No es humor todo lo que reluce

Ilustración.

Miguel Sánchez-Romero

¿Es el humor el paracetamol que necesita esta España dolorida por un discurso público embrutecido, torpe y zafio? Veamos qué dice el vademécum farmacológico: efectivamente, además de su poder analgésico, el humor podría también, a modo de ibuprofeno, rebajar ese tono excesivamente inflamado con que últimamente se manifiestan algunos políticos y, ya de paso, hacer las veces de protector gástrico que mitigue el daño que provocan los corrosivos mensajes que a diario nos vemos obligados a consumir si decidimos informarnos. Si les sorprende mi cultura farmacéutica les confesaré que no es mérito propio sino de los retrasos de la sanidad. He pedido cita con el dermatólogo y me la han dado tan tarde que me ha salido más a cuenta matricularme en Medicina.

Pero volvamos al tema: el humor como receta para acabar con este agrio clima político que acaba contagiando, en la inevitable proyección pedagógica que lo público tiene sobre lo particular, a gran parte de los ciudadanos. Es cierto que el humor podría, como esos antibióticos de amplio espectro capaces de combatir una sorprendente variedad de bacterias, ayudar a relajar un clima social afectado por las diatribas incendiarias de algunos políticos, a enfrentar el salvaje radicalismo presente en las redes y tal vez apaciguar ese ímpetu polarizado que está convirtiendo al cuerpo social de este país en el de dos hermanos siameses que no se soportan. De los tiempos del Duelo a garrotazos, de Goya, a hoy sólo ha cambiado el que ahora en lugar de garrotes utilizamos teléfonos móviles.

El problema es que el humor y su efecto inmediato, la risa, tienen mejor prensa que la que merecen. Porque, al igual que esos medicamentos para la diarrea que, para asombro del paciente, advierten en sus prospectos que entre sus efectos secundarios pueden provocar diarrea, el humor puede aportar todos esos beneficios que acabo de enumerar y también hacer justamente lo contrario. El humor carece de la inocencia que algunos se apresuran a atribuirle. Es un bisturí que en manos de un cirujano puede hacer mucho bien, pero es letal si se lo prestas a Hannibal Lecter en ayunas.

Las redes, y el repertorio de algunos cómicos, están llenos de ejemplos de lo cruel que puede llegar a ser un chiste. Hay quien excusa esta crueldad clasificando la ocurrencia dentro de esa categoría humorística denominada humor negro y acude de inmediato, como refrendo de su pertinencia, a Gila y alguno de sus magníficos monólogos – “me han matado al hijo, pero lo que nos hemos reído”–. La diferencia es que el hijo de Gila jamás existió y los protagonistas de los chistes a los que me refiero tienen todos nombres y apellidos. El humor negro suele ser humor básicamente cuando le sucede a otros. En realidad, ocurre con el humor en general. De ahí que Mel Brooks se preguntara: “¿Por qué cuando me caigo por una alcantarilla es divertido y cuando le pasa a usted es trágico?”.

Por eso es importante saber utilizarlo. El sarcasmo (“Burla sangrienta, ironía mordaz y cruel con que se ofende o maltrata a alguien o algo”, DRAE) como herramienta humorística deja de parecerse al simple odio cuando cuenta con la complicidad de la persona a quien se dirige. Los roasts norteamericanos, esos programas donde un personaje conocido es “atacado” de manera salvajemente humorística por un grupo de cómicos, son un buen ejemplo. Sin esa presencia cómplice del protagonista, el humor se tornaría en pura bilis, salvo que el objeto de esa burla sea un ser objetivamente despreciable como Hitler, Stalin o el inventor del marketing telefónico.

El humor debe hacer reír

El problema es que la consideración “objetivamente despreciable” es muy elástica y hay quien considera que concuerda con esa descripción todo aquel que no concuerde con lo que él opina. No ayuda el hecho añadido de que haya un general convencimiento entre muchos miembros de la profesión de que el humor debe incomodar. Si esa afirmación fuera cierta, Faemino y Cansado o Chiquito de la Calzada no serían humoristas. Es posible que incomodar sea la tarea de cierto humor, pero el Humor es una galaxia en la que habitan desde un pedo a la exquisitez de una frase de Oscar Wilde. Yo diría que la verdadera obligación del humor es, fundamentalmente, hacer reír. 

Es verdad que el humor es un salvoconducto para transitar por geografías vedadas al discurso serio, pero el uso de esa licencia requiere cierta responsabilidad. Sin ella, el humorista –y todos podríamos serlo si tras una barbaridad añadimos la coletilla “es un chiste”– corre el riesgo de convertir lo humorístico en brutalidad o simple insulto. Tan poco sentido tiene instituir la inviolabilidad del rey como pretender la inviolabilidad del cómico. De ninguna de las dos cosas puede salir nada bueno, salvo que te llames Corinna. 

