Cosas que hicimos (juntos) en verano

Cosas que hicimos (juntos) en verano

Recuerdo un verano que pasé en una casa muy pequeña en un pueblo aún más pequeño de Castilla y León viendo la serie Lost. Seis temporadas, 121 episodios. La casa tenía las paredes pintadas de naranja y un sofá cama en el salón. Fuera había bosques, pozas llenas de agua de deshielo, insectos pegajosos y un calor que hacía insoportable caminar a partir de las once de la mañana. Lo que no había era mar. No había mar en cientos de kilómetros a la redonda y eso hacía que me sintiera perdida, desubicada. Lo que más me gusta del verano es bautizarme en el mar, regresar a la orilla, volver a tener el valor de enfrentar las olas, recordar el tiempo de las mareas de mi infancia. Pero allí estaba, no había cumplido los 30 años, no tenía hijas, disponía del tiempo libre que dan las vacaciones a las asalariadas y de dinero suficiente para ir donde quisiera; fue quizá el verano más libre de mi vida y me pasé los días viendo la serie Lost en un sofá cama en un pueblo de Castilla León. Lo del sofá cama es un matiz importante porque aquel verano de libertad, lo que más deseaba era hacer el amor con el hombre con quien veía la serie y eso sucedía, casualmente, en aquel sofá entre un episodio y otro. Estábamos en los primeros dos mil y entonces no sabíamos administrarnos las series cuando ya estaban disponibles todas las temporadas, no sabíamos parar si aún había episodios pendientes de ver. Igual que el sexo no se podía apagar mientras hubiera dos cuerpos desnudos, oxígeno que respirar, un sofá cama y paredes pintadas de naranja en una casa de piedra. Algunas mañanas, antes de encender la luz del televisor de nuestra cueva, íbamos a bañarnos a la poza. Nunca vimos a nadie allí. Entonces podía bañarme desnuda y sentir cómo el agua helada me rompía por dentro, ese pequeño estallido en la cabeza que no puede resistir el frío y después el calor seco de la enorme piedra de granito en mi espalda, toda esa luz bañándome y calentándome

La casa la recuerdo con nitidez, la forma en que el sol entraba por las pequeñas ventanas e interrumpía la oscuridad que precisaba nuestro asfixiante cine de verano. Pero no tengo ni idea de quién era yo entonces, de cómo y por qué fui a parar a aquella casa. Lo que sí sé es que los veranos han sido las épocas más libres de mi vida, etapas de búsqueda y de deseo. Semanas o meses enteros de pura creatividad donde me he sentido libre de hacer lo que de verdad he querido hacer y de ser quien de verdad he querido ser. Hubo un verano en que acabé en un carguero rumbo al Polo Norte y en el que pasé tardes enteras alimentando a águilas reales con pescado que arrancaban con sus picos amarillos de mis manos. Fue un verano gélido en el que leí a Virginia Woolf en la cubierta del carguero donde tomaba notas para no sé qué novela con guantes de lana y una cinta de piel en el pelo. Odié la soledad de los fiordos y lamenté no tener suficiente vida interior para llenar aquella inmensidad. Echo la vista atrás y me pregunto qué andaba buscando yo las primeras semanas de aquel septiembre en el Polo Norte. O aquel otro durmiendo sobre la hierba verde y perfecta de los campings de Suiza, rodeada de familias que desayunaban salchichas y montaban en bicicleta desde primerísima hora de la mañana. O ese verano precario en todo, sin dinero (ningún dinero) ni horizonte salvo el de una relación que todos suponíamos condenada al fracaso, en el que un amigo piloto me coló como parte de la tripulación en un vuelo transoceánico rumbo a México para encerrarme, durante quince días, en un hotel todo incluido en Cancún. No tengo ni idea de qué aerolínea cubrió mis gastos, pero pasé las vacaciones aterrada ante la idea de tener que pagar una cuenta para la que no tenía ni un céntimo. Aquel hotel era tan grande y lujoso que había pequeños trenes para llevarme de la recepción a mi habitación, de la playa privada al salón central. Cuando salía del agua de cristal de la playa privada del hotel, con tantos peces de colores como solo había visto en los acuarios, un empleado del resort me acercaba una piña colada servida en una piña natural y entonces yo tenía la sensación de estar comiendo fruta en vez de estar bebiendo ron. Aquel verano aún no conocía la palabra extractivismo, pero sabía que la jaula de oro de aquel hotel estaba mal. Y, sin embargo, me lo pasé bien. Disfruté cada minuto de vacío y de descanso. Recuerdo que visité ruinas mayas, pero lo más importante que hice fue pasarme quince largos días enamorada y borracha en un hotel que cada noche organizaba un karaoke a lo Lost in translation. Y donde nunca me atreví a cantar.  

