La equidistancia

En la política española se ha instalado una peligrosa costumbre: tratar la verdad y la mentira como si fueran dos opiniones respetables que merecen el mismo espacio. A eso se le llama equidistancia, y no es un gesto de pluralismo, sino una forma sofisticada de manipular la realidad y debilitar la democracia.

Silvia Intxaurrondo lo resume con una escena doméstica: miras por la ventana, ves que llueve a cántaros y, aun así, te exigen que presentes como “versión alternativa” a quien dice que no cae ni una gota. Esa imagen retrata el corazón de la equidistancia: poner al mismo nivel un hecho verificable y una negación sin pruebas, como si fueran dos percepciones igual de válidas. El resultado es claro: se empuja a la ciudadanía a sospechar de sus propios ojos y a depender cada vez más del relato de los actores políticos y mediáticos.

En términos políticos, esto significa que un dato contrastado –un resultado electoral, una sentencia judicial, una cifra económica– puede quedar reducido a “una opinión más” frente al relato que le convenga al partido de turno. La discusión ya no gira en torno a qué hacer con los hechos, sino a quién logra imponer su ficción como si fuera realidad.

De la posverdad al tertulianismo

La equidistancia no aparece de la nada: se alimenta de un ecosistema de posverdad, mensajería instantánea y redes sociales donde el bulo viaja más rápido que cualquier desmentido. El salto se completa cuando esa lógica entra por la puerta grande de los platós, las tertulias y las columnas de opinión. Allí, la figura del “tertuliano profesional” se convierte en el intermediario perfecto entre la mentira interesada y su legitimación pública.

Para determinados espacios políticos, la equidistancia es un negocio redondo. No necesitan demostrar nada, solo colar su versión en el mismo plano que la realidad

El mecanismo es sencillo: se sienta a alguien que niega una evidencia al lado de quien la defiende con datos, y se presenta el conjunto como “debate abierto”. El espectador recibe el mensaje de que la verdad está en un punto medio inexistente entre la realidad y su negación, como si la honestidad consistiera en recortar un poco a cada lado.

La falsa neutralidad como coartada

La coartada favorita de este juego es la neutralidad. Quien se limita a constatar los hechos es acusado de “posicionarse” o de “militar”, mientras se aplaude como objetivo al que reparte el tiempo y la credibilidad al 50% entre la evidencia y el bulo. Así, el periodismo deja de ser un oficio de verificación y se transforma en una coreografía de equilibrios artificiales que solo beneficia a quien necesita sembrar dudas para sobrevivir políticamente.

Intxaurrondo apunta precisamente a ese punto incómodo: informar es decir que está lloviendo cuando llueve, aunque a un líder político no le guste mojarse. Convertir al periodista en un notario de relatos, y no de hechos, es la manera más eficaz de domesticar los medios sin necesidad de censura explícita.

La rentabilidad política de la duda

Para determinados espacios políticos, la equidistancia es un negocio redondo. No necesitan demostrar nada, solo colar su versión en el mismo plano que la realidad. El objetivo no es convencer de que no llueve, sino lograr que una parte suficiente de la sociedad piense que “nadie sabe muy bien qué está pasando” o que “todos mienten por igual”.

Cuando esa sensación se consolida, la ventaja es doble: se desactiva la responsabilidad política –si todos son iguales, nadie responde de nada– y se abre la puerta a discursos cada vez más extremos, amparados en la idea de que representan simplemente “otra mirada”. Lo que antes se consideraba una barbaridad pasa a ser una opción más en el menú, y cuestionarla se presenta como intolerancia o censura.

Equidistancia y blanqueo del extremismo

Ahí aparece el lado más oscuro de la equidistancia: su capacidad para blanquear discursos autoritarios, xenófobos o abiertamente antidemocráticos. Cuando se coloca en pie de igualdad a quienes defienden el marco constitucional y a quienes lo dinamitan, se envía el mensaje de que ambos proyectos tienen la misma legitimidad democrática. La frontera entre discrepancia legítima y ataque frontal a los derechos se diluye en nombre de un supuesto equilibrio.

En España lo hemos visto en debates donde se oponen políticas públicas respaldadas por mayorías parlamentarias y relatos conspirativos que las tildan de “golpe” o “dictadura”, sin ninguna prueba. Si el periodismo se limita a reproducir ambas cosas como si fueran simétricas, el extremismo gana un altavoz que no podría conquistar solo por su contenido, sino gracias al marco equidistante que otros le regalan.

El periodismo entre la presión y la responsabilidad

Las reacciones contra profesionales como Intxaurrondo muestran hasta qué punto resulta incómodo que alguien rompa ese juego y diga abiertamente que no todo vale. Cada vez que un periodista desmonta un bulo en directo y obliga a un dirigente a confrontar los hechos, se desatan campañas de presión, vetos o ataques personales que buscan lanzar un aviso al resto de la profesión.

Detrás de esos ataques late una idea muy concreta de qué periodismo se desea: uno dócil, dispuesto a empaquetar como “polémica” lo que en realidad es una vulneración de derechos, una mentira demostrable o un señuelo para desviar la atención. Exigir datos, pedir pruebas o recordar el contexto es presentado entonces como sectarismo, cuando en realidad es la mínima ética profesional.

Cuando los hechos dejan de importar, ganan peso el grito, el espectáculo y la capacidad de escándalo. No importa quién tenga razón, sino quién consigue dominar el ciclo mediático del día con su última provocación.

Democracia sin suelo firme

La equidistancia tiene un efecto corrosivo sobre la vida democrática: deshace el suelo común de hechos sobre el que debería construirse cualquier desacuerdo legítimo. Si todo se reduce a relato, ya no se discuten soluciones a problemas reales, sino narrativas identitarias que chocan sin posibilidad de contraste. En ese terreno, la política se parece más a una guerra cultural permanente que a un espacio de deliberación.

Cuando los hechos dejan de importar, ganan peso el grito, el espectáculo y la capacidad de escándalo. No importa quién tenga razón, sino quién consigue dominar el ciclo mediático del día con su última provocación. La ciudadanía, saturada, se refugia en el cinismo: “todos mienten”, “todos son iguales”, “nada se puede comprobar del todo”. Y ahí la democracia pierde algo más profundo que un voto: pierde confianza.

Romper la comodidad del “todos iguales”

Por eso, el debate sobre equidistancia no va solo de periodismo, sino de qué tipo de ciudadanía se quiere. Un público acostumbrado a que le traten como adulto no necesita que le fabriquen puntos medios artificiales, sino que le ofrezcan hechos contrastados y argumentos claros, aunque sean incómodos. La comodidad del “todos son iguales” funciona como anestesia moral y política que permite mirar hacia otro lado mientras la realidad se degrada.

Tomar partido por los hechos no convierte a nadie en activista, sino en demócrata mínimo. Significa reconocer que la pluralidad no consiste en igualar la verdad y la mentira, sino en discutir, desde un suelo compartido, qué hacer con lo que sí está pasando. La equidistancia, tal y como la denuncia Intxaurrondo, no es una posición prudente, sino una renuncia disfrazada de virtud. Y en política, cada renuncia a la verdad acaba siendo una concesión al poder que más la necesita.

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José González Arenas es secretario de medio ambiente del PSOE de Córdoba.

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