Elogio de Nabucodonorcito

Narciso (Caravaggio, 1594-1596)

Bernat Castany Prado

La sensación de que hoy en día somos más narcisistas que nunca podría ser efecto de nuestro narcisismo de siempre. Al fin y al cabo, nuestra necesidad de autoalabanza es tan fuerte que, cuando no recurrimos al narcisismo en positivo, según el cual somos los mejores, recurrimos al narcisismo en negativo, según el cual somos los mejores en ser los peores. Es cierto que, de un lado, el mundo de las redes sociales y los algoritmos parece haber intensificado nuestra tendencia a la autoevaluación comparativa, provocando un aumento de los problemas de autopercepción y de heteropercepción, que suelen ir atropelladamente seguidos por los de la ansiedad, la intolerancia o la soledad. Del otro lado (y agarraos los machos, que vienen citas), desde Plinio el Viejo, quien dijo hace dos mil años que “la única cosa segura es que no hay nada seguro, ni nada más miserable y engreído que el hombre”, a Woody Allen, para el que “masturbarse es hacer el amor con la persona que más quieres”, pasando por La Rochefoucauld, según el cual “el halagador es el único orador que siempre nos convence”, y Oscar Wilde, quien llegó a afirmar que “el único amor consecuente, fiel, comprensivo, que nunca nos defrauda, y nos acompaña hasta la muerte, es el amor propio”, el narcisismo parece ser una de las características fundamentales del ser humano. ¿Por qué decidirse? Más aún, ¿por qué decidirse? Pues ambas cosas parecen ser verdad a la vez.  

Podríamos decir que el narcisismo es como el colesterol, que hay del bueno y del malo. El narcisismo bueno (para el cual deberíamos hallar otro nombre), sería la tendencia natural a realizar aquellas acciones que mejoran nuestra consideración acerca de nosotros mismos, y a evitar aquellas que la reducen. Dicha tendencia, que compartimos con los animales, sería adaptativa, en el sentido de que favorece nuestra supervivencia, al hacernos más resolutivos y osados a la hora de adaptarnos y enfrentarnos al mundo. El narcisismo malo (que me resisto a llamar patológico, no vaya a ser que nos quieran medicar también de eso), sería el desarreglo de este mecanismo, que produciría, a la vez, una autovaloración permanentemente negativa, que los psicólogos llaman falla narcisista (que puede ser más profunda que la de San Andrés, y más inflamable que las de Valencia), y una sobrecompensación desesperadamente afirmativa, que es lo que solemos llamar narcisismo, y que suele traducirse en una minusvaloración vampírica de las personas y realidades que lo rodean. Pero vosotros qué sabréis… 

El narcisismo, como la isla, es una cuestión antigua y barbuda. Aristóteles, Epicuro y otros ya utilizaron el término philautia, para referirse al “amor de sí”, o aún mejor, “amistad de sí”, que podría equipararse con lo que hemos dado en llamar narcisismo sano. Ésta no sólo implicaría la reconciliación o el asentimiento con lo que uno es, sino también la peligrosa travesía entre la Escila de la megalomanía y la Caribdis de la autoconmiseración, para aportar en la megalopsykhia, o grandeza de espíritu, que sería el deseo ajustado de realizar cosas grandes y dignas, que consistiría en tratar de llevar una vida libre, valiente y justa. Rousseau también distinguió, en su Emilio, entre el “amor de sí”, que describió como un instinto natural de autopreservación, que no implicaría agresividad hacia los demás, y el “amor propio”, que sería la corrupción social de este instinto primitivo. Finalmente, no resulta difícil conectar este narcisismo sano con el conatus spinoziano, o esfuerzo de todo ser por conservar y ampliar su potencia, y la sensación de alegría que suele acompañarlo. Bueno, esto en lo que respecta al narcisismo sano, que es el mío…  

Luego está vuestro narcisismo patológico, que no debemos ver como un defecto contingente, de corte moral, sino como un defecto estructural, de corte antropológico. Primero, porque, siguiendo al primatólogo Frans de Waal, el ser humano es el único animal que participa de la antroponegación, que entiende como una extraña fantasía de trascendencia, en virtud de la cual espera librarse de la muerte negando su pertenencia a la especie animal. Nuestro narcisismo de especie sería una fantasía compensatoria, consistente en afirmar, frente a todos los demás seres vivos, que poseemos una angélica condición inmortal, por la variable razón de que somos los únicos en tener alma, en ser racionales, en gozar de libertad, en saber jugar, en hacer arte, o en tener la capacidad de ser buenos, o de ser malos (pues, al que siente que no vale, todo le vale). Este narcisismo estructural nos ha llevado, a lo largo de los siglos, a creernos la principal preocupación de un Dios, que nos habría hecho a su imagen y semejanza; el centro de un universo que no sabría reponerse a nuestra muerte (cuando la nada está llena de especies imprescindibles); y los dueños de unos animales y unas plantas, que despreciamos y explotamos inhumanamente. No nos resulta sospechoso que ningún extraterrestre haya sido nombrado Míster Universo. Estamos encantados de habernos desconocido.  

