Y se murió por fin
Miren esas caras: Franco acaba de morir, pero no son caras de alegría, tampoco de tristeza; son caras de incertidumbre, de perplejidad, de desasosiego; fíjense en la expresión de la única persona que mira a la cámara, ese hombre de la derecha de la imagen cuya cabeza sobresale por encima de dos mujeres jóvenes. “Y ahora qué”, pregunta. Viendo esa foto, es inevitable recordar de nuevo a Julio Cerón, aquel singular diplomático que a finales de los cincuenta fundó el FLP (Frente de Liberación Popular) y pagó con tres años y pico de cárcel su osadía antifranquista. “Cuando Franco murió, hubo gran desconcierto”, dijo. “No había costumbre”.
Hay quien piensa que la democracia era inevitable en España tras la muerte de Franco; asombrosamente, lo piensan incluso algunos protagonistas de aquel período. Es un espejismo teleológico. La democracia nunca es inevitable, y tampoco lo era en la España posfranquista; de hecho, algunos politólogos relevantes, como Giovanni Sartori, pensaban por entonces que los españoles no estábamos preparados para la democracia. El lema celebratorio de nuestro Gobierno –“España en libertad. 50 años”– comporta una falsedad flagrante. La muerte de Franco no representó el fin del franquismo; tampoco el principio de la democracia. El franquismo era robusto a la muerte de Franco, aunque no lo bastante robusto para imponerse al antifranquismo; el antifranquismo era robusto a la muerte de Franco, aunque no lo bastante para imponerse al franquismo. De ese empate de impotencias surgió en España la democracia. Esta no empezó tras la muerte de Franco: jurídicamente, empezó el 27 de diciembre de 1978, cuando se promulgó la Constitución tras haber sido aprobada en referéndum tres semanas antes; simbólicamente –es decir, realmente–, empezó a las seis y media de la tarde del 23 de febrero de 1981, en el hemiciclo del Congreso de los Diputados, cuando los tres políticos más determinantes para la instauración de la democracia, que durante la mayor parte de sus vidas no habían creído en ella –Adolfo Suárez, el general Gutiérrez Mellado, Santiago Carrillo–, decidieron jugarse el tipo por la democracia. En cuanto a mí, el asco insuperable que me produce la muerte me impide alegrarme incluso de la de un individuo tan siniestro y sanguinario como Francisco Franco.
La verdad: no sé qué demonios estamos celebrando.