Defensa europea: Juntos, mejor, y si fuera necesario, más Cristina Monge

Yo había pasado la mañana del 7 de marzo con la nieta de la novelista Luisa Carnés (1905-1964) y con la nieta de Ángela Figuera Aymerich (1902-1984). Estaba feliz al recordar la vida de unas abuelas que se habían comprometido con la literatura y la sociedad en un tiempo que conquistó para España la democracia de la Segunda República, el derecho al voto de la mujer y el divorcio como una forma de aspirar al amor en libertad de los matrimonios. De pronto oí unas declaraciones de Alberto Núñez Feijóo. Celebraba el 8M afirmando que su feminismo era el de las abuelas. La idea me sonaba, claro que me sonaba, porque mi generación ha repetido muchas veces que, frente al tiempo difícil que sufrieron nuestras madres bajo la dictadura de Franco, había que volver a conquistar la igualdad que disfrutaron nuestras abuelas republicanas, los derechos que conocieron María Zambrano, María Teresa León, Rosa Chacel o María Lejárraga.
Tardé poco en comprender que Núñez Feijóo no se refería al tiempo de nuestras abuelas, sino de nuestras madres, mujeres que no se metieron en política y se dedicaron a cultivar las vidas familiares. Núñez Feijóo es de mi generación, así que al hablar de las abuelas manipulaba las fechas y no se refería a las suyas, sino a las de mis hijos, unas abuelas educadas en el franquismo, definidas como reinas de la casa, sometidas a la voluntad de sus maridos, sin más aspiración que las labores del hogar, sin derecho al divorcio y sin la posibilidad de abrirse una cuenta propia en el banco. Núñez Feijóo, en su diálogo matrimonial con la extrema derecha, se dirigía a una juventud que no ha conocido el franquismo y que puede llegar a pensar el feminismo, el compromiso con la igualdad entre hombres y mujeres, como una demagogia propia de la política que infecta la paz de los hombres, del amor y la familia. La caricatura del feminismo es una de las estrategias que utiliza la extrema derecha, desde Washington a Berlín, para deteriorar la democracia y devolvernos al autoritarismo del sexo y el dinero. El machismo es una de esas cosas con las que un demócrata no debe jugar.
La caricatura del feminismo es una de las estrategias que utiliza la extrema derecha, desde Washington a Berlín, para deteriorar la democracia y devolvernos al autoritarismo del sexo y el dinero
Mi madre fue una mujer tan maravillosa como mi abuela. Estudiaba Filosofía y Letras y soñaba con viajar a París, cuando se enamoró de mi padre. Las costumbres de la época y de la Sección Femenina ordenaron entonces su vida. Dejó los estudios, se casó, tuvo 6 hijos, todos varones, y se dedicó a cuidarnos, convencida de que el amor significaba para las mujeres una renuncia a su propia vida. Discutí mucho con ella. Comprometido con la lucha política a mediados de los años 70, tardé poco en comprender que una democracia significaba mucho más que votar cada 4 años. Del mismo modo que reivindiqué la memoria de Federico García Lorca, ejecutado, y de Antonio Machado, muerto en el exilio, aprendí a pensar en María Teresa León o en Ángela Figuera. Aprendí que el feminismo era una buena brújula, porque la igualdad entre hombres y mujeres suponía una raíz imprescindible para los posibles significados de la democracia.
Después de discutir mucho con mi madre –“no te metas en política”, me decía ella–, le dediqué un poema para prometerle que, en cuanto pudiese, iba a llevarla a París. Le agradecí de corazón sus cuidados, su amor, sus desvelos. Pero le expliqué también que la mejor manera de agradecer sus sacrificios era comprometerme con una sociedad en la que las mujeres no estuviesen obligadas a renunciar a sus vidas. Por eso estoy orgulloso de que sus nietas puedan hoy pronunciar de una manera distinta palabras como amor, trabajo, libertad, igualdad, política, abuela o madre.
No sé si Núñez Feijoo comprende todo lo que cabe en sus declaraciones sobre el 8M. Es muy peligroso despreciar a los partidos políticos y a la lucha por la igualdad en nombre de unos pretendidos cariños familiares.
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