Putin rompe la baraja

José Enrique de Ayala

A pesar de todos los esfuerzos diplomáticos de las últimas semanas, incluidos los llevados a cabo por el presidente francés, Emmanuel Macron, y el canciller alemán, Olaf Scholz; a pesar de las reiteradas declaraciones del presidente ruso, Vladimir Putin, de que no tenía intención de agredir —y mucho menos de invadir— Ucrania; a pesar de las amenazas de sanciones “devastadoras” y “sin precedentes”, en la madrugada del día 24 de febrero las fuerzas armadas rusas lanzaron lo que Putin calificó de “operación militar especial”, un ataque masivo y generalizado a  todas las instalaciones militares ucranianas, incluyendo aeródromos y centros de comunicaciones, que han causado también —como era de esperar— víctimas civiles, seguidas de incursiones terrestres en varios puntos del país, en lo que se ha convertido en la mayor vulneración de la soberanía de un país europeo, y de la legalidad internacional, desde las guerras de la antigua Yugoslavia.

Dos días antes, el 22, Moscú había reconocido la independencia de las autoproclamadas repúblicas populares de Donetsk (RPD) y Luhansk (RPL), que se habían rebelado contra la autoridad de Kiev a raíz de la revolución –o golpe de estado– de Maidan en 2014. Hasta ahora, Moscú había respaldado el cumplimiento de los acuerdos de Minsk II, firmados en febrero de 2015 por Alemania, Francia, Rusia y Ucrania –cuarteto de Normandía– para poner fin a este conflicto. Minsk II contemplaba el retorno de los territorios secesionistas bajo el control de Kiev, con unas condiciones que incluían la reforma de la constitución ucraniana para concederles autonomía, una amnistía y la llegada de ayuda humanitaria, amén de un alto el fuego y el establecimiento de zonas de exclusión para armas pesadas. Ninguna de las partes cumplió los acuerdos. Moscú ha culpado a Kiev del fracaso por no querer tratar con los rebeldes ni poner en marcha los mecanismos legales acordados, lo que es cierto porque en Ucrania ha habido una fuerte oposición nacionalista a aceptar y cumplir lo que se acordó en Minsk, especialmente la reforma constitucional.

No obstante, los acuerdos estaban vivos todavía. El cuarteto de Normandía volvió a reunirse en enero y febrero, después de tres años de no hacerlo, y tenía otra reunión prevista en marzo, para impulsar el cumplimiento de Minsk II. El reconocimiento de la RPD y la RPL por Putin dio una patada a la mesa e invalidó para siempre estos acuerdos, que eran la única vía para preservar la paz. El dirigente ruso dice ahora que Kiev jamás cumpliría los acuerdos de Minsk, y que su agresión a Ucrania es la única forma de evitar el genocidio de los habitantes de estos territorios. Esto último es propaganda de guerra y además muy poco sutil, ya que la mera presencia militar oficial de Rusia en estados que ahora considera soberanos habría disuadido a Kiev de atacarlos. Y en ningún caso hubiera sido necesario un ataque en todo el territorio ucraniano, como el que ha lanzado, para defenderlos. 

Putin quiere algo más. Probablemente no comerse toda Ucrania, que es un bocado muy grande y difícil de tragar, pero sí crear las condiciones para que otros territorios de mayoría rusófona se unan a la RPD y la RPL en su rechazo al gobierno de Kiev, empezando por el resto de las provincias de Donetsk y Luhansk, de las que las repúblicas secesionistas solo controlan una tercera parte, e incluyendo, si es posible, todos los territorios al este del río Dnieper y alguno al oeste, como Odessa, sin que el gobierno de Ucrania tenga la capacidad de impedirlo, como hizo en 2014 en algunas de estas zonas. Esto permitiría a Rusia anexionarlos, o alternativamente crear con todos ellos un estado tapón en Ucrania oriental que lo aislara de la OTAN en caso de que el resto de Ucrania ingresara finalmente en la Alianza; es decir, partir a Ucrania en dos y quedarse con una mitad.

