Una ilusión inédita
Cuando murió Franco, yo tenía 34 años. Tenía ya una familia propia, con dos hijos (el tercero llegaría un año más tarde), y era profesora de Filosofía en la UAB. Esperaba con ganas, como todo el mundo en el ambiente en que me movía, el fallecimiento del dictador, con la esperanza de que por fin la homologación de España con el mundo exterior iba a ser posible. Creía que el cambio hacia la democracia iba a producirse. En Portugal lo habían hecho y no íbamos a ser menos. Los obstáculos que podían poner los hombres fuertes del régimen franquista eran considerables, pero la voluntad popular a favor del cambio también lo era. Recuerdo la emoción con que escuché por primera vez en la televisión pública los acordes de la Internacional acompañando la publicidad electoral de los partidos socialistas. Empezar a votar por sistema y en elecciones serias, no la ficción de referéndum que se convocó en 1966 para legitimar a Franco, era compartir una ilusión inédita. Como fue emocionante para mí la victoria de Felipe González en 1982. Aunque mi conexión con los partidos socialistas había sido escasa hasta entonces (mis primeros votos fueron al PSUC y al PSP de Tierno Galván), creía en una izquierda capaz y con voluntad de crear un sistema educativo, un sistema sanitario y una Seguridad Social dignos, expectativas que se vieron ratificadas con sorprendente celeridad y eficacia, especialmente en la instauración de un sistema sanitario público que aún hoy, con todas las imperfecciones y negligencias que ha ido acumulando, sigue siendo comparable a lo mejor de Europa.
En 1975 mis creencias religiosas se habían debilitado casi por completo. Tras recibir una educación religiosa estricta y dogmática y en un ambiente de misa dominical obligatoria y de costumbres morales obsesionadas con la represión de la sexualidad, había dejado de creer en Dios y en una vida eterna. Era una agnóstica convencida, pero consciente de que la religión dejaba un vacío que había que llenar con otras cosas. No había dejado de interesarme el significado y devenir de la religión, por lo que me había metido a fondo en el estudio de una corriente protestante de teología progresista llamada “de la muerte de Dios”, cuyo objetivo consistía en liberar a la religión de doctrinas y mitos incomprensibles y, en caso de mantener algo de la tradición religiosa, centrarse en los mensajes de fraternidad y amor, al margen de la dependencia eclesiástica. Creía en la necesidad de separar política y religión y abandonar el nacionalcatolicismo que se había impuesto con el franquismo.
Europa quedaba lejana hasta que la inclusión de España en la entonces Comunidad Económica Europea, la “Europa de los Doce”, además de alimentar la autoestima de todos nosotros propagó la creencia en el futuro de una Europa que estaba por diseñar y de cuya construcción íbamos a ser partícipes.
Confiaba en las posibilidades de un feminismo incipiente, que ya había obtenido un primer logro fundamental con la aceptación del sufragio femenino y que avanzaba a duras penas hacia una igualdad jurídica y real que debía recorrer aún muchas etapas. Entre los padres de la Constitución no hubo ninguna mujer, y las primeras listas electorales estaban muy lejos de la paridad, pero la fe en que la emancipación de la mujer no tenía marcha atrás era poderosa.
Transitar de la dictadura a la democracia, de un Estado nacionalcatólico a un Estado laico, de la marginación a la inclusión en Europa, alcanzar cotas de libertad nunca experimentadas, sobre todo para las mujeres, y ver cómo se iban garantizando los derechos sociales fueron hechos irrefutables para creer en ellos. Cierto que pronto llegó el desencanto por la lentitud de algunos cambios, por el poco reconocimiento recibido por algunos de quienes fueron sus dirigentes más destacados, por el terrorismo persistente de ETA, por la dificultad de transformar las mentalidades y las costumbres heredadas, por la constatación de que las instituciones aun siendo democráticas no acaban con las malas prácticas. Las creencias se nutren de las expectativas que provocan. Ahí es donde estamos fallando todos.
*Victoria Camps es filósofa y exsenadora. Su último libro es ‘La sociedad de la desconfianza’ (Arpa,2025).