Entrevista

Pablo Batalla, historiador: "Hay en marcha una insurrección contra todas las conquistas de la izquierda"

Pablo Batalla muestra su reciente ensayo 'Los nuevos odres del nacionalismo español'.

Los escritores María Elvira Roca Barea, Iván Vélez y Pedro Insua. El filósofo Gustavo Bueno. El pintor –de batallas heroicas– Augusto Ferrer-Dalmau. Las teleseries Hispania, El Ministerio del Tiempo e Isabel. El furor por Blas de Lezo, por el pasado imperial español y hasta por la Santa Inquisición. Unos acordes de C. Tangana. El anuncio de Campofrío. La Plaza de Colón. El gol de Iniesta. Todo esto cabe en Los nuevos odres del nacionalismo español (Trea, 2021), un ensayo tan inclasificable como ambicioso, medido palabra por palabra y escrito con vocación de estilo, reflexionado hasta el tuétano de cada ejemplo, referencia y acontecimiento, en el que el historiador Pablo Batalla Cueto (Gijón, 1987) se afana a lo largo de más de 370 páginas en desentrañar lo que a su juicio es el boom de una nueva fiebre rojigualda que crece y crece sin visos de remitir.

La tesis que recorre el libro es que España experimenta un rearme del nacionalismo, nutrido de referentes que van desde el latiguillo cuñado y populachero –"soy español, ¿a qué quieres que te gane?"– hasta un revisionismo histórico erudito con vocación de best seller. En el fenómeno se han conjugado una ola nacionalpopulista de escala mundial, el despertar de un españolismo que espabiló a mediados de los 90 y se puso frenético con la bofetada del procés, los intereses políticos de los polarizadores, el afán de negocio de editores y programadores de televisión que han visto el filón, el martilleo del lenguaje bélico del periodismo deportivo de bufanda... Y algo más: la permeabilidad de una "izquierda conservadora" que, a juicio de Batalla, manipula las ideas básicas de Gramsci y emponzoña el debate en la esfera progresista. De todo ello escribe Batalla, periodista y corrector de estilo, colaborador de medios como La Voz de Asturias, La Soga, Nortes y La U, además de director de A Quemarropa, el periódico de la Semana Negra de Gijón.

PREGUNTA: ¿Vivimos un pico nacionalista?

RESPUESTA: En mi opinión, sí. No sucede sólo en España, sino en todo el mundo. Hay un auge de las derechas nacionalistas, y también de cierta izquierda nacionalista. En España, el resto de Europa y el mundo entero, de Estados Unidos a la India. Y afecta a países con una relación tan tormentosa con su pasado como España, caso de Alemania. Si aquí la válvula de salida fue la Eurocopa de 2008 y el Mundial de 2010, en Alemania fue el Mundial de 2006, que llenó las calles de banderas de un modo que sorprendió a los analistas. En contra de lo que solemos pensar, no somos un país especial.

P: ¿Por qué le da tanta importancia al detonante futbolístico?

R: Es un momento desde el que iniciar el relato. En 2010 hubo una repentina excitación patriótica que nos atravesó a casi todos. Por supuesto, tiene raíces anteriores, por ejemplo en la renacionalización emprendida por el Gobierno de Aznar.

P: En 2010, hubo muchas interpretaciones optimistas de aquella eclosión rojigualda. Se decía que se había producido una despatrimonialización popular de la bandera. ¿El tiempo ha demostrado que fue una interpretación errónea?

R: Posiblemente en 2010 hubo una oportunidad para esa resignificación de la bandera, asociándola a la euforia del fútbol. Pero entonces estalló el procés, que lo desbarajusta todo. Las banderas para celebrar el Mundial se cuelgan en los mismos balcones el 1 de octubre. El grito del “a por ellos" pasa a dirigirse a los antidisturbios. Esa tenue despatrimoninalización de la bandera es cancelada por las iras que despierta el procés.

P: ¿Puede darse un fenómeno similar entre el Barça de los grandes éxitos, de Messi y Guardiola, y el auge nacionalista en Cataluña?

