Los egos ridículos (y el liderazgo de Trump)

Parada de bus en Londres con un cartel, “Trump es un violador”, contra su visita de Estado al Reino Unido el pasado mes de septiembre.

Hay una escena en El Gran Dictador, el clásico de Charles Chaplin, en la que el petulante líder de Tomania, Adenoid Hynkel, recibe al bombástico dictador de Bacteria, Benzino Napaloni. Los dos líderes son aliados de conveniencia –frenemies, diría Internet– que han tenido la misma idea: invadir Austerlich. Hynkel invita a Napaloni para aclarar la situación. Aunque no es tan famosa como la escena del globo terráqueo, lo que viene a continuación es lo mejor de la película, y un retrato muy agudo del narcisismo en acción.

Heinkel no está acostumbrado a que le quiten protagonismo, y Napaloni se impone sin esfuerzo desde su llegada. Cuando le muestra su gran reloj, Napaloni le responde que está dos minutos atrasado, y mira a su alrededor asintiendo y diciendo ¡Tomania!, como si el reino de su rival fuese una sucia y oscura estación de tren. Vemos a los dos personajes competir por ser la mano dominante en el saludo, por ocupar más espacio en la foto, por sentarse más alto en la reunión. Napaloni se impone sin esfuerzo una y otra vez. Chaplin le había dicho al actor, el formidable Jack Oakie, “si quieres eclipsarme, gira y mira directamente a la cámara. Eso siempre funciona”.

Como los dos dictadores reales a los que caricaturizaban en 1940, Heinkel y Napaloni son dos almas pequeñas almacenadas en dos cuerpos bajitos, que compensan su falta de altura con un exceso de ambición territorial. Podríamos verlos a ellos siguiendo en la cumbre de Alaska el encuentro de este verano entre Donald Trump y Vladímir Putin. El presidente de los EE UU sacó la alfombra roja para su homólogo ruso, y le dio un garbeo en La Bestia, la limousine presidencial. Sin embargo, Putin se impone sobre el americano, pero por otro motivo más interesante. Un exjefe de la KGB está entrenado para reconocer a un narcisista y sabe perfectamente lo que tiene que hacer con él.

Quién manipula al manipulador

El narcisista aparenta ser una persona con un amor desmedido por sí mismo y una fe exagerada en sus propias virtudes y habilidades naturales. Nada más lejos de la realidad. La necesidad compulsiva de proyectar éxito, recibir elogios, confirmar su estatus y repeler las críticas son defensas patológicas para proteger un ego enfermo. El narcisista fue una vez un niño que se sintió abandonado e indefenso y se inventó un personaje que tiene todo lo que desea: amor, belleza, poder, y el respeto de todos. Ese personaje es tan falso que requiere validación constante para no agrietarse, mostrando su patético interior. Por eso gravitan en torno al poder, el dinero y la fama como polillas alrededor de la farola en una noche de verano. El éxito es el mejor desodorante, como decía Elizabeth Taylor, y el narcisista necesita mucho desodorante para tapar el agujero negro de negra vergüenza que crepita pestilente y pegajoso en su interior.

Su especie abunda en pantallas y escenarios, pero también embajadas, ministerios y grandes rascacielos, rondando y ocupando los espacios de más visibilidad. El estatus es su única religión. Las agencias de inteligencia entrenan a sus operadores y negociadores para entender y explotar sus debilidades. Putin ha demostrado que sabe hacer lo más difícil: satisfacer el deseo insaciable de validación de Trump sin perder estatus ni desafiar su autoimagen. Los narcisistas tienen el gatillo rápido y la piel muy fina, y cualquier cosa que debilite su fachada provoca hostilidad y sabotaje. El ruso consigue que Trump lo perciba como un aliado que reconoce su grandeza y respeta su autoridad, pese a defender intereses aparentemente antagónicos.

