Defensa europea: Juntos, mejor, y si fuera necesario, más Cristina Monge

No os voy a mentir. Todo el debate alrededor de si hay que irse de Twitter, Instagram, etc, para dejar de dar dinero y poder a unos magnates tecnológicos con una ideología que cada vez vira más hacia lo sencillamente fascista, o si, por el contrario, hay que quedarse para “dar la batalla”, tiende a darme dolor de cabeza.
Entiendo tanto un punto de vista como el otro. Entiendo que haya quienes quieran dejar de engrosar el patrimonio de dichos multimillonarios y actores políticos. Al final, es lo que les da el poder de dictar qué suerte vamos a correr la sociedad (en especial las clases obreras) de prácticamente todo el globo. Y entiendo que haya quienes ven cómo el éxodo a otras plataformas digitales (como BlueSky o Mastodon) no ha tenido efecto en el grueso de la población y se niegan a dejar que esa gran masa de gente, seguramente menos politizada, tenga como única referencia comunicativa en redes los mensajes más machistas, homófobos, racistas y neoliberales.
Y al mismo tiempo, ¿cómo llegamos a esa gran masa de gente que probablemente sea la que más necesita escuchar mensajes que contradigan los bulos y fake news de las que literalmente depende toda la estrategia política de las extremas derechas? Me dedico a crear contenido en redes sociales, gran parte de este en esa línea, y gran parte también en defensa de los derechos de la comunidad LGTBIQ+ y por su visibilidad. Instagram, desde hace casi un par de meses ya (coincidiendo, por cierto, con el anuncio de Mark Zuckerberg de que cambiarían sus protocolos para permitir llamar “enfermas” a las personas queer), ha restringido mi cuenta y ha empezado a eliminar gran parte de mi contenido. Lo hacen argumentando que, cuando hablo de realidades LGTBIQ+, caigo en contenido “poco apropiado” o, directamente, en “discurso de odio”. Me han bloqueado el uso de gran parte de las herramientas de la cuenta, no puedo promocionar mis propios contenidos y estoy bajo amenaza de que eliminen mi cuenta para siempre. Mi contenido llega a mucho menos de la mitad de gente que hace dos meses.
La desesperación me golpeó con más fuerza hace unos días, cuando subí un vídeo en el que intentaba promocionar la creación de una plataforma digital de acompañamiento por parte de voluntarios y expertos a chicos adolescentes. Son, precisamente, el principal objetivo del bombardeo de mensajes ultra en las redes sociales. Les convencen de que todos los problemas que puedan tener en su vida, en lugar de ser sistémicos, como puede ser el hecho de que no vayan a poder comprarse un piso, es culpa de las personas migrantes. Les convencen de que no van a poder ser felices porque el feminismo los “condena” a ser menos. O porque las personas LGTBIQ+ van a tener “privilegios” sobre ellos. Intentan convertir a los más jóvenes en futuros (y presentes) agresores, intentan alejar su visión de las raíces estructurales de sus desgracias, para que no puedan agruparse, organizarse y encontrar soluciones verdaderas que, además, les hagan sentir menos solos. Son víctimas y, a su vez, se transforman en verdugos. Y necesitan ser escuchados, así como también necesitan escuchar la verdad: que los están utilizando, que están alimentando su soledad y su odio para rentabilizarlo y convertirlo en rédito electoral y político.
No puedo evitar preguntarme qué podemos hacer para no dejar a su suerte a tantísimas personas que no tienen un acceso fácil a un contenido que les desmonte ideas que no solo van a dañar a los más vulnerables de nuestra sociedad, sino también a ellas mismas
La pregunta es: ¿cómo llegamos allí sin el uso de redes sociales mainstream como Instagram o TikTok? No solo a los grupos de hombres jóvenes, blancos y cisheterosexuales, que corren el riesgo de ser “captados” y transformados en agresores; también personas jóvenes en general, mujeres, LGTBIQ+, racializadas, etc, que necesitan entender que no están solas y que pueden encontrar comunidades en las que buscar entendimiento y protección (lo que a mí, en la adolescencia, literalmente me salvó la vida). Este tipo de perfiles no van a unirse al éxodo a redes alternativas que, si bien crean un ambiente de comunidad necesario para muchos otros, no atrae a los más jóvenes ni a la población general menos politizada. Tampoco contamos con el suficiente esfuerzo institucional (que tiene que empezar a enfrentar esto con bastante más ahínco del que están dedicando en la actualidad) y, aun así, no podemos dejarlo solo en manos de los cauces educativos institucionales cuando hablamos de estratos generacionales que, precisamente, quieren ir “a contracorriente” (y, lo de siempre: hemos dejado que lo facha nos venda que ahora ellos son lo “punk”).
No tengo una solución que proponer. Ni siquiera estoy animando a nadie a mantener su presencia en las redes sociales de masas; las que podáis proteger vuestra salud mental abandonándolas, bien por vosotras, diría que hasta os envidio. Pero no puedo evitar preguntarme qué podemos hacer para no dejar a su suerte a tantísimas personas que no tienen un acceso fácil a un contenido que les desmonte ideas que no solo van a dañar a los más vulnerables de nuestra sociedad, sino también a ellas mismas.
Yo, mientras tanto, voy a mantener mi actividad en todas las redes sociales que pueda, aunque también anime al éxodo a espacios donde no tengamos que jugar bajo las reglas de quienes intentan silenciarnos. Si lo que hacemos ayuda a desmentir aunque solo sea ante unas pocas personas creencias que pueden convertirse en prejuicios y en agresiones, habrá que seguir haciéndolo. Pero, mientras lo hacemos, habrá que ir ideando formas de llegar al grueso de la población. Y soñar con que, pronto, las plazas de discusión públicas dejen de estar, casi de forma exclusiva, en manos privadas. En las peores que podíamos imaginar.
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