He vivido ya cuarenta y cinco veranos y, si echo la vista atrás, puedo decir que los veranos han sido para mí (y creo que lo son para todo el mundo) una época de construcción del carácter, de búsqueda de la identidad y de búsqueda de sentido. Durante unos meses, semanas o días tenemos derecho a ser libres, a ser nosotras mismas, a hacer lo que nos dé la gana. La pregunta funciona entonces como un espejo. ¿Qué es lo que hacemos cuando podemos hacer lo que queremos? ¿Acaso el verano tiene el poder decirnos quiénes somos en realidad? Lo que está claro es que, la mayoría de las veces, lo que hacemos es buscar eso que de verdad nos gustaría hacer. En mi caso, ya les digo, he buscado alrededor de todo el mundo eso que de verdad me define para terminar volviendo puntualmente a casa. Porque este dato es importante: da igual cuan lejos haya ido, no ha habido un solo verano de mi vida en que no me haya bautizado en el mar cantábrico, tan distinto a todos los demás y tan mío que hasta tiene un nombre distinto al resto, “la mar”. Algo sucede en el territorio sagrado de la infancia que no acontece en ninguna otra parte del mundo, algo de lo que es imposible alejarse por mucho tiempo. 

Y, sin embargo, si tuviese que contar los días, lo cierto es que he pasado más tiempo de mis veranos adultos en el Mediterráneo que en la mar de mi infancia. Por ejemplo, pasé muchos veranos en Menorca porque allí, aunque no estaba mi mar, sí estaban mis amigos. Un día, mi amiga de allí me llevó nadando desde la playa de Pregonda hasta uno de los islotes que protegen la cala del viento del norte. Digo que me llevó porque me abracé a su cuello y fue ella quien me propulsó por aquel mar que era el suyo mientras yo me limitaba a dejarme llevar. Cuando llegamos al islote, estábamos solas y el sol hacía que la piedra que rodea la cala de Pregonda pareciera de color rosa a aquella hora de la tarde. Entonces ella metió la mano en su bañador y se sacó una bolsa de plástico con una cajetilla de Marlboro y un mechero de allí dentro, protegido y seco como una cría entre sus pechos. Esa tarde contemplamos la vida en silencio, juntas. Y creo que las dos pensamos, en ese momento, que éramos exactamente las mujeres que queríamos ser, las amigas que quisimos ser. De los veranos en Menorca recuerdo la sensación de estar habitando el mejor anuncio de cerveza del verano y de cantar solo las canciones que canta la mayoría, como si todo fuera perfecto y vagamente impersonal al mismo tiempo. Y como si, además, y esto era lo mejor de todo, me diera igual. 

No sé a qué se dedica la gente en verano, pero ya digo que yo me lo tomo en serio. Asumo riesgos, interpreto personajes, me esfuerzo por ser la mejor versión de mí misma mientras, al mismo tiempo, me pregunto con mayor o menor desesperación quién demonios soy o quien desearía ser, si pudiera.  

Ha habido veranos memorables, en lo que a identidad se refiere, como aquellos en los que deseé ser una buena madre. La clase de veranos de mesas muy llenas y de cenar alrededor de perfectas barbacoas, de mirar las estrellas con un gin&tonic en la mano y la del padre de mis hijas en la otra, veranos para sentir en la compañía de otra madre de mi edad y circunstancias que todo estaba bien, que nosotras estábamos bien y que la dedicación sacrificada a nuestras criaturas no era solo lo que queríamos hacer sino también, en ese momento, todo lo que queríamos. Uno de esos veranos lo pasé en Portugal donde pude ver las olas más altas a las que me enfrentaré jamás, bloques de espuma de hormigón en el océano. Aquel fue el primer aviso de que correr hacia la espuma sin importar los riesgos no iba a ser un deporte eterno. Debía de tener 36 años y los surferos veinteañeros de la playa de Nazaret se desnudaban cada tarde ante nosotras, madres inocentes que, sentadas en la arena, junto a sus duchas, habíamos elegido contemplar la vida cada tarde en vez de actuar sobre ella. No éramos sujetos pasivos, al contrario, éramos diosas. Habíamos creado vida de nuestro cuerpo y contemplábamos pacíficamente nuestra creación, también la de nuestros surferos, la de todo lo vivo y caliente que habita la tierra en realidad. Podíamos parecer jóvenes madres pero éramos, en realidad, jóvenes diosas, creadoras del Universo y de la luz por encima de cualquier abismo. 

