Sobre la guerra, la izquierda y la ausencia de un espacio común

Me he resistido a escribir y opinar sobre la guerra todas estas semanas. De entrada, y como manifestaba Clara Ramas hace unos días en estas mismas páginas, porque igual no siempre hay que opinar, porque no siempre se puede y debe hacerlo. Y no solo porque de lo que no se puede hablar es siempre mejor callar, abusando de un viejo y gastado aforismo de Wittgenstein, sino porque es más que necesario, como hacía Clara, reclamar estos días “un poco de contención, de seriedad y de silencio. Nos va en ello la capacidad de orientarnos”. 

Pero las razones de ese reclamo —y entiendo que Clara es bien consciente de ello— chocan, sin embargo, con dos problemas fundamentales que me hacen salir de la contención y el silencio debidos (aunque no, espero, de la seriedad): en primer lugar, la necesidad, en tanto que ciudadanos de un país europeo, de tomar partido, si bien no necesariamente por uno u otro de los bandos, en vieja lógica campista, aunque sí por la pulsión inevitable de tener una posición, una postura o, al menos, un juicio sobre lo que está ocurriendo en Ucrania. Etienne Balibar lo señalaba oportunamente hace apenas unos días: “…Considero que todos los acontecimientos políticos que se producen en Europa y en el mundo, y que ponen en cuestión asuntos tan vitales como la guerra y la paz, la democracia y la dictadura, son ineludibles. Cuando se es ciudadano europeo y se profesa la reflexión sobre el mundo en el que se vive, no se puede uno esconder detrás de la incompetencia”. Necesitamos, sí, una toma de posición, por precaria que esta sea.

Pero creo que esta necesidad ética o política de situarse políticamente se encuentra, en segundo lugar, frente a una dolorosa, e históricamente dramática, ausencia: la de un espacio político más o menos común o propio (¿la izquierda, el antibelicismo, el anti-imperialismo, el internacionalismo?) en el que apoyar esa toma de partido o de posición. Un relato compartido, si lo prefieren, desde el que anclar —con matices o diferencias inevitables— el juicio que uno pueda llegar a conformarse acerca de la guerra. Disponemos, seguramente, de un espacio moral de solidaridad con el pueblo ucraniano, que se amplía en ocasiones a esa parte del pueblo ruso que se posiciona con valor frente a la guerra; disponemos, también, de un espacio moral más o menos amplio de rechazo a la invasión, más allá de que se compartan o no las razones que unos y otros dan a esta invasión, cargando las tintas algunos en el papel que habría jugado la temeraria política extensionista de la OTAN desde la caída del muro de Berlín, incidiendo otros en el giro imperial euroasiático de Putin a partir de 2012 y, sobre todo, tras la primera invasión de Ucrania después del Maidán. Y disponemos, por último aunque seguramente de forma marginal, de intentos creo que del todo necesarios de pensar la dialéctica histórica que habría operado entre ambas dinámicas, es decir, la retroalimentación en las últimas tres décadas entre el expansionismo atlantista y el imperialismo euroasiático ruso, y viceversa.

Pero creo que, más allá de estos relatos, no solo a la izquierda le cuesta —o directamente no puede— orientarse en o frente a esta guerra, como recordaba con absoluta certeza Santiago Alba Rico hace unos días, sino que es directamente la posibilidad misma de la izquierda la que se pone en cuestión ante la incapacidad de operar como espacio común desde el que articular nuestras posiciones particulares frente a la guerra en Ucrania. Como si, en el fondo, la dificultad para orientarse hiciera imposible tener un relato común ante las preguntas que esta guerra nos hace: enviar armas o no hacerlo, culpar al expansionismo de la OTAN, y entender por tanto la sensación de amenaza a la que se habría visto expuesto Putin o, al revés, entender la amenaza siempre presente de Putin como marco legitimador de la expansión atlantista, tener algo que decir sobre la posición de Europa, de un ejercito y una política exterior comunes o rechazar por belicista esta posibilidad, apostar por la ampliación de la integración europea o pensar en una salida controlada, entender la guerra como la crisis de un modelo de desarrollo extractivista y oponerle una alternativa verde o apostar en contra por lecturas realistas de intereses geopolíticos enfrentados desde los que posicionarse pragmáticamente, entender que se trata de un conflicto que opone a sociedades abiertas con gobiernos filo o neofascistas o dejarlo todo en conflictos geoeconómicos clásicos, aceptar el proceso de construcción soberano de Ucrania, y por tanto su derecho a decidir las formas de integración territorial y defensiva, o no hacerlo, y un largo etcétera.