Un narcisismo estructural

Nuestro narcisismo estructural también se basa en el hecho de que nuestra propia racionalidad (que es uno de los pilares de nuestra autoestima), implica una escisión de nuestra vida en dos: hay un yo que vive la vida desde dentro, de forma libre, inconsciente e inmediata, y otro que la dirige, dispone y evalúa desde fuera, llenándolo todo de dudas y de críticas. Esta escisión, o reflexividad, no sólo nos impediría vivir de forma espontánea y plena, como hacen, por ejemplo, los perros, sino que, mediante el mecanismo de la introyección, nos convierte a nosotros mismos en el caballo de Troya de unos valores sociales mayoritariamente equivocados. No hay novela más terrorífica que la de Dr Jekyll y Dr Jekyll. De esta escisión autocensora surge un profundo autodesprecio, en el que se combinan la frustración de no poder cumplir con las expectativas de nuestro otro (colectivo) interior, y la rabia por traicionar nuestros deseos (individuales) más profundos. No deja de ser curioso que la palabra “jactancia” esté conectada etimológicamente con la palabra “sujeto”, y aún más con las palabras “eyaculación”, pues proviene del verbo iacere, ‘lanzar’, o iactare, ‘lanzar repetidamente’, ya sea ante, delante, debajo, dentro o por todas partes (según el tipo de sujeto o de eyaculación). En cierta ocasión, Italo Calvino dijo: “qué bien escribiría si yo no existiera”. Y qué bien viviríamos también si lográsemos sobornar a ese juez que no deja de condenarnos a los trabajos de amor perdidos del narcisismo. Sin duda, no somos perros, ni podemos serlo, ni siquiera es deseable que deseemos serlo. Pero sí podemos tratar de no ser tan demasiado humanos.  

Y es que este narcisismo estructural es una de las principales causas de nuestra infelicidad. De hecho, muy diversas mitologías giran alrededor de este hecho. Adán y Eva fueron expulsados del paraíso por haberse bajado de los árboles para subirse a la parra. Y todos los mitos griegos giran en torno al pecado de hybris, o desmesura. Como dice Douglas Adams, al inicio de la Guía del autoestopista galáctico: “En los remotos e inexplorados confines del arcaico extremo occidental de la espiral de la Galaxia, brilla un pequeño y despreciable sol amarillento, cerca del cual hay un pequeño planeta, la mayoría de cuyos habitantes son infelices durante casi todo el tiempo.”  

Pero ¿por qué este tipo de narcisismo es tan dañino? Es dañino porque el hecho de considerarnos demasiado importantes, nos lleva a imponernos tareas excesivas, agobios innecesarios, decepciones inevitables y condenas injustas; todo ello debidamente fiscalizado por nuestra conciencia escindida. Dice Bertrand Russell, en La conquista de la felicidad, que uno de los síntomas de que se está a punto de sufrir un ataque de nervios es la sensación de que se está realizando un trabajo de una importancia trascendental. Lo cual se multiplica por mil si el trabajo en cuestión es nuestra propia vida.  

Dañino porque obstruye todo autoconocimiento. Y no sólo porque la barriga de nuestro yo hipertrofiado no nos permite ver los pies de nuestro ser real, provocando lo que me voy a permitir llamar un solipse, que sería aquella situación en la que uno mismo se interpone entre el sí (a la vida) y el sí mismo (ensimismado, insatisfecho y amargado), condenándose al solipsisimo, y a la irrealidad. Sino también porque nos impide establecer lazos humanos (y animales, y naturales) auténticos, pues, sin un otro significativo, que nos dote de límites oponiéndonos su ser, jamás lograremos autoconstituirnos, y, por ende, autoconocernos. El narcisista es el tirano al que todos, incluido nosotros mismos, le bailan el agua, distorsionando, de este modo, su reflejo. Nuestra capacidad de autoengaño es infinita. Según dijo Plutarco en Cómo diferenciar al adulador del amigo, nadie nos va a engañar tanto a lo largo de nuestra vida como nuestro propio adulador interior. Y como suelen decir los moralistas franceses: nos bebemos de un trago la mentira que nos adula y sorbemos gota a gota la verdad que nos amarga. De este modo, acabamos creyéndonos nuestras propias máscaras de mentiras, como aquel hombre que se disfrazó de oso, y al ver que se encontraba mal, se fue al veterinario. Minotauro en el laberinto de ecos buscándose en vano, ano, ano… Cosa que le habría encantado a Freud.  

