"Mi jefe", Pedro Sánchez

David Acosta

Cada verano vuelvo al pueblo con la intención de desconectar de la política, de las redes, del  ruido. Pero es imposible. Como politólogo –y militante del PSOE– es inevitable que amigos, conocidos y familiares se acerquen con preguntas, quejas o comentarios típicos. Y lo hacen con  naturalidad, con confianza, como si esperaran que uno lo supiera todo o pudiera dar respuestas  definitivas a preguntas complejas. Sin embargo, lo que comienza como una conversación informal,  se transforma en un terreno pantanoso, tóxico e incómodo. 

En este contexto surgen dudas que atraviesan mi día a día: ¿Puede un científico social que aspira a analizar de forma imparcial el comportamiento humano ser también un sujeto comprometido  políticamente? ¿Se puede estudiar lo político desde dentro, sin renunciar a la objetividad y al rigor  crítico? Es el dilema clásico de todas las ciencias sociales, sin embargo no tiene por qué  resolverse con renuncias. Para mí, ambas identidades, la de militante socialista y la de politólogo, conviven con naturalidad, aunque no siempre sin tensiones. 

Así pues, durante estas conversaciones estivales, aparecen frases que reflejan determinadas  formas de encauzar lo político por el ciudadano común. Estos estereotipos muchas veces  representan lo contradictorio que nos rodea: 

• "Yo soy apolítico, pero..." 

• "Tú deberías estar en política." 

• "Todos los políticos son unos corruptos". 

• "No sirves para político, eres demasiado tibio." 

• "La teoría está muy bien, pero la realidad funciona de otra forma". 

Estas expresiones revelan una mezcla de frustración y desconfianza en la clase política (generalmente de izquierdas), frente a cierta aprobación de la búsqueda de bienestar personal de  determinados perfiles si éstos tienen alguna cercanía amistosa o familiar. Contradicciones del discurso coloquial antipolítico.  

Lo más llamativo es cómo, al saberse que soy socialista, muchas personas (algunas con perfiles  típicos de clase trabajadora) me lanzan críticas en tono sarcástico (rozando el insulto), para  intentar marcar distancia incitando una respuesta agresiva: 

• “Menudo presidente tienes…” 

• “Es que tu jefe, Pedro Sánchez…” 

Ese “tu jefe” no es inocente. No es solo una forma de referirse al presidente del Gobierno, es una forma de señalarme, de identificarme, de marcarme como parte de una supuesta estructura jerárquica que se percibe como distante, interesada o incluso sectaria. Como si ser militante del  PSOE fuera motivo de sospecha o burla. Esa atribución personal no busca el diálogo, sino reducir  cualquier matiz democrático a una lógica binaria: o estás con ellos o estás contra ellos. 

Este clima se alimenta de peligrosos mensajes cada vez más presentes, muchos de ellos influenciados por discursos típicos de la derecha (desde la clásica a la más extrema): (1) La vinculación de inmigración con delincuencia , (2) la deslegitimación de los socios de gobierno como radicales, (3) el desprecio hacia todo pluralismo territorial y (4) el supuesto fracaso de la  diversidad ideológica/parlamentaria.  

Son ideas que se expanden con rapidez gracias a mensajes breves y virales en redes sociales, que no informan, no aportan datos contrastados; se alimentan gracias a las emociones como el  odio y los prejuicios hacia una supuesta generación política ineficiente...

Frente al auge del mensaje ultra no hay que lamentarse con la queja. Hay que responder. Y la respuesta debe pasar por reivindicar la democracia, la diversidad y el valor de lo público

La política institucional, en este contexto, parece desconectada. Se acusa a “los políticos” (de  izquierda o que apoyan al gobierno progresista) de ser parte de una casta privilegiada, sin distinción de colores. Se exige en paralelo que alguien “lo cambie todo”, incluso a costa del propio  sistema democrático. Y esa idea cala. No porque falten políticas públicas que mejoren la vida de  la gente que más sufre la desigualdad (por poner un ejemplo), sino porque no siempre las  instituciones han sabido trasladarlas, defenderlas o darles valor público. 

Esto lleva a una pregunta urgente: ¿Cómo hemos llegado a que defender lo público, lo común, lo democrático, se perciba como una característica anticuada o incluso sospechosa? ¿Qué  responsabilidad tienen los partidos tradicionales? ¿Y los emergentes? ¿O los medios? 

A menudo, cuando intento contestar desde la razón, los datos o la experiencia este tipo de  discurso del odio, me encuentro con reacciones de desdén o cinismo. Como si cualquier intento de explicar que la política no se puede resumir en una respuesta de 10 palabras o un minuto fuera  algo ingenuo. Sin embargo, estoy convencido de que la política sí puede ser cercana, comprensible y útil. Que la militancia, lejos de ser un lastre, es una forma legítima, natural y  necesaria de compromiso por el bienestar de la sociedad. La política no es incompatible con la reflexión crítica. 

Por eso, frente al auge del mensaje ultra no hay que lamentarse con la queja. Hay que responder. Y la respuesta debe pasar por reivindicar la democracia, la diversidad y el valor de lo público. Pero también pasa por escuchar, por analizar, por entender qué está diciendo la gente, incluso cuando nos incomoda. Comprender para volver a conectar.  

Si no lo hacemos, no entenderemos por qué surgen este tipo de ideologías ultras, por qué cada vez tienen más apoyo electoral partidos como Vox y Se Acabó la Fiesta. 

Simplificando demasiado, así podremos armarnos para defender nuestro sistema de valores, que hoy está amenazado por aquellos que en verdad desean destruir la democracia sustituyéndola por un totalitarismo autárquico donde solo tendrá voz la derecha más radical y populista.

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David Acosta es Licenciado en Ciencias Políticas de la UGR.

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