Pero si he de elegir uno solo, puede que el verano más importante de todos fue el que pasé en Escocia sirviendo fish and chips y limpiando cada noche con espátulas industriales los kilos de grasa que se pegaban al aluminio de las freidoras. Tenía veintiún años y una de las cosas más importantes de aquel verano, y de todos los que vendrían después, sucedió la noche que fui al casino de Edimburgo con un joven escocés dispuesto a invertir en el juego la herencia que le había dejado su difunta abuela. Sus dos hermanas habían ahorrado su parte para comprar su primera vivienda más adelante y él se disponía a perderlo todo o ganarlo todo en una sola noche. Nos vestimos de gala, él con un traje negro, también heredado y aparentemente cosido a la medida de su cuerpo, y yo con el mejor vestido que tenía entonces y mis mejores labios. Me pinté una sonrisa jugosa y granate, que coloreé con delicadeza, como si fuera un pétalo sobre mi rostro sin huella de pasado, y ese gesto de sorpresa casi permanente en la mirada. Mi misión era solo una: adivinar si ganaba o perdía por sus gestos. Y su reto también único: que no hubiera diferencia entre multiplicar su herencia o perderla entera, seguir siendo el mismo pasara lo que pasara. Aquella noche mi joven amigo perdió todo su dinero. Y ni se inmutó. Definitivamente ganó, porque yo no fui capaz de adivinar, por su gesto, lo que había ocurrido. Lo mejor de todo es que me dijo que había ganado y nos fuimos a celebrarlo con sus cincuenta últimas libras. Y solo por la mañana descubrí que aquella victoria le había costado todo cuanto tenía. Más de veinte veranos después él sigue sin inmutarse ante las sorpresas de la vida y yo sigo teniendo miedo de las olas demasiado altas, de perder en el Casino, de desconectarme de las mareas, de tomar piñas coladas de dudosa procedencia y de la falta de sentido que transpira en ciertas formas de apacible felicidad. 

La pregunta, si alguien me ha acompañado hasta estas alturas del texto, sigue en pie. ¿Qué iba buscando yo cada verano? ¿Qué es eso que buscamos y deseamos cuando nos permitimos ser libres, nosotras y nosotros mismos, ser quienes de verdad queremos ser y viajar hasta donde de verdad queremos estar? Yo diría, si soy sincera, que una sola cosa. La mayor parte de las cosas que he hecho en verano, desde las más sencillas a las más extravagantes, las he hecho para que me quieran. Si algo he buscado a la hora de intentar ser yo misma ha sido amor. Y esta búsqueda está viciada de antemano, como ya sabrán. Porque no tiene sentido intentar ser una misma a través del amor de los demás. Y, sin embargo, algunos veranos, todos los veranos, cuando las olas mecen la orilla y hasta la propia vida, nos parece como que sí. Que bastaría con que nos quieran para que la vida tenga sentido. 

Y dicho esto ¿qué? ¿Qué hacemos con el verano que amenaza con empezar? ¿Qué hago yo ahora? Quién soy, qué deseo, dónde iré y por qué. La verdad es que no tengo ni idea, es este un verano lleno de incertidumbre para mí. Un poco por las circunstancias y otro poco porque, de alguna manera, siento que cada año es un poco más difícil elegir a quien quiero que me quiera y abrir el espacio necesario para hacerlo posible. También va siendo más complicado saber sin temor a equivocarme a quién elijo querer yo. O puede que no, que todo sea tan fácil como siempre. Porque a lo mejor no hay manera de entender, hasta mucho después de que suceda, qué es lo que iba una buscando cuando decidió alimentar águilas reales en las inmediaciones del Polo Norte. Con todo, este verano ha ocurrido algo importante: he leído un libro titulado Cuando las mujeres fueron pájaros, un libro que escribió Terry Tempest Williams después de que su madre muriera a los 53 años. La madre, una semana antes de morir, le explicó que deseaba que todos sus diarios fueran suyos. Y, en efecto, Terry los encontró en las estanterías previstas, tres estantes de hermosos cuadernos forrados en tela: “algunos florales, algunos en estampado Paisley, otros en colores sólidos”. La cuestión es que Terry abrió el primer cuaderno y estaba vacío. Que abrió el segundo y también estaba vacío. Que abrió el tercero… y más de lo mismo. Y que, estante tras estante, todos los cuadernos estaban en blanco. El libro, como es lógico, trata de rellenar esas páginas en blanco, se esfuerza en reescribir un legado hecho de silencios y de posibilidades, páginas en blanco legadas y cuidadosamente elegidas año tras año de una madre para su hija. Creo que fueron un buen legado esos cuadernos y un libro delicioso el que Terry escribió gracias a ellos. La cuestión es que el verano que tenemos por delante es un poco así: un cuaderno en blanco, siempre en blanco. El momento de elegir quiénes somos, a quiénes amamos, dónde iríamos si pudiéramos ir a cualquier parte y con quién. Un tiempo hecho de ausencias y de presencias, un tiempo que se mueve si tenemos suerte al ritmo de nuestros deseos, por torpes o equivocados que estos sean. El mío, mi deseo de este verano, es estar un poco en silencio, dejar de desear que alguien me quiera, estar bien cuando estoy sola, renunciar a las promesas. Y, por confesarlo todo, por no dejarme nada por contarles, escribir. Ese es mi deseo y ese además el único lugar donde siento que me basto a mí misma: la escritura. ¿Que qué pienso escribir? La respuesta es evidente a estas alturas. Este verano, el primero que no busco que me quieran, voy a escribir una novela de amor. 

*Nuria Labari es periodista y escritora. Su última obra publicada es ‘No se van a ordenar solas las cosas’ (Páginas de espuma, 2024).

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