R: Puede ser. Ya dijo Vázquez Montalbán que el Barça era el ejército desarmado de Cataluña. Yo comparo el fútbol con el tlachtli, un juego ritual precolombino, antecesor del fútbol. Los aztecas lo jugaban en un recinto sagrado y en aquellos partidos veían una dimensión oracular, que reflejaba el estado de ánimo de los dioses. Nosotros, en el fútbol, vemos algo así. Históricamente, nuestra forma de narrar la Selección fue lo que Alejandro Quiroga llama "narrativa de la furia y el fracaso". España, por un lado, practicaba un juego aguerrido, pasional, vertical, poco sofisticado, y por otro siempre pasaba algo que arruinaba el triunfo: un penalti mal tirado, una injusticia arbitral, un error tonto... Y esa narrativa trascendía al fútbol para convertirse en un relato sobre la propia España, un país con grandes complejos de inferioridad. La victoria de 2010, además con un juego elaborado, rompe ese hechizo. Algo parecido ha ocurrido en Cataluña, donde el nacionalismo también ha instrumentalizado al Barça.

P: El fútbol como vehículo de construcción de la idea nacional.

R: Lo dijo [el historiador Eric] Hobsbawm: la idea nacional es más fácilmente comprensible si la reducimos a 11 tipos de los que sabemos los nombres. La cobertura posterior a la victoria de 2010 convirtió en platós los pueblos de los jugadores, como Tuilla [Villa], Camas [Sergio Ramos], Arguineguín [Silva], Fuentealbilla [Iniesta]... Y si algún jugador no era de un pueblo, como Casillas, que es de Móstoles, se le buscaba –Navalacruz, en Ávila–, reforzando esa narrativa de los once aldeanos de todos los rincones del país que se unen en una gesta de alcance universal, un arquetipo mitológico que la narrativa nacionalista ha explotado siempre.

P: Usted es escéptico sobre la posibilidad de resignificar la bandera. ¿Por qué?

R: Es un debate interesante sobre el papel. Pero... desconfío. Hay que tener en cuenta que la bandera ya fue resignificada por la derecha.

P: ¿Cuándo?

R: Hasta finales de los 90, la mayor parte de la sociedad se identifica bien con la rojigualda, bien con esa idea de "nada de banderas", un poco como en Alemania. Ahí sí hubo una despatrimonialización. Los únicos que rechazaban la bandera eran los nacionalismos alternativos y la extrema derecha. Recordemos que los que más tardaron en retirar la bandera con el escudo imperial fueron los cuarteles militares y de la Guardia Civil. Pero luego Aznar emprende esa renacionalización que coincide con una sensibilidad social proclive: se está agotando la percepción comprensiva de la diversidad española y el Estado autonómico. Además, hay un relevo generacional que provoca que la izquierda sí reivindique la bandera tricolor y el pasado republicano, a través de la memoria histórica. Eso polariza. La derecha se aferra entonces a la rojigualda. Hoy habría que resignificar una resignificación.

P: Su ensayo sigue la evolución contemporánea del nacionalismo español a través de las narraciones literarias, artísticas, televisivas... ¿Qué se observa?

R: Hay otra fase de Hobsbawm, que dice que los historiadores somos al nacionalismo lo que los cultivadores de amapola a los traficantes de heroína. Es decir, proporcionamos una materia prima que después el nacionalismo transforma en sustancia adictiva. No es que el nacionalismo invente de cero mentiras absolutas, pero filtra y destila, descarta o incluye a conveniencia. Todo ese auge del nacionalismo se apoya en abundantes relatos que subordinan los hechos a su pedagogía patriótica, y que están teniendo bastante éxito. En España contra sus fantasmas, un libro con varias reediciones, Pedro Insua trata de transmitir que la Inquisición, la conquista de América, la expulsión de los judíos y la expulsión de los moriscos no es que no deban avergonzarnos, es que deben hacernos sentir orgullosos. Los fanáticos, dice Insua, no eran los Reyes Católicos por expulsar a los judíos, sino los judíos dispuestos a abandonar España por su fe en vez de convertirse. Marcelo Gullo, un ultraderechista argentino que acaba de publicar Madre patria, convierte a los conquistadores en libertadores, cargando las tintas contra las sociedades precolombinas. Este proceso de dar la vuelta a las cosas es muy característico de este momento. Y se vale de las técnicas con las que se construyen los cuentos.

