Cuando queríamos ser indios Aroa Moreno Durán
Lo dijo Margarita Robles en un alarde de sinceridad… y ya no se volvió a escuchar. Muchos de estos incendios no se pueden apagar por las dimensiones que tienen, pero los políticos sobreactúan y lanzan miles de litros de agua que se evaporan antes siquiera de llegar a tocar el fuego; algo hay que hacer o simular que se hace (el PP en esto es maestro, en lo de simular mientras culpa a los demás de sus propias carencias). Pero lo cierto es que no se trata tanto de apagar unos incendios imposibles como de procurar que no se enciendan en el futuro y que no se desarrollen con tanta virulencia. Se trata de combatir el cambio climático y de adaptarse a él. Y de hacerlo, además, a nivel global.
Y aquí está el problema fundamental que no se dice: que tanto combatir el cambio climático como adaptarse al mismo con alguna garantía supone enfrentarse al neoliberalismo. Esa es la razón de que no sea posible alcanzar un acuerdo global por el clima y la razón también de la extensión del negacionismo climático que disemina la derecha con la intención de que la gente no llegue a la conclusión de que el neoliberalismo nos mata. Lo mismo hicieron con la dana y lo mismo hicieron con la pandemia.
La primera pista nos la debió haber dado el odio global que generó la Agenda 2030 y que yo viví como diputada en la Asamblea de Madrid. Entonces nos daba risa, nos parecía algo estrambótico, pero hoy sabemos que era el primer síntoma de un cambio social y político muy profundo. Eso que llamamos “malismo” y que se ha impuesto en una parte de la sociedad y los políticos, no es la causa, sino la consecuencia de tener que negar la realidad. Y es mucho más que una actitud, es casi una ontología, un cambio radical en la manera en que mucha gente construye su subjetividad política. El odio a la Agenda 2030 no es más que la negación radical de que la política pueda ponerle algún límite al mercado.
Dicha Agenda no es más que un catálogo de buenas intenciones con las que hasta hace muy poco nadie en su sano juicio podía estar en desacuerdo. No es vinculante, no explica tampoco cómo llegar al cumplimiento de dichas intenciones, no es nada más que la expresión de lo que debería ser el mundo. Reconozco que un punto de inflexión en mi comprensión del asunto fue aquel momento en que el ministro Margallo, del PP, declaró, ingenuo él y habitante todavía de otro mundo, que la Agenda 2030 era el Evangelio.
El hombre, tan de derechas él, se la cargó y recibió una cantidad ingente de odio sólo por decir esto. Ahí se visibilizó el cambio: la derecha ya no estaba dispuesta a alinearse con nada que signifique apoyo mutuo, cuidado o bien común porque el neoliberalismo no puede asumir dichas cuestiones como positivas o necesarias. Se rechaza vehementemente la idea de que no es posible defender la vida cuando se ha emprendido un proceso imparable de mercantilización de esta que ha supuesto la desaparición de la mera idea de interés público o bien común.
El odio a la Agenda 2030 no es más que la negación radical de que la política pueda ponerle algún límite al mercado
Dice Rebeca Solnit en su último libro que la división política de este tiempo más que derecha/izquierda o arriba/abajo, podría ser “aislacionismo” e “interconexionismo” (ya buscaremos mejores nombres). Es decir que políticamente nos dividimos entre quienes pensamos que los problemas que padecemos sólo pueden resolverse desde la convicción de que cualquier abordaje requiere una fuerte intervención política que tenga como fin la defensa de lo común, de lo público y, en definitiva, el cuidado de las personas, de cualquier forma de vida y de la propia tierra; y, por el otro lado, quienes piensan que todos los problemas son individuales y contingentes y que, por tanto, no son necesarias soluciones comunes ni estructurales. Que cada cual se preocupe de sí mismo.
