Plaza Pública

La tercera República española y la izquierda

Ricardo García Manrique

Los repúblicanos españoles estamos de enhorabuena. Después de dos intentos que se frustraron muy pronto, a la tercera parece que ha ido la vencida, y la República española está a punto de cumplir cuarenta años con una salud que no es del todo mala. Que el nombre de nuestra república sea Reino de España sólo puede resultar paradójico para quien lo ignore todo de la historia constitucional, que nos enseña cómo algunas comunidades políticas (por lo menos, la británica, la sueca, la noruega, la holandesa y la belga), a la hora de erigirse en repúblicas, decidieron mantener el viejo nombre de reinos. En todo caso, esto no ha de importar mucho a nadie, porque lo relevante en todos los ámbitos de la vida es la cosa y no la palabra, como bien lo sabía Julieta Capuleto, y nosotros la cosa república la tenemos, como ella podría tener a Romeo aunque no se llamara Montesco (o precisamente por no llamarse así).

Una república, por si hay que recordarlo, no es otra cosa que una comunidad de ciudadanos, esto es, una comunidad de individuos igualmente libres que se rigen por las leyes que se dan a sí mismos (de ordinario a través de sus representantes) y que no reconocen autoridad superior a la que constituye la suma de todos ellos, expresada por la ley. Una república contemporánea, además, asegura ciertos derechos fundamentales a todos los ciudadanos, unos derechos que están a salvo incluso de la ley ordinaria, pero porque han sido establecidos por la ley extraordinaria, o ley de leyes: una ley (la Constitución) que tiene la legitimidad máxima, puesto que ha sido aprobada directamente por los ciudadanos (en referéndum).

Siendo así, bien cabe afirmar que los españoles constituimos una república, como la constituyen esos otros ciudadanos (que no súbditos) de esos otros reinos europeos. Desde luego, se trata de una república muy imperfecta, pero como lo son todas, puesto que el de república, como todos los conceptos políticos, contiene un elemento ideal o aspiracional irreductible. Pero, también desde luego, se trata de una república que se acerca al ideal mucho más que nuestro primer y segundo intentos, puesto que el grado de libertad igualitaria de los ciudadanos españoles de hoy (expresado por la eficacia de sus derechos civiles, políticos y sociales) es muy superior al de 1873-74 o 1931-39, como lo es también la vigencia del imperio de la ley.

Bien, pero… tenemos un rey. ¿No es esta la mejor prueba de que no somos una república? Pues no, porque no es cierto que tengamos un rey de verdad. Un rey de verdad, el que es incompatible con una república, es un señor que ostenta el supremo poder político de una comunidad, pero en España ese poder no lo ostenta Felipe VI, sino los ciudadanos. Quien ve un rey genuino en Felipe VI incurre en el mismo vicio nominalista que quien no ve una república en España: cree que el nombre hace a la cosa. Tal como grita Olmo Dalcò/Depardieu en la escena final de Novecento, “el patrón ha muerto”, luego no es necesario matar al sujeto Alfredo Berlingheri/De Niro, porque ya no es el patrón, sino sólo un ciudadano más. El patrón ya no es el patrón, y el rey ya no es el rey, aunque mantenga su nombre.

No tenemos pues un rey de verdad, sino más bien un símbolo de la unidad e integridad de la república. Por supuesto, mejor sería que ese símbolo no tuviera el nombre de rey; sobre todo, mejor sería que ese símbolo fuera elegido por todos y no meramente nombrado por “ser hijo de alguien”. Porque en una república, igualitaria por definición, “ser hijo de alguien” no puede constituir mérito alguno, y en este sentido la magistratura que hoy desempeña Felipe VI resulta anacrónica e injusta, y transmite el mensaje de que el privilegio todavía tiene un espacio legítimo en nuestra vida común. Sin embargo, la política es una práctica compleja que ha de tener en cuenta factores múltiples, y bien pudiera ser que, en 1978 e incluso todavía hoy, la estabilidad o la salud de la república pase por mantener el nombre de monarquía (constitucional). Se trata, pues, de una cuestión estratégica que no cabe analizar aquí, pero que no puede empañar el hecho esencial de que España es una república, por muy coronada que se nos presente.

Por todo esto, sorprende la insistencia de cierta izquierda española en proponer “la abolición de la monarquía” y la instauración en su lugar de una “república”, cuando hace ya tanto tiempo que vivimos en una. Sorprende, por una parte, la insistencia en una causa que ha de ser considerada menor por contraste con otras causas típicamente republicanas (y de izquierdas) como son la del imperio de la ley y la de la igualdad de los derechos de todos, que no andan precisamente sobradas de apoyo y que tienen una relevancia muy superior a la del nombre que haya de recibir nuestra república y a la de quién haya de simbolizarla.

Pero no es sólo eso, sino que además esa insistencia puede ser contraproducente, puesto que, queriendo más república, acaso obtengamos menos de la que tenemos. En efecto, en tiempos como los actuales, cuando la integridad de la república está en relativo peligro, cuestionar al que, nos guste o no, es su símbolo, puede interpretarse como un ataque a la propia integridad republicana o, por lo menos, puede contribuir a debilitarla. Entiéndase bien que me refiero al rechazo o reprobación de la institución de la monarquía constitucional por sí misma, y no a la censura que el monarca pueda merecer por su conducta (sea la de traficar con influencias, cazar elefantes o incluso pronunciar un mal discurso), una censura que ha de ser libre y que fortalece a la propia institución. Más arriesgado aún es cuestionar la validez general de nuestro régimen político porque se llame monarquía, y creer en consecuencia que el cambio del nombre puede acarrear la mejora de la cosa. Y tampoco ayuda mucho a nuestra república sostener que la defensa de la monarquía constitucional es incompatible con la defensa de la libertad, la igualdad o la fraternidad. Así, al asumir estas posiciones que bien cabe calificar de pueriles, esa izquierda no sólo pecaría venialmente de cosmética (por preocuparse tanto por el nombre de la cosa), sino mortalmente de reaccionaria (por poner en peligro la cosa en sí).

'La izquierda es la libertad'

'La izquierda es la libertad'

Frente al comprensible pero acaso inoportuno empeño en pro de la abolición de la monarquía, los republicanos españoles tienen hoy mejores causas por las que luchar. Por lo menos, las dos que he mencionado: el imperio de la ley y la igualdad de derechos, amenazados por quienes desprecian tanto el uno como la otra, que son muchos: los poderes económicos desembridados que imponen su interés particular sobre el general, las élites corruptas de los grandes partidos que ocupan las instituciones y desvirtúan sus fines, los nostálgicos del patriarcado que dificultan el progreso de la igualdad sexual y, en fin, los partidarios de naciones imaginarias que ponen en peligro la supervivencia de la única nación realmente republicana: la que componen todos los ciudadanos unidos bajo una misma ley y apoderados con los mismos derechos.

De entre todas esas amenazas, la última es la que esa misma izquierda española ignora imprudente, quizá todavía presa de ese complejo de española inferioridad, tan propio de las generaciones que padecieron el franquismo como inexplicable tras cuarenta años de democracia. Una imprudencia que es temeraria, porque hoy el gran adversario de nuestra república no es el rey constitucional que la simboliza sino el nacionalismo identitario que niega sus presupuestos, sus instituciones y sus valores. _______

Ricardo García Manrique es profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad de Barcelona

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