P: ¿Está de moda el cuento nacionalista español en clave épica, heroica e imperial?

R: Sí. La nación es una religión de sustitución, una religión secular de la contemporaneidad para llenar el hueco que deja la religión propiamente dicha cuando se retrae. Proporciona un nuevo repertorio de héroes, textos sagrados, herejes, mártires... Lo que la hace tan seductora es que nos proporciona, como dice con razón Íñigo Errejón, una idea de trascendencia, de pertenencia a algo mayor que nosotros mismos. Esa es su potencia, especialmente ahora, en un momento de zozobra, en el que crece un cierto anhelo de cosas que nos unan.

P: Cuesta imaginar que el fenómeno nacionalista no vaya a más, teniendo en cuenta su eficaz adaptación a las nuevas formas de comunicación, su éxito como respuesta ante la incertidumbre, el repliegue ante la globalización. ¿Lo comparte?

R: Es difícil hacer predicciones, pero el auge actual del nacionalismo recuerda esa frase de Victor Hugo: "No hay nada tan poderoso como una idea a la que le ha llegado su hora". Karl Marx, en El 18 de brumario de Luis Bonaparte, dice algo contraintuitivo: las grandes revoluciones no son momentos de anhelo de futuro, sino de pasado. Pasó en Francia, donde los revolucionarios se veían como rescatadores del pasado grecorromano. Dice Marx que en estos grandes momentos insurreccionales, los hombres, temerosos, convocan en auxilio de su gesta a espectros del pasado. Es lo que veo que pasa. No sólo en España, en todo el mundo.

P: ¿Hay una insurrección ahora?

R: Hay una insurrección en marcha, y no sólo en España, contra el Estado del bienestar, contra la democracia liberal, contra todo el decálogo de derechos y conquistas que representa la izquierda. Y esa insurrección convoca sus propios espectros del pasado.

P: ¿Un ejemplo?

R: Muchos. Alguno evidente, como Vox empezando su campaña de las generales en Covadonga ante la estatua de Don Pelayo, transmitiendo que "aquí empezó la Reconquista y aquí empezaremos nosotros nuestra propia Reconquista”. Se trata ahora de expulsar del país a los nuevos moros, la izquierda, de purgar al país de cuerpos insanos, virus, miasmas que malogran la nación, eso que los fascistas de hace un siglo llamaban la antiespaña, concepto que ahora ha reaparecido.

El historiador y periodista Pablo Batalla.

P: ¿Hay un renacer del orgullo imperial español en la mirada a Latinoamérica?

R: El imaginario del hispanoamericanismo ha cambiado. En 1992, el lema del V Centenario era el "encuentro entre dos mundos" y el mensaje estaba vertebrado por ideas de tolerancia, encuentro, intercambio... Una narrativa naíf, que escamoteaba la violencia de la Conquista, y que se explicaba por el contexto histórico. Eran los años del consenso neoliberal, con Fujimori [Perú], Menem [Argentina], la izquierda que gobierna en Chile sin romper con el modelo económico del pinochetismo, la fase más neoliberal de Felipe González… Y ese consenso convoca a sus propios espectros del pasado. Pero a partir de 2000 surgen los Lula, Chávez, Kirchner, Morales… Ponen el foco en el neocolonialismo de las multinacionales, en lo ficticio de facto de la independencia de estos países, y emprenden expropiaciones que despiertan iras acá. Al cambiar de este modo el presente, cambian también los espectros del pasado convocados: se recupera el imaginario de cruzada y conquista.

