El apocalipsis casi siempre defrauda a sus profetas

1174428641

Claudi Pérez

1. Era el mejor de los tiempos y todas las familias felices se parecían; era el peor de los tiempos y las familias infelices lo eran cada una a su manera. ¿Por dónde demonios se empieza, tal vez por definir los contornos del siglo que nos atraviesa, el mejor y el peor de todos ellos, la era de la luz y las tinieblas? ¿Acaso son maleables, son flexibles los siglos? Los intelectuales tienden a estirarlos o recortarlos a su antojo para tratar de clavar a martillazos sus narrativas en la perfecta aeronave de la Historia. Eric Hobsbawm, historiador marxista –pleonasmo a la altura de cine americano, por lo menos–, sostiene que el siglo XX corto empieza en 1914, con la Primera Guerra Mundial, y acaba en 1991, con el colapso de la Unión Soviética. El largo siglo XX arranca con las primeras etapas de la globalización, en las décadas finales del XIX, y se cierra con el estallido de la Gran Recesión en 2008, que ha puesto el mundo patas arriba y ha dejado hecho una piltrafa ese matrimonio aparentemente indestructible que formaban democracia y capitalismo. Hay incluso un siglo americano, que estaría tocando a su fin con inusitada brusquedad. Paparruchas: un siglo es un siglo: unas 876.000 horas, hora arriba hora abajo.

El XX consiguió la proeza de ser el más próspero y a la vez el más bárbaro de todos ellos. Y el XXI, que promete tantísimo, empezó exactamente cuando tocaba: en 2001, una odisea del espacio, con aquellos aviones ensartándose como cuchillos en las Torres Gemelas de Nueva York. Después del 11-S, la hegemonía de Estados Unidos logra resistir, pero el gran relato estadounidense –la gran novela geopolítica americana– queda pulverizado a los pies de las torres. Y eso no es todo. Si alguna vez en la vida hay que citar a Lenin, esta es la ocasión: hay años, como ese 2001, que parecen décadas. El catastrófico recorrido de nuestro joven siglo tiene un comienzo apoteósico, como suele ocurrir con las novelas monumentales. Junto con aquel salvaje atentado que vimos en directo por televisión, China se incorpora a la Organización Mundial del Comercio, otro clavo en el ataúd de la hegemonía de EE UU. Y aún dos clavos más para las pompas fúnebres barraestrelladas: estalla el caso Enron, símbolo de la quiebra de un capitalismo fuera de control y premonición del crash de Lehman Brothers, y Washington se retira del Tratado sobre misiles antibalísticos. El declive del imperio americano, que es el del orden liberal internacional posterior a la Segunda Guerra Mundial (y que en realidad no era ni tan orden ni tan liberal ni tan internacional), estaba servido. Y no ha dejado de coger velocidad desde entonces a lo largo y ancho de este primer cuarto de siglo loco, loco, loco.

2. A caballo entre el siglo pasado y el actual, el rey de Bután, un pequeño país escondido entre India y China –en los confines del mundo, decíamos antes, aunque ahora ese va camino de ser el centro y nosotros los confines–, declaró que el objetivo oficial del Estado era conseguir el nivel más elevado posible de felicidad nacional bruta. Al poco cometió un error imperdonable: eliminó la prohibición de tener televisores. También había prohibido los cigarrillos; por alguna razón eso no lo tocó. El magnate Rupert Murdoch, que tiene a sueldo al expresidente Aznar y una colección de periódicos, radios y cadenas de TV que amarillean más que las hojas en otoño, proporcionó enseguida hasta medio centenar de canales. Y así los habitantes de Bután vieron las maravillas de las que disfrutamos a diario el resto de los mortales. Eso incluye la cuota habitual de sexo, violencia, publicidad, teleseries romanticoides, fútbol y telediarios estridentes, todos ellos imprescindibles para la vida moderna. Los divorcios, la criminalidad y el consumo de drogas aumentaron inmediatamente. Exponencialmente. Tan ricamente.

