rehusó durante largos años negociar nada sustantivo con los representantes de Cataluña, a pesar de que esa cerrilidad aumentaba el deseo de independencia en la opinión pública catalana, sino que se involucró en una operación de guerra sucia de baja intensidad (la famosa “Operación Cataluña”) en la que se utilizaron los recursos del Estado para tratar de destruir la reputación de los líderes independentistas. Esta ruptura de los mecanismos más básicos del Estado de derecho se encontró con la indiferencia de capas muy amplias de la sociedad española. Además, el Gobierno de Mariano Rajoy, con la anuencia entusiasta de la Justicia, judicializó el problema político lanzando a través del Fiscal General del Estado unas acusaciones truculentas y sin fundamento en virtud de las cuales se piden elevadísimas condenas de cárcel a los líderes del movimiento independentista y del anterior Gobierno de la Generalitat.
La acusación por “rebelión” produce vergüenza democrática. Es evidente que no hubo uso de la fuerza ni en la aprobación de las leyes de transición y desconexión del 6 y 7 de septiembre ni en el referéndum del 1 de octubre ni en la declaración de independencia del 27 de octubre. Hubo, eso sí, una represión injustificada de la sociedad civil catalana por parte de las fuerzas de seguridad españolas el 1 de octubre. Y, por supuesto, se produjeron incidentes en algunas movilizaciones y protestas populares, como en la concentración del 20 de septiembre ante la Consejería de Economía, pero quedan muy lejos de la violencia insurreccional que requiere el Código Penal para poder hablar de una rebelión.
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Por desgracia, si una acusación tan atrabiliaria puede seguir su curso es porque buena parte de la sociedad española apoya la tesis de que los sucesos de Cataluña fueron un intento fallido de golpe de Estado. Los principales partidos de la derecha nacionalista española, PP y Ciudadanos, con el apoyo incondicional de múltiples periodistas, analistas e intelectuales, así como de algunos miembros de la vieja guardia del PSOE (Alfonso Guerra, José Bono), están tratando de naturalizar la tesis del golpe. Hace unos meses tuve ocasión, en un áspero intercambio, de discutir sobre este asunto con el historiador Santos Juliá (puede verse la polémica aquí, aquí y aquí): defendí que, si bien es innegable que hay golpes incruentos, todos ellos se basan en el uso o amenaza de la fuerza, algo que no sucedió en el caso catalán; además, los procesos de secesión no suelen considerarse golpes de Estado en las investigaciones comparadas sobre este tipo de actos, pues alteran el territorio titular del Estado, pero no su forma de gobierno (España seguiría siendo una democracia si Cataluña se independizara, de la misma manera que Cataluña sería un Estado democrático si alcanzara la independencia).
Es lamentable que para dar cobertura política a la actuación de la Fiscalía y del Tribunal Supremo, tanta gente siga la tesis infundada del golpe y que, además, lo haga manteniendo la ficción de que en este conflicto hay una democracia inmaculada, la española, que se ve atacada por unos “anti-demócratas” nacionalistas que quieren romper las reglas del juego. En una democracia sólida el principio de tolerancia y consentimiento son la piedra angular del proceso político. En lugar de negociación y consenso, las dos partes han optado por la imposición unilateral: es un conflicto a cara de perro entre dos nacionalismos enfrentados. La responsabilidad principal, a mi juicio, recae sobre la parte más poderosa, que es el Estado español, quien tenía no sólo la capacidad, sino también la obligación, de prevenir una crisis constitucional como la que finalmente ha explotado en Cataluña.
La indiferencia social hacia el encarcelamiento de los líderes independentistas y la retórica del “golpe de Estado” muestran que nuestra democracia está en un proceso de degradación preocupante. La tolerancia ha bajado muchos puntos y la polarización se ha adueñado de la esfera pública en torno a la cuestión nacional. Desde una perspectiva genuinamente democrática, los sucesos de Cataluña son un enorme fracaso colectivo. Como sociedad, no hemos sido capaces de dar cauce político al conflicto catalán. No hemos pasado el test de estrés, lo cual indica que nos espera un futuro político sombrío.