P: Hay un cambio.

R: En el 92, la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre acuñaba monedas en honor a Bolívar, San Martín... Se exaltaba a los libertadores. Y no era algo nuevo. Incluso el franquismo les erigió estatuas. Fraga decía que admiraba a Fidel Castro, más allá de sus diferencias con él, porque encarnaba el orgullo del espíritu hispano frente al mundo anglosajón. Y es divertido buscar en la hemeroteca de ABC las semblanzas de Bolívar en los años 20 y ahora. Entonces, a conveniencia de las relaciones del régimen de Primo de Rivera, se lo presentaba como un hijo insigne de la Hispanidad. Ahora, se lo demoniza como traidor a la madre patria, pero esa demonización es en realidad una demonización de cierto presente: el chavismo y Podemos.

P¿Qué papel ha tenido Roca Barea, autora del ensayo Imperiofobia contra la "leyenda negra"?Imperiofobia

R: Se trata de un libro grueso, erudito, pesado de leer, en una editorial pequeña... ¡que amasa más de treinta ediciones! Ese éxito sorprendente fue uno de los motivos que me decidió a escribir este libro, para ver qué había ahí detrás. ¿Su papel? Darle una pátina de validez intelectual a todo el discurso nacionalista y de reivindicación imperial, que en principio podría cantar. Lo cierto es que historiadores profesionales serios ya se han encargado de revelar las múltiples trampas, citas erróneas y tergiversaciones del libro, que sin embargo mantiene su éxito.

P: Es un ensayo condescendiente con la Inquisición, incluso.

R: Sí, pero aquí Roca no es especial. Pedro Insua, Iván Vélez o Alberto G. Ibáñez también juegan con la idea de defender la Inquisición no ya con el argumento clásico de que había inquisiciones peores, sino transmitiendo directamente que era una especie de impecable policía escandinava adelantada a su tiempo. Según Roca Barea, la Inquisición combatía el fanatismo al evitar la violencia de las turbas contra los judíos.

P: Usted defiende que este revisionismo remoto ha sido más eficaz para la reacción nacionalista española que el del siglo XX de autores como Pío Moa. ¿Por qué?

R: Pío Moa tuvo un gran éxito con sus libros revisionistas sobre la Guerra Civil, atribuyendo su estallido a la izquierda. Probablemente el éxito de estos libros explique que sea posible un discurso sobre la Guerra Civil como el de Pablo Casado. Pero Moa tiene unas limitaciones como abierto propagandista del franquismo que es. Nunca logró el apoyo de parte del PSOE que sí ha conseguido Roca Barea, que convence a gente como Alfonso Guerra y Josep Borrell. Roca acude a un tiempo del que no quedan supervivientes y levanta menos hipersensibilidades, pero su propósito es el mismo: una revisión del pasado que determine un efecto en el presente.

P: La figura a la que más detalle dedica en su análisis de los nuevos surtidores de narrativa nacionalista es Gustavo Bueno. ¿Por qué?

R: El otro día, paseando por mi barrio, un barrio obrero de Gijón, me fijé en que en el escaparate de la típica papelería, junto a los habituales best sellers, estaba España frente a Europa, de Bueno. Se trata de un libro aún más complejo y esotérico que Imperiofobia. Y ahí estaba. Me pareció una nueva expresión de la potencia de este fenómeno. Bueno es un personaje interesante. Se nos ha dicho que fue falangista en su juventud, prosoviético después y que acabó, ya en democracia, regresando a posiciones reaccionarias. Pero, si miras con detalle, no hubo tanto vaivén como parece, sino la coherencia de una fascinación vitalicia por la idea de imperio. Siempre necesitó un imperio erguido ante el mundo islámico y protestante, enemigos de la civilización grecorromana, que él considera la cumbre. Lo que le fascinó de la URSS en su momento era su condición de imperio, no su contenido ideológico. Y cuando cayó la URSS, pasó a teorizar alguna clase de imperio español renacido, con apologías filosóficas muy mentirosas miradas en detalle, pero persuasivas, porque Bueno era un brillante orador. Diría que su papel es el de Roca Barea, pero con mayor nivel intelectual.