3. En una película franco-canadiense de 2003 de cuyo nombre no quiero acordarme todavía aparece un sociólogo analizando la caída de las Torres Gemelas, con las imágenes del segundo avión —Martin Amis dedicó un ensayo tremendo a ese segundo avión— acabando de arruinar el skyline de Nueva York. “¿Qué hubo, 3.000 muertos? Históricamente la cifra es insignificante, pero sí resulta revelador que los terroristas se atrevieran con el corazón del imperio. En los conflictos anteriores –Corea, Vietnam, la Guerra del Golfo– el imperio mantuvo a los bárbaros lejos de sus fronteras. En ese sentido, quizá recordemos el 11-S como el inicio de las grandes invasiones bárbaras”. Aquella película, llamada precisamente Las invasiones bárbaras, estupenda secuela de El declive del imperio americano, fue sucedida, a su vez, por La edad de la ignorancia: esos tres títulos son, por sí solos, un tratado de filosofía y una síntesis exacta del siglo que habitamos. La mejor, de largo, es Las invasiones bárbaras. Los diálogos, los actores, la estructura, los temas que toca: todo es interesante, todo es creíble en ese filme, salvo una yonqui bellísima que tiene un papel estelar en el desenlace. Visité Estados Unidos en el verano de 2025, justo antes de ponerme a escribir esta especie de libro fragmentario con un puñado de entradas que pretenden ser las teselas del mosaico de la Medusa, con esos ojazos y esas serpientes en el pelo como tirabuzones. En Seattle, una ciudad preciosa a orillas del Pacífico, había docenas de adictos al fentanilo vagando como zombis por una de sus avenidas principales. Y no, no había bellísimas yonquis entre esos pobres diablos. Sí encontré, justo ahí, en las calles céntricas de esa ciudad vibrante en la que viven grandes amigos, uno de esos cócteles que contienen angostura. Los ingredientes de ese cóctel son el declive del imperio, las invasiones bárbaras y la edad de la ignorancia. Agitado, no mezclado, como aquellos martinis de Bond, James Bond.

4. En el XX vimos la deriva de un siglo que venía hacia Occidente. En el XXI estamos viendo la deriva de un siglo que va de cabeza a Oriente. Del Atlántico al Pacífico: sostiene Pereira que el Atlántico tiene un azul rebelde; el del Pacífico es un azul violento, sumado a un rumor como de batalla antigua que llega del fondo del mar. Ese péndulo entre siglo y siglo nos dice que la historia no es precisamente un archivo: es material narrativo; uno más de los infinitos discursos ideológicos posibles. Siempre en movimiento.

La historia es un género literario disfrazado de otra cosa. La verdad histórica es a menudo una fábula aceptada, como la descripción de Waterloo de Stendhal. Dos waterloos modernos: los chinos llaman a la Gran Recesión crisis occidental; los estadounidenses se refieren al covid como un virus chino. La trampa de Tucídides en versión Estados Unidos-China: la potencia emergente provoca temor en el hegemón y la cosa suele acabar como el rosario de la aurora, tal como sucedió entre Atenas y Esparta cuando el centro del mundo era el Mediterráneo, ese mar de color de vino. En este caso hay que decir que cada vez esta menos claro quién es Atenas y quién Esparta. Pero en el Pacífico se escucha ya ese rumor como de batalla antigua que llega del fondo del mar, en dirección a Oriente. Esa cruzada está llamada a definir el próximo cuarto de siglo. Puede que incluso más. Hasta el infinito y más allá.

5. El final de los imperios es como la irrupción de una crisis: no se ve venir, no se vislumbra, o a lo mejor va asomando la cabeza por el quicio de la puerta a cámara superlenta hasta que de repente ¡zas!, la caída se precipita con tremendo estrépito, como aquel acelerón de Diego Maradona esquivando patadas contra los ingleses. Esta vez estamos viendo una sucesión de crisis turbopropulsada: una crisis infinita que toca todos los palos (bancaria-financiera-fiscal-del euro-migratoria-Brexit-pandemia-proteccionismo-populismos-guerras y demás declinaciones del caos). Se va metamorfoseando, como el Gregor Samsa de Kafka. Vivimos una época fáustica: demonios y espectros rondan cerca de las revelaciones. La última mutación adopta la forma de una cucaracha naranja, o un escarabajo anaranjado, un bicho monstruoso capaz de convertir el orden global en una bola de estiércol.

