Pasaron los incendios, vamos a publicidad

A veces un artículo que bulle en la cabeza se va retrasando porque las noticias “enormes” de la actualidad lo van arrinconando. También porque una sabe ya lo que se lee y lo que se pasa por encima con cierto gesto de hastío o desinterés. Es, quizá, el caso de este artículo que quería escribir desde que terminó la temporada de incendios. Estos tienen que ver no sólo con el cambio climático (que se ha convertido ya en otro de esos temas que sólo parecen interesar a los ecologistas) sino con el abandono del campo y de sus habitantes.

Hace poco más de un mes se produjo en Madrid otra manifestación de las que los habitantes de esta España vaciada convocan periódicamente. Se han convertido en parte del paisaje, nadie les hace mucho caso porque no son una amenaza inmediata para nadie, para ningún partido, para el orden público, para ningún bien material. Vienen, se manifiestan, ocupan dos líneas en los medios y se vuelven. Pero la desaparición de lo rural es una amenaza para todos y todas, aunque nadie quiere verlo ni ponerle remedio. 

Hemos abandonado lo rural materialmente, pero también lo hemos olvidado. Es como que no existiera. Habitantes de las ciudades, imbuidos de la sensación de invulnerabilidad propia de este capitalismo salvaje e individualista, hemos olvidado que aún dependemos del campo, aunque sea de un campo cada vez más lejano. Lo que comemos, el agua, la electricidad, el esparcimiento, el aire, la posibilidad de refugio en caso de pandemia, el espacio en un mundo hacinado, gran parte de la cultura de un país, de su cohesión social… todo eso sigue dependiendo del campo. Pero no se trata únicamente de esas cosas más o menos materiales, se trata también de derechos: los habitantes de la España vaciada tienen los mismos derechos que los habitantes de las grandes ciudades aun cuando dichos derechos son conculcados sistemáticamente, quizá porque se piensa que esas personas tienen cada vez menos peso electoral.  Ese es un asunto que nadie quiere abordar en serio mientras el país se vacía y se hace más y más dependiente de países que prestan más atención a su mundo rural.

Como diputada fui portavoz en una llamada Comisión de Despoblación y Reto Demográfico, una comisión que me sacaba de quicio. Aquí era más cierto que nunca eso de que si quieres “matar” políticamente un tema haz una Comisión parlamentaria. Tardes y más tardes en las que todo el mundo hablaba del problema y de las soluciones. Pero el problema del campo o de la España vaciada es sencillo de diagnosticar y de solucionar: servicios públicos. No hace falta más, pero eso es lo que nadie quiere atender porque cuesta un dinero que se supone que no tiene retorno. Todos los planes gubernamentales o autonómicos que consisten en dar 500 o 1000 euros a las familias que se instalen allí, e incluso proporcionarles viviendas, no sirven de nada si no hay servicios de ningún tipo. Porque en el campo sobran viviendas, lo que no hay es posibilidad de habitarlas.

La obsesión por el AVE ha dejado sin tren a una parte importante de las ciudades pequeñas y medianas. Me han invitado a dar una charla a Soria y he descubierto que ya no se puede ir en tren. El AVE es un tren para ejecutivos y turistas, pero los ciudadanos tenemos otras necesidades de transporte. En gran parte de Europa los trenes recorren y cohesionan todo el territorio facilitando que los habitantes de ciudades medianas y pequeñas no tengan que emigrar. En España, ahora además, les están quitando también los autobuses. Hace poco he viajado por Aragón y he atravesado varios pueblos llenos de pancartas en las que pedían que no se les retirara la línea de autobuses, único transporte público del que disponen para todo. Nadie lee esas pancartas y a nadie le importa esa reivindicación. El Ministerio de Transportes, del inefable Óscar Puente, tiene muchas preocupaciones pero una de ellas debería ser garantizar que la gente que vive en las zonas rurales pueda desplazarse. Lo mismo vale para los gobiernos autonómicos. Por el contrario, el ministro ha decidido suprimir las paradas que no alcancen un número determinado de pasajeros por año. Pero el transporte, como la sanidad o la educación, no puede depender únicamente de que sea rentable, es un servicio público, es un derecho. Esos pueblos están llenos de gente mayor que, de un día para otro, ya no pueden ir al médico, los niños a la escuela o la gente a otro pueblo mayor. Se quedan aislados, dependientes del coche privado para todo. Puente sabe que esta desatención apenas le va a pasar factura.