Putin fuerza encuentros cara a cara, sin equipo asesor, esquivando el protocolo institucional de canales oficiales que encorsetan los encuentros entre jefes de estado. “Hasta depende del traductor de Putin, ¡por el amor de Dios! –comenta Hillary Clinton en una entrevista reciente para la revista New Yorker–. Vamos a actuar por instinto, creemos saber lo que hay que hacer y, por supuesto, el nosotros más importante al final del día es el presidente”. La proximidad le permite adular a su víctima, masajear su ego, hacerle regalos inapropiados y explotar sus conflictos con las instituciones, validando su autoimagen de enfant terrible de la geopolítica y astuto negociador. Los medios oficiales rusos retratan a Trump como un visionario perseguido por la casta, proyectando a su paso lo que quieren ver en el mundo: un presidente impulsivo e impredecible, que usa los poderes del Estado en contra de los intereses nacionales, a cambio de obtener su propia satisfacción inmediata y personal.

Esta estrategia le ha permitido continuar con su invasión de Ucrania, y hasta hacer que Trump le defienda como una novia indignada en su primer encuentro con Zelenski después de la cumbre de Alaska. A Trump le gusta pensar que él y Putin son parecidos, dos estadistas de altura que se pueden repartir el mundo y cambiar el curso de la historia. Es igual de evidente que Putin lo considera un payaso y que lo maneja con felina facilidad.

La sumisión tiene un precio

Muchos dominan el arte del regalo. El rey Salmán de Arabia Saudí le regaló una figura de camello dorado, y otros líderes de Kuwait, Emiratos Árabes Unidos y Bahréin han puesto más oro a sus pies que los reyes magos al niño Jesús. El primer ministro británico Keir Starmer trató de recuperar su afecto con una carta manuscrita del rey Carlos III, invitándolo a una segunda visita de estado al Reino Unido, un gesto que fue descrito como “histórico” y “sin precedentes” para un presidente estadounidense. Trump aceptó la invitación y fue recibido por el rey Carlos III y la reina Camila, con un libro encuadernado en cuero conmemorando el 250 aniversario de la Declaración de Independencia de EEUU y la Union Jack izada sobre Buckingham Palace en su honor. Pero no todos entienden que hace falta ofrecer resistencia para no perder autoridad. Como dice Maureen Dowd, reconocida analista que lleva cubriendo política desde Nixon, “lo peor que puedes hacer con un narcisista extremo es darle todo lo que quiere”.

“Estarías invitando a una explosión narcisista de una fuerza sin precedentes –dijo recientemente en el NYT– , que es exactamente lo que está a punto de pasar”. El precio de la sumisión es el abuso y un desprecio que se manifiesta públicamente, como saben su ex vicepresidente Mike Pence, su exjefe de estrategia Steve Bannon, el exsecretario de Estado Mike Pompeo y la exembajadora ante la ONU Nikki Haley. O Disney, la dueña de una de las principales cadenas de televisión abierta de Estados Unidos, ABC.

En diciembre de 2024, la cadena accedió a arrepentirse públicamente, pagar 15 millones de dólares a la biblioteca presidencial de Trump como “contribución benéfica” y otro millón de dólares en honorarios legales por haber dicho que Trump había sido declarado culpable de violación en los juicios civiles de E. Jean Carroll. Según la ley de Nueva York, una violación exige penetración con el pene, y Trump sólo la empujó dentro de un vestidor, le metió la lengua en la boca y los dedos en la vagina en contra de su voluntad. ABC agachó la cabeza para apaciguar Trump. Ahora han cancelado el show de Jimmy Kimmel, uno de sus líderes de audiencia, con el mismo objetivo.

La sumisión no apacigua al narcisista, más bien al contrario. Envalentonado por la falta de resistencia, ha demandado al NYT por cuestionar su éxito en los negocios. La ejecutiva del Times ha respondido que la demanda no tiene mérito legal y que es parte de una estrategia para intimidar al periodismo independiente y desacreditar a los medios que informan con hechos y que su periódico no será amedrantado. Es la única respuesta correcta. A diferencia de Putin, el Times no quiere nada del presidente, salvo que respete la Primera enmienda. Cuando un narcisista no consigue lo que quiere, experimenta una grieta de ego que se manifiesta normalmente con una pataleta importante, y una herida del ego que sólo se cura con sangre, venganza y destrucción.

