Luces Rojas

Las preferentes: ¿un drama en tres actos?

Las preferentes: ¿Un drama en tres actos?

David Ramos

Las preferentes han recibido una gran atención mediática, y sin embargo sigue existiendo mucha confusión sobre sus orígenes, elementos y consecuencias. Este artículo se propone abordar estos aspectos en tres partes, como los actos de una obra teatral. El lector podrá juzgar si la obra es un drama.

1. Había una vez…

Una Ley 19/2003, con una disposición adicional que contenía una palabra curiosa: “Participaciones preferentes”, que vienen a ser algo muy parecido a las acciones. Las empresas se financian con capital o deuda: la deuda se devuelve; el capital, no; la deuda paga interés, haya o no beneficios, el capital paga sólo si hay beneficios. Las acciones ejemplifican el capital: quien las tiene recibe un dividendo y puede votar en la junta general. Las preferentes son como acciones, pero sin voto y, a cambio, pagan un rendimiento fijo (ojo, sólo si hay beneficios). Como son capital, pero tienen también algo de deuda, se conocen como productos “híbridos”. En España, las preferentes se emiten con regularidad desde 1998.

Dos preguntas. Primera, ¿por qué inventar un producto nuevo como las preferentes? ¿No habría sido más fácil usar “acciones sin voto” sin inventarse un producto nuevo? Sí, pero en España, además de bancos, hay cajas de ahorro, una especie de fundaciones que, como no tienen dueño, no pueden emitir acciones (que son títulos de propiedad de la empresa) pero sí preferentes. Y las cajas son importantes protagonistas de esta historia.

Segunda. ¿Para que se regulan en 2003? Porque antes las emisiones se realizaban mediante filiales domiciliadas en paraísos fiscales. En 2003 se trata de convencer a los bancos y cajas de que se traigan las emisiones a España y la ley les da un régimen fiscal ventajoso. Una bonificación fiscal al sector bancario es objetable, pero tan de andar por casa que no justifica el revuelo. Las preferentes inician su andadura de manera poco dramática.

2. Pero un buen día…

Las emisiones de preferentes suben al máximo histórico en 2009. ¿Qué había pasado? La crisis. Dejemos sus orígenes y hablemos de sus efectos. Entidades con solera (sobre todo, cajas) no eran suficientemente solventes. La medida de la solvencia de una entidad es su capital, porque sirve como “colchón”: las pérdidas se “comen” primero el capital y, sólo cuando se lo han comido todo, la entidad es insolvente. Las nuevas reglas doblaban los requisitos de capital, lo que hacía necesaria una gran inyección. La cuestión es de dónde saldría el dinero.

El problema era especialmente acuciante para las cajas, que no podían emitir acciones y, aunque hubieran podido (por ejemplo, transformándose en bancos), no parecía que inversores privados quisiesen invertir en entidades poco solventes. La inversión pública podía compensar la falta de fondos privados, como en Estados Unidos o Gran Bretaña, pero esta opción es muy costosa políticamente, y se descartó por los principales partidos (luego, hubo que dar marcha atrás, en 2011/2012, cuando el mal estaba hecho).

Si los fondos tenían que ser privados y las cajas no podían emitir acciones, ¿qué podían emitir? Preferentes. Y, si los inversores en el mercado (la Bolsa) no las querían, ¿quién las iba a querer? Los propios clientes de la caja. A los clientes parecía convencerles el rendimiento fijo y, sobre todo, hacían menos preguntas que los inversores en Bolsa: compraban a su entidad de confianza.

Aquí viene el problema, porque los productos financieros no se pueden vender de cualquier manera. Las normas (procedentes de la Directiva europea MiFiD) exigen al banco intermediario que facilite al cliente una información veraz sobre lo que va a comprar. Pero la entidad priorizará menos los intereses del cliente si comercializa sus productos y si su solvencia depende de ello.