Ese estallido liberador que es la risa no tiene forzosamente un origen beatífico. Risa no es sinónimo de alegría y por eso en ocasiones su procedencia no es otra que una triste crueldad. Baudelaire dejó escrito que “la risa es satánica, luego es profundamente humana”. Baudelaire tuvo la suerte de morir en 1867. Su opinión de la risa habría sido aún peor si llega a ver alguna comedia francesa.

Pero es verdad que en el ser humano la risa no puede escapar a las particularidades personales del que ríe o pretende hacer reír. De un humorista contaminado por la crispación no podemos esperar un humor distendido y sensato. Sería una esperanza vana, como que el premio Planeta se lo den a un escritor.

No es que crea que el humor deba ser siempre inmaculadamente blanco como los dientes de Luis Miguel. Me gusta el humor afilado, incluso salvaje. Pero si optas por caminar por el lado salvaje de la risa y quieres que siga siendo humor hay que aportarle una dosis extra de esfuerzo e inteligencia. “Detrás de un chiste hay muchas horas de trabajo serio”, dicen que decía el comediante y escritor estadounidense Will Rogers. Conozco a humoristas en permanente huelga de brazos caídos. 

Les contaré un secreto: los que, de una forma u otra, nos dedicamos al humor no somos un ejemplo de valentía. Nos aterroriza el silencio. Sobre todo, si se produce después de un chiste. Por evitarlo hay quien está dispuesto a hacer lo que sea. Y, en ocasiones, ese loquesea consiste en añadir al repertorio una carga ideológico-reivindicativa que genere un ambiente de complicidad entre el público y, de rebote, cierta indulgencia de camarada ante la mediocridad de algún que otro chiste. De manera que, al igual que algunos espectáculos de trapecio, hay humoristas a los que su militancia en un determinado activismo sirve de red que le permite minimizar el riesgo. El resultado final suele ser poco humor y mucha consigna, en el mejor de los casos. En el peor, unos excesos verbales que nada tienen que envidiar a los de los políticos más feroces.

Me gustaría dejar claro que no estoy en contra de que los cómicos se impliquen políticamente en la configuración de su repertorio, estoy en contra de que la perspectiva política sea la excusa para no hacer buenos chistes. He hecho demasiados programas de televisión como para declararme inocente de ese pecado. Tengo asumido que iré al infierno del humor. Un lugar terrible en el que pasas la eternidad escribiendo un monólogo de El club de la comedia para Salvador Illa.

Admiro la forma de hacer humor político de los americanos. John Oliver, por citar uno, elabora en sus programas un retrato de la actualidad desde una perspectiva progresista de una altura humorística ejemplar. Recuerdo uno de ellos en el que acababa mandando a la mierda a Donald Trump, pero antes había hecho unos chistes tan buenos acompañados de una argumentación tan sofisticada que ese exabrupto final no parecía otra cosa que la consecuencia lógica de lo que acabábamos de escuchar. El humorista vago o falto de talento se contentaría con mandarlo a la mierda directamente. Y, estoy seguro, a cambio recibiría la recompensa de un inmerecido aplauso. 

El caso de Estados Unidos nos sirve también para responder a la cuestión de si el humor es la kryptonita de la crispación, no lo parece. En el país donde se hace un humor crítico de muchos quilates no da la impresión de que el tono público haya rebajado su acritud. Y, desde luego, no sirvió para evitar que un aprendiz de emperador llegase a la presidencia. La historia se repite con ligeras diferencias: Calígula nombró cónsul a su caballo, los americanos han llevado un asno a La Casa Blanca.

Pero no voy a negar al humor sus bondades, una de las principales es que, precisamente personajes todopoderosos como el presidente de los Estados Unidos no puedan blindarse contra lo único que altera el mar de adulación en el que se mecen: el ridículo. 

Pero, incluso aunque su capacidad sea limitada, estamos obligados a venerar el humor, el buen humor. Y celebrar la posibilidad de poderlo utilizar como la mejor arma para pelear por aquello en lo que creemos. Aunque quizás, para rebajar la aspereza insoportable de la política no solo deberíamos contemplarla con humor, sino atendiendo a lo que escribió Tzvetan Todorov: “Una máxima para el siglo XXI podría ser para empezar no combatir el mal en nombre del bien, sino cuestionar las certezas de la gente que siempre asegura que sabe dónde se encuentran el bien y el mal”. 