No se trata únicamente de esas cosas más o menos materiales, se trata también de derechos: los habitantes de la España vaciada tienen los mismos derechos que los habitantes de las grandes ciudades

Vivir en ciudades pequeñas se ha convertido en un acto heroico. En los pueblos desaparecen los servicios, los médicos, los institutos, los cajeros, los bares, las tiendas… Los pueblos se convierten en lugares que sólo viven, si tienen suerte, del turismo y para los turistas. Sólo hay tiendas de souvenirs, hoteles y restaurantes para gente que está siempre de paso. Pero los pueblos así concebidos se convierten en decorados sin gente y esa visión empobrece el país y supone una amenaza ante el cambio climático, los incendios y la cultura.

Siento decir que ha sido Ayuso la que, por ahora, ha conseguido que haya al menos un cajero en aquellos pueblos que hasta ahora no tenían. Ya es más de lo que han hecho muchos otros (y me duele decir esto).

Las políticas agrarias que se aplican parecen pensadas más para incitar a la gente a que abandone la agricultura o la ganadería que a apoyar dichas formas de vida. Son políticas que apoyan únicamente a las grandes empresas y desasisten a los pequeños o medianos agricultores o ganaderos. Se entiende lo rural como zonas de desecho en las que instalar industrias contaminantes que no se permitirían en lugares con mayor densidad de población. Las administraciones no encuentran problemas en poner macrogranjas de cerdos que contaminen el agua y la tierra o que den malos olores. Las protestas de los afectados, pueblos enteros unánimemente levantados contra estas decisiones, nunca son escuchadas. Esa gente no importa.

Se nos deshace el paisaje, se muere una parte de nuestra cultura; aquella parte que sabía cómo evitar los incendios, esa parte que produce electricidad, agua, comida, aire limpio, que guarda el espacio que quizá necesitaremos más temprano que tarde. Se abandona a millones de personas que pagan impuestos, se las deja sin transportes, sin médicos, ni bancos, ni escuelas.

Y podría dedicar un artículo a hablar de las mujeres rurales, quienes todos los estudios señalan como las encargadas de fijar la población al territorio. Si una mujer se va, se va la familia entera. Soportan discriminaciones históricas, que todavía son legales, como la no propiedad de la tierra que trabajan, y soportan altos niveles de abandono y desatención por parte de los organismos de igualdad y de las administraciones. No hay programas ni apoyos específicos para ellas a pesar de que se sabe que si alguien puede levantar el territorio son ellas.

Hace poco hemos podido ver unos anuncios del Ministerio de la Vivienda que han levantado enormes críticas. Se mostraba a varias personas jubiladas compartiendo piso. Costaba creer que el Ministerio de Vivienda se hubiera hecho un anuncio contra sí mismo. Un anuncio para mostrar la inexistencia de políticas de vivienda efectivas. Se produjo un pequeño escándalo. Pues esos mismos días también salieron unos anuncios del Ministerio de Agricultura que parecían hechos por la misma agencia. En los anuncios, personas muy sonrientes aparecían haciendo, con aparente alegría, cosas “campestres” mientras una voz en off decía: “me quedo en el campo”. Y ya está.  Desde mi experiencia política ya sé que todos los programas, todas las políticas presupuestadas, suelen incorporar un dinero para publicidad que hay que gastar. El problema es cuando hay más dinero para publicidad que para políticas reales. Eso ocurre demasiadas veces. 

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Beatriz Gimeno es exdirectora del Instituto de las Mujeres.

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