Con un producto como las preferentes, con un rendimiento fijo del 7%, es fácil cometer el desliz de compararlo con productos de renta fija (bonos, obligaciones, depósitos) y omitir que, más bien, es algo parecido a una acción. Separar los casos amparados por la ley de los que no lo son es difícil, pero necesario.

Por ejemplo, la ley no protege al cliente que oyó “7%” y no quiso oír más. Es la misma persona que, en cenas familiares y de amigos, te da lecciones para sacar mejor partido a tus ahorros siendo más astuto que nadie. Tampoco, aunque resulte duro, protege la ley al inversor que contaba con información suficiente para saber que estaba invirtiendo en el capital de una entidad, decidió hacerlo, y la entidad después devino insolvente. Las empresas prosperan o desaparecen, y eso es un riesgo que todos debemos asumir por más doloroso que resulte que una persona pierda todos sus ahorros.

Pero la ley sí protege al cliente a quien se dijo que estaba adquiriendo un producto “como un depósito” o “como los bonos del Estado o más seguro”, porque es falso. También lo protege si la entidad no informó correctamente de las características del producto.

Claro que esto plantea de inmediato la pregunta de qué es una “información correcta”. Aquí se ha dicho de todo, y hay que distinguir:

No es correcto reclamar que las preferentes eran un producto “de alto riesgo” o “muy complejo” y que esto debería haberse enfatizado. Pensemos en una acción del Banco Santander: sólo si creemos que eso es un producto de alto riesgo o muy complejo podemos decir que una preferente lo es. Sencillez no es lo mismo que familiaridad. Pocos entienden “cómo funciona” una acción, por qué sube o baja, por qué se pagan o no dividendos, pero invertimos en ellas. Una preferente es parecida: paga rendimientos si hay beneficios, y vale “0” si la empresa es insolvente.

Si la ley sólo permitiese comprar productos que entendemos plenamente no podríamos contratar ninguno, tampoco bonos del Estado, ni préstamos hipotecarios. Lo importante es saber que, al comprar una preferente, se invierte en el capital de una entidad, y lo que eso implica. Es importante subrayar que las preferentes no eran un producto más complejo que otros, pero sí menos conocido.

Más complicada es la acusación de que no se informó de que “las preferentes no permitían retirar el dinero en 48 horas”. Si un cliente tiene 20 acciones de Telefónica, y se quiere deshacer de ellas, sólo podrá hacerlo si alguien, en la Bolsa, se las quiere comprar. La pregunta correcta es por qué el cliente pensaba que podía retirar el dinero. Si fue confusión suya, también el problema lo es. Pero si, desde el banco, le indicaron que estaba contratando un depósito, y el cliente asumió que, como en un depósito podía retirar el dinero, el problema es del banco.

3. Y, a partir de entonces…

Todo se desmadró. Un producto poco familiar, comercializado de forma poco transparente, en un país donde hasta hacía poco parecía que contra el dicho popular se daban duros a cuatro pesetas, es una receta segura para el enredo, que hace más difícil separar unos casos de otros y aplicar la ley.

Y, ¿quién aplica la ley? Depende de la pregunta que debamos responder. La pregunta de si se incumplió el deber de informar debidamente a los clientes debe responderla la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV), con inspecciones y sanciones. ¿Lo hizo? No en los años álgidos (2008-2010). ¿Por qué? ¿No había datos que apuntaran el problema? Hombre, algunos datos sí: la comercialización fue masiva por las propias entidades emisoras, y a un precio superior al que justificaban la rentabilidad y riesgo asumidos.

Eso no significa que la CNMV estuviese compinchada con el Banco de España para mirar para otro lado. Pero sí es plausible que, con el sistema bancario al borde del colapso, la CNMV decidiese no ser el aguafiestas que introdujese fricciones en la recapitalización sin tener pruebas concluyentes. Entre ciudadanos e inversores, mucha gente prefería que los inversores pagasen la cuenta de la recapitalización. Razonable, ¿no? Sí, si obviamos el pequeño detalle de que la función de la CNMV es proteger a los inversores, no la solvencia de los bancos.