Aún mejor sería para el Kremlin poder cambiar el gobierno de Kiev por otro afín a Rusia, eso resolvería todos sus problemas, y permitiría recrear junto con Bielorrusia la gran nación eslava con la que sueña Putin. Pero ese gobierno duraría lo que durase la ocupación rusa. A pesar de que el presidente ruso ha escrito y dicho reiteradamente que Ucrania es Rusia y que el estado ucraniano es una creación artificial de la era soviética, lo cierto es que hay una mayoría de ucranianos –casi todos al oeste del Dnieper y algunos al este– que no quieren saber nada de Rusia y miran hacia occidente como su único horizonte. Una ocupación hostil sería una carga excesiva para una Rusia en declive demográfico cuyo PIB es menor que el de Italia, en un país más extenso que España, y no podría mantenerla mucho tiempo.

Por eso no es probable que Rusia quiera llevar a término una invasión completa de Ucrania, le basta con dominarla militarmente para intentar que los propios ucranianos se decidan a perder libertad para vivir en paz, y cambien por su propia voluntad el actual gobierno por uno prorruso, o si eso no sucede, que el gobierno que tengan permita la secesión de las provincias orientales, que quedarían integradas en Rusia o, al menos, bajo su influencia. Aunque nada se puede excluir a estas alturas, ni que Rusia ocupe toda Ucrania ni que sitúe en Kiev un gobierno títere elegido por Moscú, pero ninguna de ambas acciones sería muy provechosa, como hemos dicho, para los intereses rusos.

Putin ha contado en sus cálculos con la declarada renuncia de los países occidentales a defender militarmente a Ucrania. Nadie quiere enfrentarse al oso ruso y su potencia nuclear

Además, con esta acción militar Putin marca territorio, lanza el mensaje de que Rusia ha vuelto y que hay que tenerla en cuenta. Que los tiempos de la debilidad rusa y la expansión sin límites de la OTAN han acabado. Por supuesto, se enfrenta a sanciones que pueden llegar a ser muy graves para su economía, pero no parece que sean suficientes para disuadirle, porque conocía su alcance y la determinación de los países occidentales para aplicarlas, y eso no ha frenado su iniciativa militar. Sabe que las sanciones, especialmente las energéticas, van a hacer también mucho daño a Europa, que es muy difícil desatar el nudo financiero con Rusia, y cuenta con el apoyo de China tanto en términos financieros como de cliente para sus hidrocarburos. Además, dispone de importantes reservas de oro y divisas que le permitirán aguantar bastante tiempo las limitaciones comerciales o económicas que le sean impuestas.

Putin ha contado en sus cálculos con la declarada renuncia de los países occidentales a defender militarmente a Ucrania. Nadie quiere enfrentarse al oso ruso y su potencia nuclear. Ucrania se ha quedado sola y es la víctima directa de una operación absolutamente ilegal e ilegítima que recuerda a la que Rusia llevó a cabo en Georgia en 2008, o también —con algunos matices importantes— la que llevó a cabo la OTAN en Serbia en 1999 para defender a Kosovo, cuya independencia unilateral se apresuraron a reconocer muchos de los que ahora se rasgan las vestiduras por el reconocimiento de la RPD y la RPL.

En todo caso, no se puede permitir que impere entre naciones la ley de la selva en el siglo XXI. La UE no puede disuadir militarmente a Rusia, y EEUU no va a hacerlo. Pero la UE sí debe mostrar firmeza y unidad para ser drástica en la aplicación de sanciones —aunque tenga también que asumir sus efectos— hasta llegar al máximo rigor, incluyendo la ruptura de relaciones diplomáticas, comerciales y financieras, e incluso, si fuera necesario, el bloqueo económico. La tibieza solo puede envalentonar al agresor. Además, se puede hacer un gran esfuerzo –ahora y en el futuro– de ayuda humanitaria y apoyo económico a Ucrania que le permita mantener su independencia. En cuanto a Rusia, debe saber que si pretende una nueva arquitectura de seguridad en Europa que tenga también en cuenta sus intereses, como ha venido pidiendo reiteradamente, una agresión militar no es la mejor forma de conseguirlo, y que si no respeta la soberanía y la integridad de sus vecinos se va a encontrar siempre enfrente a la Unión Europea que, con todas sus limitaciones y defectos, puede ser a largo plazo un adversario muy difícil de superar.

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José Enrique de Ayala es analista de la Fundación Alternativas

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