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El aplauso de Frankenstein frente a una derecha irredenta

José Antonio Pérez Tapias

El protagonista de la inmortal novela de Mary Shelley no sale de su asombro ante tantas alusiones a él, aunque sea tomando prestado su nombre –de manera abusiva, aunque el doctor Frankenstein no hará cuestión de ello– para descalificar de la manera más sumaria, y por anticipado, el Gobierno del nuevo presidente del ejecutivo español, Pedro Sánchez. La derecha carpetovetónica –merece ese vetusto calificativo dada su vetusta realidad-, rabiosa por la abismática caída que al PP le ha provocado la corrupción que medularmente le afectaba, ha echado mano de la expresión “gobierno Frankenstein” para erosionar lo que el presidente Sánchez pueda proponer desde el momento en que ganó la moción de censura frente al ya expresidente Rajoy con el apoyo de todas las fuerzas políticas del parlamento español, menos el mismo partido de los “populares y el fulgurante, y quizá ya declinante invento, de Ciudadanos. Recurriendo a imágenes acuñadas por otros, pues la indolencia derechista llega a no molestarse en crear una nueva ni siquiera para la crítica, los desplazados del poder por la audaz decisión de Sánchez recordaron de inmediato lo que del proyecto de éste dijo en su momento el socialista Pérez Rubalcaba, encarnación de la veteranía felipista, cuando aquél, siendo secretario general en su anterior vida política –antes de ser defenestrado en tumultuoso comité federal del PSOE que para los anales quedó–, intentaba aglutinar en torno a sí los apoyos parlamentarios que ahora, en un nuevo contexto, ciertamente, ha logrado reunir.

A Pedro Sánchez lo echaron por la ventana y, en este caso, volvió por la puerta, mediando reelección por la militancia como secretario general socialista, para estar en el momento oportuno en que plantear a su vez una inexcusable moción de censura a un presidente de Gobierno instalado en la recalcitrante negativa a asumir la responsabilidad política por la corrupción de su partido, incluso siendo condenada por los jueces y recusada como condenable sin más prórrogas por una ciudadanía indignada. Es verdad que el repuesto secretario general del PSOE se lanzó de nuevo al intento de concitar los apoyos parlamentarios provenientes de un amplio espectro, que abarca desde Unidos Podemos hasta independentistas catalanes, incluyendo otras fuerzas como el PNV y el mismísimo soberanismo vasco representado por Bildu, obteniendo un respaldo suficiente para acabar echando democráticamente a Rajoy y asumiendo él la presidencia del Gobierno. Es historia reciente, sorpresiva e inacabada por lo que a sus consecuencias se refiere. Es precisamente para dibujar en negro tales consecuencias para lo que la derecha se aplica a hablar, con toda la carga de crispación que es capaz de reunir, del Gobierno que puede salir, visto desde la óptica de su resentimiento, de tal amalgama de piezas políticas heteróclitas. El doctor Víctor Frankenstein creó a su monstruo con órganos de cadáveres de humanos hasta que la criatura resultante cobró vida. Fue el producto de un moderno Prometeo, al decir de la misma Mary Shelley, que con su saber y su hacer desafió de nuevo a la divinidad.

¿A quién desafió ahora Pedro Sánchez, a tenor de las destempladas declaraciones de los voceros de la derecha? Está claro que al consolidar, de entrada, una coalición negativa de todos los que estaban contra los desafueros del PP, el candidato Sánchez desafió al poder establecido, a ese poder político al que se le venía pasando por alto una escandalosa corrupción en tanto lo necesitaba el poder económico. Y con Ciudadanos descolocado por su impaciencia electoralista, desde el PSOE se pudo llevar adelante la moción, no sin el elemento desconcertante de un presidente en sus últimas horas que se negaba a dimitir cegado por su arrogancia, acostumbrado a dejar los conflictos en manos de un tiempo que ya no tenía, y con un apego al poder que a la postre es lo que hace que su partido, incluso noqueado, reprima entre sus filas el cuestionarle su negativa a dimitir, que hubiera sido salida transitable para salvaguardar posibilidades de futuro que desdeñó un líder enceguecido. La prepotencia de la derecha española, tan españolista ella que hasta para tapar su estúpida soberbia o encubrir sus más mezquinos intereses se envuelve en la bandera de España, le impide la cura de humildad que exigiría el patriotismo que invocan. En vez de sacar las conclusiones que debiera, esa derecha irredenta clama para reganar lo que piensa que se le ha robado, tratando de justificar su irredentismo con la más descarada manipulación de la unidad de España, y el supuesto interés nacional, en beneficio propio.