La pregunta de si hubo un proceso deliberado de desinformación promovido desde las entidades debe responderla la Fiscalía, pero un delito es algo serio y actuar requiere algo más que conjeturas. El proceso se ve dificultado en un país cuyas instituciones son reacias a “tirar de la manta”.

Entonces, ¿dónde se ha abordado el problema? En la jurisdicción civil. El problema es que la pregunta que deben responder los tribunales civiles es si, en el caso concreto, la información defectuosa justifica anular el contrato o pagar daños. Eso sirve para solucionar el caso específico, pero no esclarece el problema general. Además, el procedimiento civil se basa en las pruebas presentadas por las partes. Es lo que diga (y pruebe) una parte, contra lo que diga (y pruebe) la otra. No hay una investigación como tal.

Eso supone que, si fuese cierto que el problema fue sistemático y generalizado, casos con los mismos hechos pueden decidirse de manera diferente en función de las pruebas o, a veces, la intuición de los jueces, que son personas normales, a los que las noticias no les influyen si tienen muchos elementos de prueba, pero que sí pueden verse más condicionados cuando las pruebas son escasas. Todo ello, como se imaginarán, va en detrimento de la calidad de la justicia y del interés público en esclarecer la verdad y asignar responsabilidades.

¿Epílogo o sainete?

La historia de las preferentes tiene mucho drama, pero carece de los elementos de la tragedia con mayúsculas; más que siniestro, es costumbrista, en lugar de acción destaca la omisión y, frente a la mentira, las verdades a medias.

Todo ello casa con la forma en que el Gobierno ha decidido resolver el asunto mediante el Real Decreto Ley 6/2013 que, por sus características, más que epílogo parece un sainete. Su título “de protección a los titulares de determinados productos de ahorro e inversión y otras medidas de carácter financiero” es “ideal” para que el público al que va destinado se entere. Su exposición de motivos usa un lenguaje técnico e inaccesible para el lector medio, no menciona el revuelo social que las preferentes han generado, sólo dice que “resulta necesario hacer un seguimiento de las eventuales reclamaciones de los clientes” y “facilitar su resolución”, sin decir por qué. En sí, centralizar el proceso de reclamaciones no es malo, pero sí lo es improvisar el proceso y no supeditarlo al esclarecimiento de la verdad.

Para aclarar, parece, se crea una “Comisión de seguimiento de instrumentos híbridos de capital y deuda subordinada” (otro nombre intuitivo). Decimos “parece” porque lo más claro que ha concluido la comisión (en su informe de mayo), es que la documentación de las entidades cumplía la normativa (algo que ya sabíamos) y que, si había habido información verbal contradictoria (que era donde estaba el problema) no se podía determinar. Si una comisión nos dice lo que ya sabemos y no esclarece nada más, ¿para qué sirve?

Probablemente para demostrar la alergia de las instituciones españolas a la verdad. ¿Para qué investigar y separar los casos donde hubo y no hubo desinformación? Mejor devolver a todos los clientes una parte de su inversión y seguir tirando, ¿no?

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La transparencia no gusta, pero es fundamental en una democracia. La ciudadanía es más tolerante si es partícipe y, aunque la verdad no sea hermosa, nada es peor que dejar que la imaginación de una ciudadanía cansada de escándalos rellene los huecos: lo negligente parecerá deliberado, y los fallos, conspiraciones. Aparte, la verdad ahorra un sinfín de explicaciones y ayuda a que el sistema se purgue solo. El juez Louis Brandeis, del Tribunal Supremo de EE.UU dijo de la transparencia: “La luz del sol es el mejor desinfectante; y la luz eléctrica el más eficiente de los policías”. Tomemos nota.

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David Ramos Muñoz es profesor de Derecho Mercantil en la Universidad Carlos III de Madrid. Está especializado en Derecho de los Mercados Financieros, así como en Arbitraje y Derecho Mercantil Internacional.

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