P: Bueno es citado con frecuencia como referencia en sectores intelectualizados de Vox. ¿Hay resonancias del filósofo asturiano en la Iberosfera?

R: Sin duda. Vox bebe de la Fundación Denaes [Defensa de la Nación Española] y usa conceptos con aroma buenista. No he leído a Bueno usar ese concepto, pero tiene su aroma: esa idea de una España más grande que la Península Ibérica. Bueno decía que España, por supuesto, era una nación, una de las naciones canónicas del mundo, pero que esa no era su esencia. Su objetivo primordial era y es ser imperio, destino al que está llamada consustancialmente.

P: Sostener algo así, hoy en día, ¿no es ridículo?

R: Yo trazo en el ensayo una genealogía intelectual de Bueno, desde Ramiro Ledesma, pasando por Santiago Montero Díaz. De lo ridículo de esa llamada imperial ya había cronistas que se burlaban en los años 30, pero hay una fuerza convincente en su histrionismo. El nacionalismo, como la religión, apaga nuestro espíritu crítico y racional.

P: Su ensayo no sólo se detiene en la producción intelectual, también en la cultura popular. ¿Qué papel ha desempeñado la televisión, especialmente series como Hispania o Isabel, en el auge de la narrativa nacionalista española?HispaniaIsabel

R: Desde los albores de la televisión, se utiliza para la construcción nacional. Es algo muy teorizado. Hay casos como el de Canadá, que ante el auge del nacionalismo quebequés en los años 60 y 70 volcó la televisión pública a la producción de ficciones para vehicular un patriotismo que zozobraba ante la aparición de un nacionalismo rival. También conocemos la preocupación de Jordi Pujol, antes incluso de la autonomía, por tener una televisión propia en Cataluña que produjera ficción. La televisión es el bardo moderno, aunque haya cedido parte de su poder. Y ahí se inscribe un auge de las teleseries que utilizan el pasado de España para hacer pedagogía patriótica.

P: ¿Por ejemplo?

R: Cada serie tiene sus elementos de interés. El Ministerio del Tiempo es un caso interesante, como expresión de la llamada "cultura de la Transición", entendida como reivindicación de una unidad patriótica en la quietud y la moderación frente a los extremos. Todos sus personajes sirven a esa narrativa. Aparece un Adolfo Suárez muy santificado, pero ni por asomo Azaña o Largo Caballero. Si hay alguien vinculado a la República, está transformado para validar ese discurso. Como Lorca, en esa escena que tanto gustó a la izquierda y a mí me horrorizó, en la que asiste a un concierto en 1979 en el que Camarón cantaba un poema suyo. Lorca dice: "Entonces he ganado yo, no ellos. Dejemos las cosas como están". Un Lorca ególatra, capaz de reconciliarse con su propio asesinato y con 40 años de dictadura. En Isabel, por su parte, hay una voluntad reconocida por sus creadores de hacer sexi el mito, escogiendo actores lo más guapos posible.

P: ¿Qué lo lleva a introducir a C. Tangana entre el listado de figuras que indican que el españolismo está en auge?

P: Jaurès decía que la tradición no es preservar las cenizas, sino mantener encendida la llama. Hay una mirada reaccionaria, iracunda y vengativa de la tradición que venera un pasado supuestamente arrasado y hay otra festiva que reivindica el pasado pero lo hace caminar. Y ahora hay un anhelo de tradición del que C. Tangana forma parte. Ahora bien, a diferencia de Rodrigo Cuevas o de Tanxugueiras –un grupo de pandereteiras que agarran letras machistas de romances gallegos y las convierten en feministas–, lo que hace C. Tangana con su repertorio de imágenes castizas y sus propias declaraciones no es celebrar un pasado renovándolo, sino venerando sus cascotes.

P: ¿Está la izquierda condenada a una relación incómoda y conflictiva con la idea de nación española y sus símbolos?