El trumpismo sería así una suerte de residuo, de arcada de la Gran Recesión, cuyas cicatrices siguen en carne viva. Había y hay un empacho de deuda. Persiste una financiarización aguda –una sobredosis de todo lo que tiene que ver con las finanzas, que todo lo empapan: el capitalismo tiene una macrocefalia financiera preocupante– que supone un riesgo enorme. La desigualdad sigue siendo la enfermedad económica definitoria de esta época. En definitiva, puede decirse sin exagerar demasiado que casi todas las plagas bíblicas de los últimos 15 años, que no son pocas, están relacionadas con ella. Desde la Antigüedad clásica, a cada tanto toda gran crisis económica mal gestionada acaba dejando como legado un estallido político y social. De vez en cuando se lleva por delante un imperio y ve emerger uno nuevo. Pero si cabe la literatura comparada en este asunto, hay que decir que la Gran Recesión no tuvo el impacto devastador de la Gran Depresión de 1929, con sus fascismos y su guerra total. Que tal vez el Brexit no fuera para tanto. Y, más recientemente, que el covid (“un virus banal y de escasa calidad”, según el escritor Michel Houellebecq) no dejó ni de lejos la huella mortífera de la gripe española. A los reverendos Malthus de la vida, a los milenaristas y a quienes relatan el Apocalipsis con estupefaciente impavidez, hay que ponerles una foto de Trump al lado de la de aquel señor bajito con bigote charlotiano que hace casi cien años ganó unas elecciones en Alemania con poco más del 30% de los votos. Hay que decirles que en solo unos años centenares de millones de hombres, mujeres y niños han salido de la extrema pobreza, y que hay más gente que nunca en ese cajón de sastre al que llamamos clase media. Y sobre todo hay que recordarles que somos la gente más saludable, rica y longeva de la historia: uno de cada tres niños nacidos hoy vivirá más de cien años. Ese dato bastaría para esgrimir un tenue optimismo en un mundo intrínsecamente amenazador: era el mejor de los mundos, era el peor de los mundos, con sus familias felices e infelices. Dickens y Tolstói, todo en uno: el mundo es mejor de lo que parece, parafraseando la vieja visión sobre la música de Wagner que venía a decir que su música era mejor de lo que sonaba.

Es verdad que cada vez estamos más asustados; esa es una de las grandes paradojas de nuestro tiempo. Hemos entrado en una nueva era de temor, escribía el historiador Tony Judt allá por 2005, o en una nueva era de desorden, como dijo Richard Haas diez años después. La historia enseña que ninguna libertad, ningún derecho está destinado a mantenerse para siempre: menos aún con esa mezcla de temor y desorden flotando en el aire viciado de la geopolítica. Por delante, además, el futuro va descubriendo el rostro amenazador de la crisis climática: eso sí que va a ser aire viciado, sin la tentación de la metáfora. Y aun así el Apocalipsis casi siempre defrauda a sus profetas.

Los apuntes de Elias Canetti: “Venimos de lo demasiado, nos movemos hacia lo demasiado poco”. Pero Paul Auster: “Parecía que el mundo estaba a punto de acabarse, pero no se acabó”.

Siempre, siempre Paul Auster.

6. Un grafiti de Carlos Motta: “Me gustas cuando votas porque estás como ausente”. Una pintada, brillante y anónima, en una pared encalada de Lavagna, cerca de Génova: “Sei bella come il whatever it takes di Mario Draghi”. Una pancarta en México: “Que se vayan los inútiles y que vuelvan los corruptos”. Un cartel del 15-M: “No es una crisis, es un ya no te quiero”. Y una sábana pintarrajeada en unas protestas en Estambul, en la plaza Taksim, durante una reunión del FMI: “¿Es malo apostar, o solo perder?”. Por casualidad acabé cayendo en que esa es una frase de Marlon Brando en Ellos y ellas; ya puestos, para describir algunos episodios de los últimos tiempos prefiero otra del mismo Brando, río arriba, en Apocalypse Now: “El horror, el horror”.