“Puedes remontarte hasta su infancia todo lo que quieras, pero este es un hombre que nunca superó no haber ganado un Emmy”, dice Hillary Clinton en la gira de su último libro. “¿Por qué sigue afirmando que no hubo interferencia rusa? Porque yo obtuve más votos que él. Aunque terminó ganando en el Colegio Electoral, no puede superar el hecho de que yo obtuve casi tres millones de votos más. Eso es lo que motiva este esfuerzo por reescribir la historia y eliminar la evidencia factual a la que todos llegaron en un escenario mucho más amplio”. Curiosamente, Hillary Clinton olvida mencionar que ganó las siguientes con un margen mucho más amplio. El narcisista siempre ve el narcisismo en el ojo de los demás.

Apropiación y proyección

También se apropia de lo que no es suyo y se desentiende de lo que sí lo es. El propio presidente lo ilustraba con una de sus más agudas declaraciones sobre el estado financiero del país: “Creo que las partes buenas son la economía Trump y las partes malas son la economía Biden”. La fórmula es así de simple: cualquier cosa que tenga éxito pasa a ser de su propiedad, incluyendo las ideas, eslóganes y trabajo de otros. Esta es una fuente inagotable de conflicto entre pares, como aprendieron otros narcisos como Narendra Modi o Elon Musk.

El líder indio mantenía una relación excelente con su homólogo americano, hasta que empezó a pedir que le dieran el Nobel de la Paz por haber resuelto el conflicto militar entre India y Pakistán. Modi dijo que las hostilidades se habían resuelto sin mediación externa, y los dos hombres se enzarzaron como dos perros por una salchicha, en un marco de acuerdos comerciales que acabaron acercando la India a Pekín y Moscú. La relación con Musk, un romance condenado desde la cuna entre dos hombres que compiten por la misma clase de atención, no ha sido buena desde que el CEO de Tesla dijo que habría perdido las elecciones sin su apoyo. 

Las batallas de ego por apropiación de roles y aciertos son una fuente de esperanza para aquellos que temen coaliciones serias entre esta clase de líderes, pero no es la única. Todo lo que les avergüenza es proyectado automáticamente sobre los demás. Tanto el robo como la proyección son actos reflejos e inconscientes del narcisista, scripts que ejecuta el código defectuoso de defensa que mantiene su fachada en pie. En ese sentido, la proyección presenta una importante ventaja, porque es un anuncio involuntario de su intención. Por ejemplo, si un narcisista miente o tiene envidia de alguien, acusará a otros de la misma cosa. El que quiere invadir Ucrania para expoliar sus riquezas y establecer un régimen nazi sobre la población, dirá que quiere salvarla y desnazificarla. El que acusa a su oponente de querer robar las elecciones, está orquestando o ejecutando maniobras ilegales en la oscuridad. Otra ley que nos permite predecir su comportamiento: el narcisista siempre hace trampa, pero sólo es trampa cuando no lo hace él.

La era de las consecuencias

La incidencia del narcisismo en las empresas es alta y está muy estudiada. Sorprendemente, hay facetas positivas. Un narcisista puede proyectar la clase de confianza, ambición y visión de grandeza que inspira a otros a reactivarse anímicamente, trabajar con más entusiasmo, ser más creativos y movilizar más recursos en la misión. Su voluntad de riesgo y de visibilidad pueden impulsar transformaciones importantes, como han demostrado figuras como Elon Musk o Steve Jobs. Al mismo tiempo, esa clase de visionario suele priorizar su instinto y su ego sobre los datos empíricos, ignorando datos o expertos, maltratando al talento, creando ambientes tóxicos de favoritismo y desconfianza. Las grandes corporaciones son un mundo de CEOs inestables capaces de tomar decisiones erráticas de forma unilateral y continuada, causando daños reputacionales o estructurales durante mucho tiempo, siempre que la empresa siga dando dividendos a su junta de inversores. Esa es la clase de poder que Trump quiere para sí mismo: ser el primer rey americano. Una idea cultivada y desarrollada por Curtis Yarvin, un blogger que ha seducido a la nueva derecha con sus panfletos sobre un nuevo CEO monárquico capaz de gobernar sin pelear contra la burocracia corrupta de la democracia liberal. Es la estrategia última para manipular a un narcisista cuando no eres más que un administrador de sistemas con un blog: crear el relato que necesita para hacer lo que realmente quiere hacer.

*Marta Peirano es periodista y escritora. Su último libro es ‘Contra el futuro. Resistencia ciudadana contra el feudalismo climático’ (Debate, 2022). 

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