Dañino porque nos condena a la soledad. Se dice que los presumidos miran a los demás para ser vistos. Cosa que también sucede entre los narcisistas, con el agravante de que todos se miran del mismo modo. Como decía el dramaturgo francés Paul Géraldy: “cada uno tiende su retrato al otro y el otro solo se mira en el cristal” . Así, a todos nos acaba pasando como a aquel gran actor que se encontró con una actriz célebre y él le habló de él, ella de ella, cada uno se enamoró de sí mismo, y luego se casaron. Aspiramos a mónada, nos transformamos en mónada, y acabamos en nonada, pues somos como los siameses, que no pueden existir a solas. Necesitamos un otro fuerte que nos oponga el límite de su propio ser, para que podamos autoconstituirnos realmente. El resto es elogio de abuela. 

Dañino porque nos aparta del mundo. Y es que, por mirarse en el cristal de la ventana, el narcisista no sólo no ve a los demás pasajeros, sino que ni siquiera ve el paisaje (ya no te digo sacar medio cuerpo fuera en medio de la tormenta, como hacía William Turner). De ahí la vampirización narcisista de la realidad, que pasamos a ver como una mera proyección, adorno o instrumento, sin ser capaz de conocerla y reconocerla, y por lo tanto de amarla. Recalcati dice, en Los tabús del mundo, que el narcisista “no conoce el amor como exposición absoluta hacia lo disímil”. Por eso busca una identificación absoluta del otro consigo mismo (un poco como en First Dates). En una de las múltiples versiones del mito, la ninfa Eco se suicida debido a la burlona indiferencia de Narciso. Eco es el mundo que Narciso ignora. El problema, nuevamente, es que, sin exterior, no hay aire, y, sin aire, nos ahogamos, como éste, en nuestro propio reflejo.  

Devorarse a uno mismo

Dañino porque nos lleva a destruir el mundo. Pues el narcisista no sólo ignora la realidad, sino que la odia, ya que, a pesar de todos sus autoengaños, ésta, o aquella (no importa, puesto que la realidad está en todas partes), no puede dejar de recordarle sus límites. De ahí que, para Lacan, la raíz de la violencia sea la fascinación por el propio ideal, que nos lleva a negar o a destruir todo aquello que nos recuerda nuestra incompletitud, nuestra imperfección. Quizás, por eso, la última flor que Perséfone cogió antes de bajar al Hades sea un narciso. 

Dañino porque nos debilita y amarga. Pues la distancia entre su autoimagen idealizada y la realidad pertinaz cava una falla narcisista, que tratamos de salvar a toda costa arrojando a su interior todo aquello que nos limita, incluida nuestra propia vida, imperfecta, caótica, y salvajemente real. Como los agujeros, el narcisista se define en relación a aquello que no es. Y crece destruyendo lo que hay a su alrededor, hasta devorarse a sí mismo, pues, cuando un agujero se queda sin límites, deja de ser un agujero, para pasar a ser un vacío. El narcisista, en fin, no tiene carácter, tiene cráter. Y de él sale todo el humo y toda la ceniza de las pasiones tristes: ansiedad, vergüenza, miedo, envidia, desconfianza, culpa... El narcisismo, en fin, es como esos fotógrafos que te ponen en las posturas más incómodas con el objetivo de sacarte en la postura más natural.  

Y dañino porque nos hace malos, al impedirnos cumplir con la regla de oro de tratar al otro como un fin en sí mismo, y no como un medio. Pues, para él, todo es un medio o un obstáculo. Una pequeña gasolinera perdida en el desierto en la que llenar su tanque de ego, o un pequeño planeta colgado en la nada al que sacrificar en aras de sus fantasías compensatorias. Todo le sirve para alcanzar su fin, que es la autoglorificación, o la heterocondenación, que tanto monta. Y le sucede (o permite que le suceda) como al oso del chiste, que le preguntó a un conejito blanco si, al cagar, se le enganchaba la mierda en los pelos, y al decirle éste que no, lo agarró y se limpió el culo con él.  