 7. De jovencito me hubiera tatuado un par de frases de Roberto Bolaño, o un 2666, a modo de grafiti epidérmico. ¿Qué cosas le aburren?, le preguntó una vez al escritor latinoamericano la sesuda revista Playboy. “El discurso vacío de la izquierda. El discurso vacío de la derecha ya lo doy por sentado”. “La literatura [el periodismo, quizá] se parece mucho a las peleas de samuráis, pero un samurái no pelea contra otro samurái: pelea contra un monstruo. Generalmente sabe, además, que va a ser derrotado. Tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura [y quizá el periodismo, aunque me temo que esa frase es demasiado larga como para tatuársela en cualquier sitio que no sea el córtex cerebral]”. Un último tattoo sacado del inencontrable Bolaño por sí mismo: “Se escribe fuera de la ley. Se escribe contra la ley. No se escribe desde la ley”. Y aquí llega un doble salto mortal con tirabuzón y me acuerdo de Manuel Marchena, ese Rasputín Supremo, que ha tenido la cara dura de escribir La justicia amenazada denunciando las injerencias de la política en la justicia mientras protagonizaba, entre bambalinas, una especie de rebelión de las togas o algo parecido a un golpe blando (o posmoderno, esa palabra que tanto les gusta a los posmodernos) en estos felices años veinte españoles, que reaparecerán más adelante.

8. La política actual es una ópera de Wagner, una suite de Siniestro Total o a lo peor una novela del citado Houellebecq pasada por la termomix de Carl Schmitt (el mejor título, en esa línea, sería Otra noche de mierda en esta puta ciudad, del gran Nick Flynn). En cambio, la economía, tradicional coche escoba de la política, es un género arrítmico, casi jazzero, una expedición al horizonte, à la Jack Kerouac. Funciona a un ritmo imposible de bailar: despacio, más despacio, súbito pandemonio cuando llega la crisis –y siempre termina llegando–. Frankenstein, Drácula y Jeckyll y Hyde fueron publicados en tiempos de crisis por escritores en bancarrota; John Lanchester es hoy, de largo, el novelista más dotado para la economía, con permiso de nuestro desaparecido Rafael Chirbes para la especialidad española que consiste en entrelazar burbujas inmobiliarias y corruptelas como si fueran las cerezas de un cesto. Mucho antes, en Herzog, Saul Bellow capturó admirablemente una época de crisis. Fitzgerald o Tom Wolfe supieron contar los años de excesos inmediatamente anteriores a una castaña mayúscula. “La economía se ha convertido en una ciencia amoral, como la electricidad, que no solo permite que haya luz, sino también la silla eléctrica”, escribió Frank Schirrmacher en uno de los ensayos más sugestivos de nuestro joven siglo, Ego. La tesis de Schirrmacher es que la teoría de juegos y las matemáticas han colonizado la economía, esa supuesta ciencia moral, o social (¿!), que nos seduce a base de ráfagas de pseudoempirismo y otras fantasías matematiformes.

En las últimas décadas se ha desarrollado un modelo basado en el homo economicus: un ser egoísta, individualista radical y egocéntrico, empachado de algoritmos y dilemas del prisionero, que aparentemente es capaz de explicarlo absolutamente todo desde las montañas de Davos. La física teórica también es capaz de demostrar que un elefante puede sostenerse en equilibrio sobre su cola encima de una margarita; los modelos económicos garantizaban al 99,99% que el crash de 1987 era imposible aun viviendo centenares de años, y que el patatús de 2008 solo podía darse una vez cada varios miles de millones de años, en una galaxia muy lejana.