R: Posiblemente. Quienes con más entusiasmo defienden que la resignificación es posible, como Errejón, piensan en sus experiencias en Latinoamérica. Pero, claro, allí hay mitologías nacionales fundadas en insurrecciones republicanas en defensa de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Pensemos que Pinochet tuvo que convocar el plebiscito del 88 sobre su propia continuidad, que perdió, obligado por una mitología nacional que él mismo había invocado, presentándose como un libertador, pero que no podía estirar para justificar una dictadura muy larga. Las mitologías nacionales europeas, y la española también, suelen estar en cambio vinculadas a imperios y limpiezas étnicas. Es mucho más difícil resignificar eso.

P: Pero no en todos los países europeos la nación está tan en entredicho. ¿La diferencia es la duración de la dictadura franquista?

R: Indudablemente es una característica peculiar. La de España es una historia de revoluciones fracasadas una y otra vez. Cuando se proclama la República, no se proclama para siempre, la dictadura no es derribada por una revolución… Todo eso provoca aprietos para lograr una redención de las partes siniestras de nuestra historia como la que sí pudo lograr, por ejemplo, Portugal.

P: ¿Ha sido la izquierda permeable a la nostalgia reaccionaria? En España, la figura central en torno a la que ha girado ese debate es la escritora Ana Iris Simón.

R: Hay una izquierda conservadora que tergiversa a Gramsci, para quien hace falta transformar el sentido común antes de llevar a cabo la revolución. La izquierda conservadora dice que tenemos que adaptarnos al sentido común, no transformarlo. Gramsci decía “un paso por delante de las masas, pero ni uno más”. La izquierda conservadora pide ponerse detrás. Pero ni siquiera detrás de las masas, sino de un arquetipo desvitalizado, plastificado, del pueblo, del que nos dicen que es creyente, patriota y conservador. No lo creo así. Yo vivo en un pueblo de León de 61 habitantes. Y hablo con mis vecinos y cada uno es de su padre y de su madre, creyente o no, progresista o conservador, de moral abierta o cerrada. No hay un arquetipo del pueblo español y buscarlo para dirigirse a él conduce al error. La izquierda reaccionaria usa un cromo idealizado del pueblo español para justificar a partir de él toda una catarata de valores reaccionarios.

P: ¿No es el izquierdista reaccionario un "hombre de paja" que se usa para el debate pero en realidad no existe o es muy minoritario? ¿No se está inflando un fenómeno anecdótico de Twitter?

Gustavo Bueno

Gustavo Bueno

P: Mmm... Puede que sean pocos, pero son cada vez más. Y lo más importante no es su número, es que los reaccionarios de izquierdas se acompasan bien a un cierto espíritu de época. El viento de la historia sopla a favor. Esa frase que decía antes de Victor Hugo: "Nada hay más poderoso que una idea a la que le ha llegado su hora". Estamos viendo cómo esta idea prospera en otros países, de hecho. Por ejemplo, en Francia.

P: En Italia está el fusarismo, en Reino Unido los blue labour. Pero, ¿en Francia? fusarismoblue labour.

R: Sí. El propio [Jean-Luc] Mélenchon cada vez imita más un discurso que crece en torno a revistas como Front Populaire, del filósofo Michel Onfray, que acaba de decir que es un zemmouriano de izquierdas [Éric Zemmour es un polemista erigido en figura ascendente de la ultraderecha francesa]. La sola idea de un zemmourianismo de izquierdas me parece un disparate, pero demuestra que ese discurso está ahí. Por eso digo que ahora mismo, al mirar a la izquierda conservadora, lo importante no es cuántos hay, sino darse cuenta de que es un fenómeno en auge. Tal vez su fuerza no llegue a materializarse en un partido o un movimiento, pero ya se está materializando en una cada vez mayor capacidad —sin escindirse de la izquierda, desde dentro— de enrarecer el ambiente, condicionar los debates y hacernos a los demás ir a rebufo.

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