Hablemos de Venezuela. Sin gritar

Así, pues, al hablar de “gobierno Frankenstein” resulta que se pone de manifiesto la osadía, como virtud de quien aprovecha la ocasión que la fortuna le brinda para dar el salto al poder que pretende. Caso paradigmático de virtú maquiaveliana haciendo converger necesidad política y ambición personal. El caso es que el resultado no es monstruoso, por mal que les pese a los furibundos críticos externos y a los resquemados aunque ahora silenciosos críticos internos –del propio PSOE–. Es más, despierta tales expectativas que Víctor Frankenstein se suma a los aplausos; de ahí que no le importe ver su nombre utilizado para denominar una operación política de indudable carácter prometeico.

No obstante, la criatura exige cuidados extraordinarios, entre otras cosas por la dificultad que entraña hacerla crecer en el paso de una exitosa coalición negativa a lo que ha de ser fructífero despliegue democrático de compleja acción política. Sabido es que en torno a las propuestas de futuro, y más en medio de crisis de hondo calado, no es fácil mantener los apoyos que convergen sobre lo que no se quiere. Prometeo, personaje mítico que robó el fuego a los dioses –símbolo del poder–, no consigue su meta sin generosidad. La ambición personal, en política, naufraga sin acción colectiva. Quien ha protagonizado la aventura prometeica de echar del Gobierno a quienes se creían en el Olimpo del Estado que patrimonializaban para sí, ahora ha de conjugar su audacia con la prudencia que requiere gobernar con las mayores dosis de aquello que llamábamos “el arte de la política”. Prudencia es lo contrario de temeridad, mas para nada se identifica con una actitud timorata. Se trata del hacer guiado por el buen juicio, máxime cuando se presenta como el propio de un Gobierno monocolor sostenido por un grupo parlamentario en minoría que constantemente va a necesitar reactivar la conjunción de fuerzas que hizo posible su formación.

Lo prometeico prudentemente puesto en ejercicio no puede ser adánico, pues ni siquiera un inédito histórico como el que hemos conocido es punto cero de la historia. Hay que aprender de las experiencias previas, saber compartir protagonismos, consolidar cauces de diálogo, generar nuevas interlocuciones… ¿Cómo, si no, dotarse de la capacidad de resistencia para hacer frente a las presiones de poderes económicos, a las maledicencias que proliferan en el campo mediático y a las maniobras filibusteras de una desesperada oposición política?  Si en algún momento hay que cuidar una política de alianzas es en el tiempo que viene, tanto para reforzar un Gobierno que ha de evitar verse bloqueado, como para acometer medidas imprescindibles en política económica, en urgencias sociales, en defensa de derechos, así como para acertar al consensuar un calendario electoral –compromiso del hoy presidente del Gobierno– que va a fijar el horizonte de las actuaciones posibles. Y puestos a pactar, nada más necesario que lograr aunque sean acuerdos de mínimos de cara a encauzar el conflicto de Cataluña a través de un diálogo franco entre el Govern y el Gobierno del Estado. Es así, conjugando audacia y prudencia, como la responsabilidad dialógicamente asumida por quienes han hecho posible un cambio político que, por más que fuera necesario, era insospechado en cuanto a los términos en que se ha producido, alejará el fantasma supuestamente monstruoso con el que el irredentismo de la derecha se apresta a desestabilizar la política española. Por lo demás, las figuras prometeicas quedan para grandes relatos míticos que la ficción literaria recrea. La historia es mucho más prosaica y en tiempos menos favorables para la épica procuremos, al menos, escribirla con la ética que la dignidad reclama. (Sí, dignidad, eso que algunos no conocen y otros desprecian como políticamente irrelevante).

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