De ese ensueño nos despertamos de sopetón: “Hay un error en el modelo que determina cómo funciona el mundo”, musitó en sede parlamentaria, con voz temblorosa, el presidente de la Reserva Federal estadounidense, Alan Greenspan, cuando el castillo de naipes se vino abajo. Greenspan, admirador de la insufrible Ayn Rand y apodado ‘El Maestro’ por el ganador de un premio Pulitzer –Bob Woodward, interpretado por Robert Redford en Todos los hombres del presidente, pero muchísimo más feo y menos carismático, lo siento pero alguien tenía que decirlo–, era el sumo sacerdote de los mercados perfectos y las expectativas racionales, esos dos cuentos de hadas de la economía finisecular. Ariel Rubinstein, uno de los padres de la teoría de juegos –la base intelectual de los mercados, desarrollada por esquizofrénicos y paranoides como Von Neuman y John Nash–, abomina de esa teoría en sus memorias. Hayek, pensador interesantísimo convertido en una versión de cómic por la derecha política, vino a jubilarse a Europa entre otras cosas para poder cobrar una pensión. En plena Gran Crisis, el empresario y multimillonario turco-español Isak Andic, fundador de Mango y fallecido en extrañas circunstancias, resumió el pensamiento económico de las élites en una frase redonda: “Los derechos se han acabado”. El apocalipsis, en fin, y sus frustrados Nostradamus. El capitalismo tiene los siglos contados, que decía Giorgio Ruffolo, pero necesita supervisión adulta; de lo contrario llegan las depresiones y los ultras, todo a la vez en todas partes. Algo así afirma John Cassidy en otro de los grandes libros de los últimos tiempos, Por qué quiebran los mercados.

9. Cassidy es un estupendo cronista en The New Yorker. Ya fallecido, Schrrimacher era vicedirector del prestigioso y archiconservador diario alemán Frankfurter Allgemeine Zeitung. Es curiosa la relación del periodismo y la economía: uno de los padres de los bancos centrales, esos alquimistas modernos, es Walter Bagehot, editor de The Economist, la biblia de los liberalones. Alfred Winslow Jones, fundador del primer hedge fund de la historia, había sido también periodista. No es que el periodismo precipitara la crisis, qué más quisiéramos los gacetilleros que tener tanta influencia en esta hoguera de las vanidades. Pero la labor de los bancos centrales y sus Bagehot explican buena parte de la Gran Recesión y el auge del deporte de riesgo relacionado con el hinchamiento de burbujas especulativas, muy practicado últimamente. Y los hedge funds como el de Jones son el epítome de la querencia por el riesgo del sistema, que algunos días acaba convirtiendo los mercados en algo parecido a un casino de Las Vegas. Ahora tenía pensado dedicar un arabesco final a glosar el papel de los periodistas como traductores de este mundo casi intraducible, citando varios libros excelentemente armados y un puñado de papers de investigadores sólidos como una columna jónica, pero por desgracia he de irme inmediatamente porque acabo de recordar que tengo que hacer algo importante.

10. Empecé como periodista en un diario local, en Tarragona. Al acabar la carrera me enrolé en un diario regional, El Periódico de Catalunya, de la mano de Joaquín Romero, y después pasé sin pena ni gloria por un medio económico (Expansión) y de nuevo volví a mi querido Periódico antes de fichar, siempre en Barcelona, por El País, que es algo parecido a mi casa, el lugar donde siempre quise estar y en el que me han tratado maravillosamente. Ariadna Trillas y Xavier Vidal-Folch me abrieron las puertas de La belleza gris. Acabé exiliándome a Madrid por obra y gracia del procés, que allá por 2007 ya resultaba insoportable para un charnego del Priorat con raíces conquenses –y jiennenses–. En esas estalló la crisis: “Nunca desaproveches una buena crisis”, decía por aquel entonces Rahm Emanuel, un muy olvidable asesor de Barack Obama. La sección de Economía de El País, capitaneada por Miguel Jiménez, era una delicia, con el inolvidable Álex Bolaños como medio centro organizador y una docena larga de periodistas sobresalientes. Un día en el que no había nadie más disponible, el director, Javier Moreno, me llamó al despacho para escribir una historia sobre Islandia. Había que irse ya. El País Semanal acababa de publicar “Islandia, el país más feliz del mundo”, un reportaje glorioso de John Carlin; al día siguiente la Gran Recesión se llevó por delante, en un abrir y cerrar de ojos, a todos los bancos islandeses, que habían asumido riesgos gigantescos y barrió toda la felicidad en esa pequeña economía del Ártico. Los caminos de este oficio son inescrutables: en un solo día Islandia no era ya ni mucho menos tan feliz y había que desmeter la pata.

