VERSO LIBRE

El tradicionalismo mentiroso

Cultivo el derecho de admirar y de sentirme confiado. El respeto al otro genera confianza, un sentimiento indispensable que vive horas muy bajas. Conviene ejercitarse más que nunca en el arte de elegir bien aquello que merece ser admirado. Aquello que nos defiende de la parálisis, del cinismo, de la humillación ante la injusticia, de la incapacidad de compadecer, de la falta de amor, de la fatalidad. Leo Fama y soledad de Picasso (Alfaguara, 2013), un ensayo memorable de John Berger. El paso de los años no le ha restado su capacidad de interpelación, su fuerza a la hora de invitarnos a meditar sobre el arte, el destino de los artistas, los conflictos sociales y las relaciones entre la historia y la creación estética.

Los ojos tienen tiempo, pertenecen a un tiempo. Los ojos de Picasso, los ojos de John Berger, los ojos del espectador o del lector. Una de las lecciones insistentes de Berger como escritor y crítico de arte responde a la necesidad de destacar el valor de la mirada. Somos mirada y, por lo tanto, conviene aprender a mirar. Conviene, además, tomar conciencia de que la historia se encarna en nuestra mirada.

El presente en conflicto de España hace que mi mirada atienda sobre todo a las consideraciones de Berger sobre el país en el que Picasso nació y vivió su adolescencia. Antes de analizar los efectos de la estética cubista, que sacaron al pintor de sí mismo, Berger valora las diferencias entre una España feudal y una Europa capitalista. Uno tiene la tentación de pensar que las cosas han cambiado poco. Escribe Berger al analizar los primeros años del siglo XX: “Una de las dificultades para escribir sobre España es que hay varias Españas. En términos económicos y sociales el país no está aún unificado”. Y cuando habla de las relaciones ideológicas con Europa, opina lo siguiente: “Su posición geográfica y el hecho de formar parte de la cristiandad tienden a engañarnos. Sería más cierto decir que España representa una cristiandad a la cual ya no pertenece ningún país, desde las Cruzadas”.

La tentación de decir que seguimos hundidos en la misma maldición es fuerte. Ahí están los problemas de articulación del Estado, ahí están el Concordato con la Iglesia Católica, la soberbia ideológica de los obispos y los representantes políticos que se arrodillan al opinar sobre la educación o la interrupción voluntaria del embarazo. Pero aprender a mirar significa darle importancia a los matices. Y el tradicionalismo mentiroso español está hoy muy matizado.

Más allá de la dependencia sentimental de una tierra y más allá del derecho –democráticamente respetable- a la autodeterminación de los pueblos, hay un matiz que no debe olvidarse. No se trata ahora de falta de unificación, sino de una protesta clasista ante los logros de lo ya unificado. Unificar supone compartir ventajas y problemas. Afirmar que la crisis es asunto de Madrid o del derroche público supone enmascarar las responsabilidades propias de una política reaccionaria. La falta de unificación en esta circunstancia es una estrategia para desentenderse de los de abajo y no poner en cuestión los privilegios económicos de las élites. La distinción en el lugar geográfico de nacimiento sirve para ocultar otra pregunta: ¿en qué clase hemos nacido?

También conviene matizar hoy el catolicismo español. La iglesia tiene fuerza como factor de poder, pero la religiosidad católica ha desaparecido de la conciencia de los españoles. Eso explica las dudas del Gobierno con respecto al aborto. La Iglesia presiona, pero el electorado del PP está formado en buena medida por padres que temen un nieto no deseado y por jóvenes acostumbrados a consumir sin escrúpulos ni respeto, incluso el sexo, y que son incapaces de ponerse un preservativo antes de buscar un placer sin alma. ¿Cómo compaginar la Iglesia con el electorado? El respeto a la religión católica es una mentira más de nuestro tradicionalismo.

John Berger, enemistado desde hace años con el frío deshumanizado de la modernidad capitalista, advierte que nuestro retraso industrial tuvo también sus ventajas: “España no había pagado el precio del progreso que hubieron de pagar Francia e Inglaterra”. Nuestra historia reciente ha matizado este consuelo. El tradicionalismo español ha perdido sus restos de existencia comunal y las dependencias sentimentales propias de una sociedad preindustrial. De ahí su enorme mentira, porque defiende la tradición, pero con la cabeza fría y el alma solitaria de un economista protestante. Sólo hay algo inalterable desde Fernando VII en la historia de España. Escribe Berger: “la clase dirigente española no había creado nada, no había establecido nada, no había descubierto nada que fuera provechoso”. Aunque quizá también aquí convenga matizar un poco. De forma dudosa y modesta, algo descubrió en los últimos 30 años y ahora se ha precipitado a liquidarlo de manera compulsiva.

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