Si algo creo que muestra esta guerra, además de la masacre y la muerte ante la que toda palabra se queda siempre corta, es la quiebra previa de cualquier forma de horizonte común desde el que orientarse en política

La dificultad colectiva —cuando no incapacidad— que creo nos atraviesa para responder a estas y otras muchas preguntas da cuenta de que no hay un lugar de enunciación compartido. No lo hay porque, claro, no disponemos de un horizonte (geo)político común, que es el que construye los espacios políticos, el que permite nombrar desde ahí los presentes y pasados comunes, articular las diferencias y componer sujetos políticos y sentidos comunes con capacidad de agenda política. Es más, si algo creo que muestra esta guerra, además de la masacre y la muerte ante la que toda palabra se queda siempre corta, es la quiebra previa de cualquier forma de horizonte común desde el que orientarse en política. Y me explico: si las izquierdas, el pensamiento progresista o emancipador, se había sostenido siempre en una crítica al tiempo histórico vivido y los horizontes de futuro que cada presente contenía, a las imágenes de futuro que nos proporcionaba y frente a las que reaccionábamos para proponer otras posibles o deseables, convirtiéndose así la crítica en la posibilidad siempre presente de un curso de acción distinto al que prometía férreamente nuestro presente, no saber hoy intuir no ya qué va a pasar, sino qué distintos escenarios posibles tenemos delante, carecer de imágenes del futuro frente a las que construirnos, pone a la posibilidad misma de la crítica, vale decir, de la izquierda, en cuestión. Es esta la ausencia frente a la que solo nos quedan, me temo, tres posibilidades:

La primera, aferrarnos a la solidaridad moral y la indignación. No es poco, y son ambas del todo necesarias, pero también del todo insuficientes para con esa necesidad punzante que nos pide tomar alguna forma de partido. Insuficientes y, seguramente también, frustrantes, cuando no peligrosamente contraproducentes, pues la indignación moral tiende a convertirse en respuesta airada, en no pocos casos belicista, cuando la indignación no es capaz de traducirse políticamente, vale decir, cuando no puede canalizarse mediante un horizonte político y queda replegada sobre sí misma.

La segunda posibilidad es, creo, aquella que explica la respuesta que han dado algunos, y no precisamente minoritarios, sectores de la izquierda (radical, contraria a la guerra y el envío de armas). Una respuesta que va, me temo y a pesar de que pueda compartir, o comprender al menos, no pocas de sus preocupaciones, en dirección contraria a cualquier construcción de un espacio amplio de respuesta a la invasión de Ucrania, de coadyuvar, por tanto, a generar un lugar de enunciación compartido. Y digo esto porque actúa estos días como si ese espacio ya existiera, en lugar de aceptar la evidente soledad de sus planteamientos y la incapacidad de incidir políticamente desde ellos. No solo no se puede conquistar un espacio común, un “no a la guerra” capaz de generar consensos sociales en amplias capas de la población, de ampliar, en lugar de reducir, el campo político de lo posible y alterar así, o estar en condición de hacerlo, los cursos de acción desde una potencia conquistada, no se puede lograr esta meta, decía, ignorando que no se tiene un espacio detrás, que no se habla subido a los hombros de movimientos ciudadanos y sentidos compartidos, sino que hacerlo, ignorar esta ausencia, es la forma más perversa de impedir precisamente su despliegue.

La recurrencia hoy en algunos de los discursos de las izquierdas, y es tan solo un ejemplo, a nombres, imágenes y conceptos de la Europa previa a la IGM mundial es excesivamente elocuente, no por el mayor o menor acierto en la comparación histórica, sino porque hacer referencia estos días a los “créditos de guerra”, los “partidos de la guerra”, a Jean Jaurès o a Rosa Luxemburg (y su siempre elogiosa negativa a votar el 4 de agosto de 1914 los créditos requeridos para embarcarse en una guerra imperialista) solo evidencia una cosa: la nostalgia por un espacio político, el del internacionalismo de la II Internacional. Las decisiones de Rosa Luxemburg o Jean Jaurès no eran individuales, tampoco morales, estaban fuertemente apoyadas en un espacio político fraguado durante muchos años de luchas, victorias y derrotas, también de articulaciones institucionales, como la propia Internacional y los partidos obreros que la conformaban, que anclaban los juicios, las posturas y las decisiones en un espacio político previamente construido. Daban un lugar de enunciación (el de la huelga general frente a la guerra acordada en la Internacional, por ejemplo) que hacía inteligibles las decisiones tomadas, al tiempo que mostraron, ese fatídico 4 de agosto de 1914, la quiebra de un espacio político y, consiguientemente, del lugar de enunciación que permitía. La quiebra de la socialdemocracia histórica como representación privilegiada y sin duda mayoritaria del movimiento obrero hasta ese momento.

La paradoja del uso de estas imágenes históricas estos días, de estas desafortunadas comparaciones o metáforas, es que indican exactamente lo contrario de lo que hoy nos sucede: las tomas de decisión no se apoyan en espacios construidos, sino en su ausencia. Cada declaración política que pretende representar un espacio colectivo no hace sino construir desde su ausencia y, en lugar de mover a la acción —que no puede ser otra que la de construir un espacio político hoy inexistente—, esa ausencia es desplazada y negada, para ser sustituida sintomáticamente por la nostalgia que encierran estos juegos metafóricos, estas referencias históricas. Nombrar hoy el envío de armas occidental a Ucrania como “créditos de guerra”, recordar a Rosa Luxemburg, aparecer en el parlamento francés, como Melenchon hizo hace unos días, bajo la simulada sombra de un Jean Jaurès clamando en heroica soledad contra el envío de armas a Ucrania, no son sino reflejos de esa nostalgia de un espacio político hoy inexistente. Nuestro reto no es, creo, el de defender un espacio conquistado, pues no existe, sino el de crearlo.