La primera noche me invitó a cenar un banquero en un pequeño restaurante del centro de Reikiavik. Pidió la especialidad: tiburón podrido con vodka, toma metáfora. Todos y cada uno de los comensales de la sala se fueron levantando de unas sillas que chillaban llevadas por el pánico para insultar con ardor vikingo a mi banquero. Desde aquel extraño bautismo de fuego fui dando tumbos en lo que Bolaños y yo llamábamos turismo de crisis: cubrí el batacazo de Grecia, la crisis oceánica de Irlanda, el petardazo de Portugal, el desastre de Chipre y antes de todo aquello la crisis de todas las crisis, la bancarrota de Lehman Brothers, en el mismísimo centro del mundo, Manhattan, con Gershwin sonando a todo trapo desde el primer plano de esa película de terror.

Cuando en esa Rapsodia en Blue le tocó el turno a España acababa de ser nombrado corresponsal en Bruselas, la ciudad donde terminan, y a veces empiezan, todas las crisis; hasta el procés de Puigdemont tiene un posfacio inacabado en la capital europea. El día antes del rescate, el embajador español me negó tajantemente que hubiera 100.000 millones de euros contantes y sonantes preparados para salvar a la banca española: aquel diplomático fue después ministro de Exteriores, prueba de que mentir a un periodista sale a devolver. “Rescate a España”, titulé la crónica –que no pudo ser exclusiva por ese desmentido en redondo— del día de marras. Ese 9 de junio de 2012, el ministro de Economía, Luis de Guindos, llamó enfurecido al director: no era un rescate sino “un crédito en condiciones ventajosas”. A cambio de esas supuestas ventajas, España se vio obligada a aprobar la mayor subida de impuestos de la democracia contra las promesas electorales del PP. Con el revólver del rescate en la sien, M. Rajoy puso en marcha una reforma laboral draconiana (de Draco: salvaje legislador ateniense) y después una reforma de pensiones igualmente brutal. La inversión y el gasto social se hundieron hasta las profundidades de la fosa de las Marianas. Y los salarios: la pérdida de poder adquisitivo no se recuperaría, y a duras penas, hasta pasados 10 años. Los hombres de negro de la troika afilaron la guadaña de las reformas y los recortes, y cuidaron a la perfección de aquel crédito en condiciones ventajosas, que sería mi sintagma preferido en esa historia si no hubiera hecho tantísimo daño.

Siempre he tenido una estupenda relación con Guindos, que al cabo logró evitar el rescate total al alimón con Rajoy. Después de ser el alumno aventajado de la Alemania de Angela Merkel y Wolfgang Schaüble, a quienes deja por las nubes en sus empalagosas memorias políticas, acabó como flamante vicepresidente del Banco Central Europeo. Lo mío con Guindos es una amistad a prueba de bombas: es una delicia en el trato y me ha ayudado en innumerables ocasiones a pesar de algunos dardos periodísticos inevitables. Aunque también trató de engañarme alguna vez con historias inventadas, como un segundo rescate a Portugal (cuando en Portugal acababa de ganar la izquierda, oh casualidad) que nunca se produjo. Todas las historias que no publiqué porque no había manera de comprobar, incluida la milonga portuguesa, acabaron al cabo de unos días en las páginas de otro diario madrileño. El mismo que desde el 11-M se dedicó a glosar las teorías de la conspiración de José María Aznar. En fin, la vida.

Claudi Pérez es director adjunto de El País

Más sobre este tema
stats