Enseñemos poesía para curar el desasosiego

Albano de Alonso Paz

Este año se ha conmemorado el ochenta aniversario de la muerte de Miguel Hernández, ocurrida en marzo de 1942. Cuando abordamos la obra del poeta oriolano en las aulas, muchas veces los docentes nos referimos a su carácter inclasificable dentro de un grupo poético concreto: se le ha estudiado como representante de la generación del 36, como epígono del 27 o, simplemente, como valuarte de la poesía de la primera posguerra española. De cualquier manera, el que fue uno de los principales escritores españoles de la Guerra Civil, que dejó un rastro imperecedero en la poesía social posterior, simboliza la impronta de lo que este género es: un acto artístico inclasificable, inefable, eterno e imperecedero que jamás puede desgajarse del aprendizaje formal o informal de los jóvenes de ninguna época, por todo lo que les aporta en su proceso madurativo. 

La poesía es ese antídoto pedagógico imprescindible para curar el desasosiego de la convulsa era actual, plagada de discursos de odio, rechazo e incomprensión; nuestra infancia no puede ni debe crecer sin ella en sus escuelas, ya que es una inyección de vida en su patrimonio inmaterial, en su historia (o la intrahistoria, si usamos la voz creada por Miguel de Unamuno). Decía María Zambrano, en Filosofía y poesía (1939), lo siguiente: "La poesía unida a la realidad es la historia. Pero, no es preciso decirlo así, no debiera serlo porque la realidad es poesía al mismo tiempo y al mismo tiempo, historia.” Lírica e historia caminan juntas desde el momento en el que Aristóteles la incluyó, en su Poética, dentro de su tríada de géneros literarios. Nació unida a la lira (de ahí el término), un instrumento que en la antigüedad utilizaba el cantor para acompañar rítmica y melódicamente sus palabras. Mucho tiempo después, la poesía nos sigue escoltando a través de cada rincón de la existencia como aquello que es: una fusión entre el mundo y el yo más íntimo y personal; de ella, siempre podremos decir aquello que ya exclamaba Luis Cernuda en uno de sus poemas de Vivir sin estar viviendo (1944-1949): “sin esperarle, contra el tiempo, / nuevamente ha venido”.

La poesía es ese antídoto pedagógico imprescindible para curar el desasosiego de la convulsa era actual, plagada de discursos de odio, rechazo e incomprensión

Hegel consideraba que la poesía era una reflexión del ser humano sobre sí mismo. Su riqueza didáctica, vinculada no solo a la materia de Lengua sino a muchas otras, es inconmensurable: una fuente de aprendizaje experiencial que debe llevar de la mano a niños y niñas en todo el recorrido de su periplo educativo, hacia una educación cada vez más crítica y también como una forma de buceo en el complejo mundo interior. En ella se entronca de forma transversal el germen de esa educación emocional de la que tanto se habla y que tan necesaria es en un mundo repleto de guerras y violencia: un medio privilegiado para que los más jóvenes se conozcan por dentro con el fin de que, en su futuro, puedan conocer lo que hay fuera.

Pero, en las aulas, poesía y literatura parecen impactar contra el mismo muro con el que chocan en la vida cotidiana: el tiempo que apremia, que atosiga; ese tiempo que fue y es también tema artístico imperecedero, pero que ahora se erige como muro que excluye la creación y el intimismo poético de muchas de nuestras clases. El Barómetro de Hábitos de Lectura y Compra de Libros en España 2021, elaborado por la Federación de Gremios de Editores de España (FGEE), colocaba la falta de tiempo como el principal motivo por el que las personas no se acercan a la lectura. Ese tiempo voraz que en el pasado destruyó las almas de los poetas desplaza ahora muchas veces la recitación, la comprensión y el disfrute de la lírica de los centros escolares, a pesar de su imperiosa necesidad en esta época en la que resuenan más las voces de la crispación que las que cantan a las galerías vitales que conectan las vidas humanas a través de épocas, contextos y movimientos culturales de distinta naturaleza.

El tiempo, sin embargo, debe ser aliado de una educación por y para la poesía, para lo cual debemos intentar, cuando la abordemos, romper la perspectiva historicista que tanto ha maniatado a la educación literaria, también en el aprendizaje de la lírica. A partir de la variedad de soportes, mediante el disfrute de recitales, dejándolos combinar azarosamente los límites de las palabras y la amplitud de los temas, o adentrándonos en las fuentes de interés de nuestros jóvenes: cualquier pretexto es valioso para entender la poesía como ese instrumento social y humanizador del que carecemos en nuestra cotidianeidad y como parte de una experiencia que es fundacional cada vez que se recrea. Una forma de construcción del pensamiento cultural, de plasmación de temas, motivos y sentimientos que permanecen imperecederos y que vinculan a todas las épocas y a todos los rincones del planeta: ese es el valor de la poesía, y lo que convierte a cada ser humano –como dijo Vicente Aleixandre de Miguel Hernández– en alguien “capaz de esa desnudez del alma, de ese pálpito de la sangre a que llega el verdadero poeta.”

También la poesía permite adentrar al alumnado en un mundo distinto, frente a ese horror que nos atenaza y nos asfixia, el mismo que plasmó Lorca en Poeta en Nueva York. Frente a esas muchedumbres anónimas, la poesía no es solo experiencia cultural y social, sino también identidad genuina, creación pura que se nutre de la musicalidad en verso, en prosa o a través de poemas visuales. Dar a entender al estudiante que en ese ámbito de evasión se pueden sentir libres, sin las ataduras de las formas clásicas, es clave para el desarrollo de su personalidad, y ello nos debe empujar a no abandonarla en ningún rincón de nuestras clases. Desde Safo a Elvira Sastre, pasando por Petrarca, Walt Whitman, Alfonsina Storni, Ángel González o Luis García Montero. Y así, un sinfín de voces, unidas en un mismo quehacer vital: enseñar a crear o leer poesía para que nuestros jóvenes puedan gritar abiertamente, en cualquier instante de sus vidas, en las aulas y como cura de su desasosiego, aquello que Gloria Fuertes clamó en uno de sus textos: “hago versos, señores, hago versos”.

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Albano de Alonso Paz es profesor de Lengua Castellana y Literatura y director del IES San Benito (Tenerife, Canarias).

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