El síntoma doloroso de la impotente nostalgia que recorre hoy a esas izquierdas es el de la sustitución que llevan acabo; de la inexistencia de un pasado de luchas, movimientos y fuerza política que sostenga las posiciones tomadas (sea contra la guerra del 14 o contra la de Irak hace unas décadas) al recurso imperecedero, eterno, a la verdad. En efecto, la falta de movimientos, militantes, estructuras y, lo más importante, un sentido más o menos común o compartido en el que asentar su discurso, esta dramática ausencia queda sustituida por una pretendida verdad incuestionable: “nosotros decimos la verdad”… el resto, se sobreentiende, miente, engaña, hace propaganda o, claro, ignora esa verdad que ellos, vanguardia solitaria, desvelan. Como si la verdad, en política, no fuera, precisamente, la construcción de un espacio de sentido compartido, un sentido común que marca un horizonte político. Como si una verdad no compartida fuera, en política, otra cosa que una afirmación identitaria sin recorrido político.

Tenemos ante nosotros, creo, una necesidad diría que existencial, frente a la que estoy inmensamente lejos de poder responder, la de ayudar a construir, esta es la tercera y última razón de esta columna, no solo un horizonte político que nos permita tomar posición frente a la guerra, sino también frente a sus razones, al mundo que la explica, a las implicaciones que tiene y las consecuencias que sin duda va a generar. Y esto pasa, en primer lugar, por cuidarnos mucho de que las respuestas que demos y las tomas de posición que los representantes de la izquierda (¿radical, pacifista, internacionalista?), por más habitadas que estén de legítimas dudas o rechazos a lo que hoy sucede, no clausuren más que abran la posibilidad de generar un espacio político compartido, amplio, capaz de cobijar a una miríada de colectivos, movimientos y ciudadanos aislados hoy replegados sobre una indignación moral sin, como decía antes, capacidad de traducción política más allá, claro, de la respuesta institucional europea.

Creo que hoy, por ejemplo, no podemos responder en abstracto, o desde una mera posición moral, al dilema de las armas: enviar o no hacerlo dependerá de los horizontes políticos en los que se enmarque la respuesta, y para eso hay que poder responder a muchas otras preguntas, a muchos otros dilemas. Permítanme acabar esta columna enumerando algunos de ellos:

Frente al expansionismo temerario de la OTAN, ¿aceptamos e incluso exigimos una política europea común de defensa? ¿Un ejército común incluso, o es suficiente una denuncia anti imperialista o anti atlantista sin solución de continuidad? ¿Denunciamos sin más la hipocresía occidental al mostrar, una vez más, que unas vidas, unos pueblos, unos refugiados o unos derechos de autodeterminación valen más que otros, o aprovechamos esta hipocresía para volverla contra sí misma, en un intento de extender o universalizar los derechos y la defensa de las vidas que hoy se defienden con relativo acierto —todo lo interesado geopolíticamente que se quiera— desde Occidente para el caso ucraniano? ¿Entendemos esta guerra como una mera contraposición de intereses geoestratégicos y geoeconómicos, desde lecturas anti-imperialistas clásicas, o pensamos al mismo tiempo que esta guerra nos sitúa, más que nunca, frente a una inflexión histórica que vuelve insoslayable un cambio de modelo energético, de transición ecológica, tanto por supervivencia de nuestro propio planeta como por necesidades geopolíticas puramente realistas conducentes a una defensa de las soberanías nacionales, articulando así luchas ecológicas, democráticas y nacionales, que permitan anticipar y enfrentar el cambio geopolítico mundial inédito al que nos dirigimos? ¿Entendemos, siguiendo a Zizek y Naomi Klein o, en claves ideológicas bien distintas, a Timothy Snyder en un libro crucial para entender el giro geopolítico e ideológico ruso, que hay una férrea línea de continuidad entre las lógicas extractivistas, patriarcales y neofascistas que recorre los fundamentos ideológicos, y no solo los intereses geoeconómicos de Putin (tanto como de Trump y del resto de fuerzas políticas reaccionarias), que hacen de esta guerra algo más que una confrontación de intereses sino, también y sobre todo, de visiones del mundo, de espacios y lógicas políticas con una oposición de fondo, entre democracia y autoritarismo, que no podemos ignorar y frente a la que no cabe no tomar partido? ¿Entendemos, por tanto, que las luchas ecologistas, feministas y democráticas no son aquello que olvidamos o apartamos cuando analizamos o nos enfrentamos a lo importante, sino precisamente las herramientas teóricas y políticas para enfrentarlo? 

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