Yo, sin expectativas de ganar el Princesa de Asturias de Ciencias Sociales como Todorov, pero ilusionado con la posibilidad de que me den el Planeta ahora que se ha puesto tan a tiro, también he pensado en algo. Aunque les anticipo que es una propuesta naif que casi me avergüenza hacer pública. Si me animo a hacerlo es porque lo naif quizá no desentone mucho de la actitud adolescente con que se manejan nuestros representantes. Se trataría de modificar el artículo 98.3 del reglamento del Congreso que prohíbe tomar y distribuir imágenes en determinados espacios privados de la Cámara Baja, entre ellos la cafetería. ¿Por qué? ¿Qué ocurre en esos espacios que no puedan ver los españoles? ¿Estamos hablando de una cafetería o de un coffee shop

Disentir no es aborrecer

Continuamente vemos a los políticos, ya sea en el Congreso, el Senado o en actos de cualquier otro tipo homogéneamente separados, guardando las distancias como si no se les permitiera mezclarse con quienes pertenecen a un partido que no es el suyo. ¿Por qué no podemos verlos cuando diputados de distinta ideología están relajadamente sentados en una mesa, charlando en torno a un café, como seguro ocurre en algún momento a diario? Me refiero a imágenes fugaces, no estoy hablando de crear un canal veinticuatro horas. Incluso estoy dispuesto a renunciar a la kiss cam.

Sería muy didáctico para la ciudadanía. Como lo han sido esos vídeos de YouTube que nos han descubierto que perros y gatos, iconos de la enemistad, pueden relacionarse de manera amable y delicada. Tal vez contemplar a políticos que han visto zurrarse en el Congreso tomando un café apaciblemente ayude a los ciudadanos a entender que disentir no es aborrecer. Y también estoy seguro de que a los diputados les costaría mostrar esa fiereza innecesaria hacia alguien con el que ha sido visto en alguna ocasión tratándose con educada cortesía.

Aparte de naif, reconozco que la idea podría resultar difícil de llevar a cabo por culpa de la condición humana en su vertiente política. En 2019, Óscar Puente, entonces alcalde de Valladolid, se saltó esa prohibición y publicó en sus redes un vídeo en el que se veía a Pablo Iglesias en relajada conversación con Albert Rivera. ¿Lo hizo para demostrar que Iglesias y Rivera, declarados “enemigos”, podían también sentarse a conversar tranquilamente ante un café? No, en el texto que acompañaba a la foto dejaba bien claro que el objetivo era sembrar la duda sobre la autenticidad de sus diferencias políticas. El mismo Óscar Puente que hace unos días negaba que en España haya polarización. Terraplanismo sociológico.

Pero el inconveniente de esta inocente medida no está solo en el mal uso que podrían hacer de ella sus señorías. Muchos ciudadanos entenderían, como entendieron cuando Pablo Iglesias apareció en un acto institucional sonriendo entre Iván Espinosa de los Monteros e Inés Arrimadas en lo que se suponía una informal conversación, que esa muestra de afabilidad no era sino una infame traición a las ideas que Iglesias representaba. Es verdad que los esfuerzos de Iglesias por promover un ambiente político apacible se habían limitado a besar en los labios a Xavier Doménech. Con consentimiento. Primero sorpresa y después consentimiento si hemos de ser rigurosos. 

Hace poco, un amigo me relataba la repugnancia que le produjo ver cómo en un evento festivo de un medio de comunicación Gabriel Rufián, Borja Sémper y Óscar Matute tomaban copas en una barra en medio de risas y selfis. La repugnancia no tenía que ver con ese momento privado, sino con la hipócrita severidad casi agresiva con que se trataban públicamente. 

Es importante que se propaguen ejemplos de que la discordancia no está reñida con la cordialidad. Sé que hay casos perdidos, pero aquellos que aún sean recuperables están obligados a intentarlo. José Antonio Labordeta publicó en 2009 un librito brevísimo, Memorias de un beduino en el Congreso de los Diputados, en el que relataba sus vivencias en la cámara. Quienes lo hayan leído, habrán podido comprobar como Labordeta –al que el recuerdo poco escrupuloso evoca habitualmente solo como el señor que mandó a la mierda a los del PP– tenía una buena opinión de personajes en sus antípodas ideológicas como –sorpréndanse– Rodrigo Rato o Francisco Álvarez Cascos. No sabemos qué opinaría hoy, conocidos los problemas con la justicia de ambos, pero creo que esa duda es intrascendente. En su momento, leer a Labordeta no cambió mi mala opinión sobre ellos, pero sí me ayudó a agrandar mi concepción del respeto.

Esto escribía, por ejemplo, de Adolfo Fernández Aguilar, diputado del Partido Popular: “Como soy el último del Grupo Mixto, me toca convivir con el primero del PP en esa fila. Y es él: un tipo simpático, de denso currículo y con un enorme sentido del humor. Hicimos tan buenas migas que, a pesar del lío del Trasvase, comprábamos lotería juntos; no nos toca, pero con la voluntad ya vale”.

En ocasiones, cuando en redes veo a algún energúmeno recordar al Labordeta de “¡Váyanse a la mierda!” como la única relación posible con el partido de la derecha tengo la tentación de recomendarles la lectura del libro. Naturalmente, me ahorro el esfuerzo: que sepan escribir un tuit no me asegura que sean capaces de leer.

Así que, tal vez todo consista en que Feijóo y Pedro Sánchez compren lotería juntos. Al menos, estarían de acuerdo en qué número quieren que salga. Por algo se empieza.

*Miguel Sánchez-Romero es guionista.

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