Veo esto muy claro en mi relación con mis compañeros y compañeras de oficina, donde trabajo desde hace más de 25 años. Mi oficina se parece mucho a la sociedad y eso me impide aislarme en mi burbuja. Aquí hay gente de todo tipo, de muchas categorías profesionales y de diferentes ideologías. Hace años, la ideología –y el voto– proporcionaba un marco moral del mundo. Es decir, la gente que era votante del PP era conservadora, y votaba a su partido pensando en que este resolvería mejor los problemas comunes. Los votantes de derechas pensaban que eran las empresas las que tenían que autorregularse para combatir el cambio climático o confiaban ciegamente en que la ciencia encontraría una solución al problema. También creían que gracias a las patentes farmacéuticas y la búsqueda del beneficio empresarial, la investigación sería más eficiente y la ciencia más efectiva y rápida. Podíamos rebatir eso, pero había un campo común; queríamos que el cambio climático se solucionase y que la ciencia encontrase remedio y vacunas para todas las enfermedades. Discutíamos mucho de política.
Cuando yo regresé después de 10 años de dedicación a la política institucional, ya no podíamos discutir de casi nada. Se ha roto cualquier relato común de los que sirven para vertebrar una sociedad; se han quebrado los mínimos consensos acerca de lo que es mejor y lo que es peor y de para qué sirve la política. Ya no podemos discutir porque no es que no estemos de acuerdo en cómo solucionar los problemas, que es lo que hasta hace poco era el objeto de la política (y de nuestras conversaciones), es que no reconocemos los mismos problemas, no hablamos ya el mismo lenguaje.
Ahora mismo, mis compañeros que votaban a la derecha (y alguno que votaba a la izquierda) niegan con pasión que exista el cambio climático, todo es una conspiración de fuerzas malévolas; muchos niegan que las vacunas sean efectivas y están convencidos de que la pandemia de covid fue parte de un malvado plan de control total. Unos cuantos seguimos pensando en los problemas que la política tiene que resolver y otros viven pensando que el principal problema es la política y, desde ahí, viven en un mundo de pesadilla lleno de wokes, pederastas, trans y okupas. Ayer mismo, un compañero de derechas al que tenía cierta estima me soltó una teoría que soy incapaz de repetir en la que se unían la gestión de los incendios y Begoña Gómez. No estoy exagerando. Lo que pensábamos locura es ahora realidad. Cualquier cosa puede ser pensada y defendida.
La solución que proponen para todo es acabar con cualquier cosa que suene a política tradicional, a defensa de los derechos humanos o siquiera de la democracia. Son la misma gente con la que discutía hace 25 o 15 años, pero parecen otros. Supongo que en lo profundo de sí mismos piensan que si volvemos a lo que vagamente identifican con el mundo de antes (sin personas LGTBI, sin reivindicaciones igualitarias, sin feminismo, sin ecologismo…) todo volverá a ser cómo era: reconocible, controlable, abordable. Han sustituido la racionalidad política por un batiburrillo de emociones negativas.
Por supuesto que el PP jamás aceptará un pacto de Estado contra el cambio climático, ni contra nada que pueda demostrar que la política es necesaria para abordar cuestiones que chocan directamente contra el sistema neoliberal. Lo que hará la derecha global (de manera más o menos evidente) es negar el cambio climático, negar la ciencia, la educación, la posibilidad de la intervención política. Negará que hay que descarbonizar, que hay que gestionar el urbanismo desde lo público, imponer impuestos a quienes contaminen, reconstruir ecosistemas (ay, el eucalipto gallego), educar ambientalmente, incluso educar en el cambio de dieta (¿recuerdan lo del chuletón?)…
En fin, ¿cómo va a aceptar esta derecha algo que busque poner límites al mercado? La política que quieren hacer es la que invierte el triple en tauromaquia que en prevención de incendios porque a ellos la primera les es mucho más útil para alcanzar el poder que es, en definitiva, lo único que les importa. Y como eso no se puede decir, buscará culpar a otros y, sobre todo, buscará sustituir la verdad o la acción política por la exaltación de diversas emociones, fundamentalmente el odio, el miedo y la ira.
Mucha gente sigue en la antigua pantalla, tratando de razonar y explicar, pero es inútil porque ya no hay nadie al otro lado. Esto es a lo que en realidad nos enfrentamos y creo que aún no sabemos cómo hacerlo.
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Beatriz Gimeno es exdirectora del Instituto de las Mujeres
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