Pero, volviendo a nuestra perplejidad inicial, ¿no somos un poco más narcisistas? Igual sí. O igual sólo de otras maneras. Decía Freud que el ser humano moderno (entiendo que occidental) había sufrido tres heridas narcisistas: el copernicanismo, que nos arrancó del centro del universo; el darwinismo, que nos equiparó a los animales; y el psicoanálisis del mismo Freud (of course), que habría acabado con nuestra confianza en el carácter uno, grande y libre de nuestro yo. Lo cierto es que podríamos añadir muchas otras heridas narcisistas, como el relativismo multicultural, que le robó a los occidentales su sedicente universalidad; la secularización de las sociedades modernas, que cortó, como en Jack y las habichuelas mágicas, nuestras presuntas raíces celestiales; la globalización, que sometió a las diversas naciones a un humillante proceso de homogeneización, y las desapropió de buena parte de su soberanía; o las sucesivas revoluciones industriales, que amagan con transformar al ser humano en un periférico de las máquinas, proceso que se ha visto ahondado hasta extremos insospechados con la llegada de la Inteligencia Artificial generativa (que, horresco referens, podría hallarse tras estas páginas).  

Por si esto no fuese suficiente, el sistema (o mejor dicho la cultura capitalista, pues ha dejado de ser una mera opción política para erigirse, o erguirse, en la civilización en la que habitamos) ha sabido poner a trabajar a su favor todos nuestros narcisismos: el eterno y el histórico, el estructural y el cirscuntancial, el sano y el patológico. Todo ello aprovechando la afinidad estructural que existe entre ambos.  

Primero, porque, al igual que el capitalismo, el narcisismo no ve fines en sí mismos, sino medios con los que alimentarse. Por eso le ha sido tan fácil al primero capturar nuestros tropismos ególatras, reforzando, de este modo, su rentabilismo económico o social con nuestro rentabilismo narcisista. De ahí la perversa conexión entre narcisismo y autoexplotación, que ha acabado transformando nuestro ocio en autopromoción, y nuestra vida en vida laboral, tal y como han estudiado autores como Zigmunt Bauman, Eudald Espluga, Eva Illouz, Byung Chul Han o Remedios Zafra. 

Segundo, porque, mediante sus producciones culturales, nos ha hecho sentir indignos (gordos, fracasados, cobardes, vagos), y ha logrado movilizar toda nuestra existencia, bajo la forma del entusiasmo y del agotamiento, en el seno de una sociedad concebida como una gran empresa en la que estamos dispuestos a trabajar todo el día, incluso de forma gratuita, con el objetivo de no ser despedidos. Cosa que las redes sociales y los algoritmos han llevado hasta la apoteosis. El narcisimo es la energía mercurial con la que se alimenta la máquina del tardocapitalismo. Narciso y Midas son las dos caras de la misma moneda.  

Más aún. Para el individualismo narcisista propio de la sociedad capitalista, la lucha por los derechos no es una lucha común, universal, sino una lucha entre grupos particulares de interés, que se arrean con el hacha de doble hoja del narcisismo y el victimismo. Nadie lucha por los derechos de todos, sino por los propios. La justicia no es el milagro de los panes y los peces, en virtud del cual al final ganamos todos aun cuando algunos empecemos perdiendo, sino que es la lucha por la mayor parte del pastel. De ahí el narcisismo victimista que tantos hombres sienten ante el avance de las mujeres, tantos ricos ante el avance de los pobres, y tantos patricios ante el avance de los inmigrantes. Lo que sí que hay es narcisismo para todos. Para individualistas posmodernos enganchados al espejito espejito de las redes sociales, para supremacistas llorones, para hombres acomplejados en peligro de extinción, para patriotas dispuestos a matar por la patria, para nostálgicos adictos al retrovisor, para millonarios psicópatas, y para sedicentes clases medias despechadas, dispuestas a quemar, como Eróstrato, el templo de la democracia, con el objetivo de volver a ser el centro de la fiesta.  

Lo primero es no dañar

Este es el diagnóstico. En lo que respecta al tratamiento, como diría Hipócrates, lo primero es no dañar. ¿Cómo? No difundiendo la idea de que existe una solución única y sencilla. Pues, dejando a un lado que hay un narcisismo sano, al que no deberíamos renunciar, sino tratar de aligerar de sus deformaciones congénitas, en general, y de su captura capitalista, en particular, el narcisismo patológico también parece ser (¡oh Dios!) inerradicable: ya sea porque también forma parte de nuestra misma condición humana, ya sea porque es el resultado del fuste torcido de la humanidad, ya sea porque simplemente somos así. Parece, pues, que el narcisismo patológico no es sólo como el colesterol malo, sino también como la diabetes o la hipertensión: una enfermedad crónica que no podemos soñar con erradicar, sino sólo con estabilizarla. ¿Cómo? Cambiando nuestros hábitos de vida, a nivel individual y colectivo.  

