
El apagón y la fiesta de los números
El pasado 28 de abril se produjo un apagón de la energía eléctrica en nuestro país que ya todos conocemos, aunque aún no sepamos las causas. Puede que tardemos un tiempo en saber con exactitud el origen técnico o las razones humanas que estuvieron en la raíz de la crisis que nos dejó a oscuras unas horas, y las responsabilidades de carácter económico y político que de ellas se derivan en función de los evidentes daños causados. Sin embargo, a las pocas horas empezaron las declaraciones cargadas de cifras dibujando un drama colectivo que no deja de causar sonrojo. Cifras expuestas a modo de subasta en una lonja de pescado donde cada cual se aventuraba a lanzar al viento un cálculo de gastos ocasionados, aumentando en algunos miles de millones lo que hubiera dicho el anterior emisor.
Parece que la legitimidad de las cifras aportadas se basara en la muy científica formula de: y un huevo duro, más. Singularmente con relación a las perdidas en el trabajo autónomo, el espectáculo ha sido dantesco: unos valoraron el perjuicio en 1.300 millones, otros en 1.600, hay quien llegó a los 4.000, y todos ellos recurrieron con simpleza a un dato tan complejo como el PIB. ¿Cómo es posible que los autónomos —un colectivo que representa cerca del 15% del PIB— concentren más del 80% de las pérdidas estimadas por el apagón, o hasta el 100% de las mismas? ¿Qué modelo matemático permite esa alquimia?
Como representante del colectivo en un país que funciona gracias al trabajo autónomo, sé perfectamente que el corte eléctrico ha tenido consecuencias: comercios cerrados, alimentos echados a perder, citas médicas y talleres cancelados, repartidores parados, trabajadores digitales desconectados. Pero inflar cifras no nos hace más visibles, nos hace menos creíbles.
Atribuir a los autónomos unas pérdidas de 1.300 millones de euros en un solo día —en realidad, en unas pocas horas de apagón parcial— implica aceptar que una sola jornada del trabajo autónomo genera un tercio del PIB diario nacional. Y eso, con toda la simpatía y el reconocimiento del mundo por la épica de nuestro colectivo, simplemente no es cierto.
Tampoco fue un apagón uniforme. Cataluña y Andalucía recuperaron el servicio en menos de una hora, y Baleares, Canarias, Ceuta y Melilla ni siquiera lo sufrieron. Otras regiones estuvieron más tiempo sin suministro, pero ni siquiera en los peores casos se llegó al colapso. Y lo que no se facturó esa mañana, en muchos casos se reprogramó para la tarde o el día siguiente. Es lo que hacemos los autónomos siempre: cuando la vida se interrumpe, hay que remangarse y atender las necesidades.
Pensemos en los taxistas, por ejemplo, atendiendo sin cobrar las carreras a aquellos que no pudieran desplazarse mientras las VTC incrementaban desconsideradamente los precios –Cabify en Barcelona aumentó sus tarifas hasta un 300%–, iluminándonos sobre las diferencias en la respuesta de los distintos servicios de transporte ante situaciones de crisis.
Como representante del colectivo autónomo, sé perfectamente que el corte eléctrico ha tenido consecuencias, pero inflar cifras no nos hace más visibles, nos hace menos creíbles
¿Significa eso que no debemos alzar la voz? En absoluto. Pero nuestro grito debe ir acompañado de argumentos sólidos, datos contrastables y demandas realistas. No podemos construir política pública sobre titulares inflamables, a menos que nuestro objetivo sea generar alarma y contribuir al populismo colectivo.
Lo verdaderamente relevante de este apagón no es cuánto costó en euros, sino lo que evidenció: que el sistema eléctrico tiene fallos estructurales, que los planes de contingencia aún no están pensados para el autónomo y que el Estado no puede seguir tratándonos como una nota al pie de la economía, que necesitamos red. Porque mientras el discurso económico dominante mide la producción por horas de funcionamiento industrial, la vida por cuenta propia se mide en imprevistos superados.
No todo son sombras. Este incidente podría haber sido mucho peor. El suministro se restableció en unas horas en casi todo el país. No colapsaron los hospitales. España demostró que tiene infraestructuras capaces, técnicos formados y redes de respuesta más fuertes de lo que a veces creemos, por más que no nos resignemos y busquemos responsabilidades y formas de corrección. Y el colectivo de autónomos, una vez más, demostró que ni la oscuridad nos para.
Quizá esta sea la enseñanza de fondo: que no necesitamos inflar las cifras para reclamar lo que nos corresponde, y que la próxima vez que venga un apagón —eléctrico o económico— nos encuentre con un sistema que reconozca nuestra labor, respalde nuestras pérdidas y no nos obligue a exagerar para que nos escuchen. Quizás se evidencie así que quien pone su vida, su tranquilidad, su riesgo al servicio de lo común debe ser considerado también un trabajador con todos los derechos, toda la protección y todo el reconocimiento que merece desde lo público. Ojalá así sea.
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