A nivel individual, no nos iría mal restarnos un poco de importancia. No se trata de menospreciarnos, en tanto que seres miserables, sino de justipreciarnos, en tanto que seres a la vez insignificantes y maravillosos, como aquel payaso que en la pista se hacía llamar ‘Nabucodonorcito’. Porque, si una de las grandes causas de nuestra infelicidad es nuestra falta de humildad, que nos carga, primero, con tareas y esperanzas desaforadas y, luego, con frustraciones y decepciones excesivas, la humildad no puede consistir en arrojarse a un pozo de miseria, sino en descender una pendiente para saltar más alto, como los que hacen salto de esquí.  

También nos iría bien una cierta pedagogía del límite, que nos ayudase a comprender, como la paloma de Kant, que la muerte, la vejez, la enfermedad, el cambio, el desorden y la imperfección no son trampas que deban llevarnos a romper la baraja, sino la mano con la que debemos jugar la partida. Que ser imperfecto es mejor que ser perfecto, porque lo perfecto no existe, y es mejor ser la cola de un ratón real que la cabeza de un león inexistente. Que los límites no son una humillación, sino una condición de posibilidad. Nos hace falta, en fin, un poco de asentimiento. Un poco como Freddie Mercury, que nunca se arregló los dientes, porque no quería que eso cambiara el timbre de su voz.  

También necesitamos desplazar o descentrar nuestro propio yo, y dejar que los vientos del mundo entren a ventilar la habitación cerrada de nuestro ego. Pero, del mismo modo que para abrir una puerta hay que dar un paso atrás, para dejarle paso al mundo, necesitamos distanciarnos respecto de nosotros mismos. Cuánto nos convendría leer el apéndice que Max Scheller añadió a su Contribución a la fenomenología de los sentimientos de simpatía, amor y odio, de 1913, cuyo título es: “Sobre la razón para aceptar la existencia del otro yo.” (Es broma, basta con el título). Debemos dejar que los meteoritos de la otredad impacten en nuestra superficie. La luna sería horrible si fuese lisa. Todo cráter es un grain de beauté

Y nada mejor para hacernos humildes, descentrarnos y asentir con lo que somos que reírnos un poco de nuestro yo narcisista, con el objetivo de que se corra (de vergüenza, primero, de gusto, o con jactancia, después) a un lado (pero no encima del de al lado, en todos los sentidos de la expresión). Liberados mediante el humor de nuestros delirios de grandeza, podemos asumir, mediante la risa, nuestro ser real. Por eso, en mi opinión, una de las mayores obras de la filosofía francesa es haber escogido a un gallo como símbolo nacional, porque es el único animal capaz de cantar con los pies en la mierda. Lo cual es una representación perfecta del asentimiento. Mucho mejor, en mi opinión, que la del oso que baila encadenado, de Nietzsche. Modestia a parte (o aparte, que siempre dudo). 

Claro que el humor no sólo nos permite reírnos de nosotros mismos, sino también abrazarnos en una risa común, en tanto que participantes de una misma condición humana ridícula, contradictoria, frágil, tierna, y muchas veces excusable. Sólo cuando comprendamos que todos estamos hasta el cuello, nos convenceremos de que lo mejor es no hacer olas.  

También necesitamos medidas políticas que reviertan la captura y la aceleración que la economía neoliberal y la tecnología, mmm… también neoliberal, han operado sobre nuestro narcisismo: controlar los algoritmos que nos encadenan con sus egocéntricas cintas de Moebius; fomentar la idea de que la lucha política debe ser la lucha conjunta por unos derechos universales, y no la pelea de grupos de interés por sus propios intereses particulares; buscar formas de recomponer el tejido social, porque el individualismo se nos ha revelado como una sábana demasiado corta, que nos deja destapada la espalda cada vez que se la robamos al de al lado; o redescubrir la lectura, el arte y la filosofía como formas de exponernos y reconciliarnos con la otredad de las personas, las ideas y el mundo. Sin duda, todas estas medidas parecen ingenuas ante la horda desatada de sociópatas que gobierna el mundo. Bueno, como no diría Groucho Marx, estos son nuestros principios, si no funcionan, tenemos otros medios, y otros finales… 

 

*Bernat Castany Prado es ensayista y profesor en la Universidad de Barcelona.

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