Algo se pierde en el tiempo
Se llamaba Elisa y era el verano de 2004. Aunque a mí me parecía mayor, muy mayor, no creo que rebasara los treinta. Yo tenía diecinueve años. Fue una tarde bochornosa del mes de julio, sentadas sobre la hierba de una aldea a las afueras de Lunsar, una pequeña ciudad del distrito de Port Loko, en Sierra Leona. La guerra había terminado apenas un año y medio atrás, y el país, renqueante y conmocionado, se enfrentaba entonces a algo igualmente terrorífico: las consecuencias de la barbarie. Nosotros, cinco voluntarios españoles, habíamos llegado a principios de mes para ayudar a reconstruir una escuela. Elisa, la hermana clarisa que nos guiaba en nuestra estancia, no nos había hablado de la guerra. Ni una palabra había salido de su boca. Pero en esta imagen que conservo de aquella tarde, a Elisa —con su túnica gris, austera, la cruz de madera que le caía en medio del pecho, los cuellos en punta de la camisa blanca, perfectamente almidonada a pesar del calor— la embargaba un silencio extraño.
Fue entonces, por primera vez, cuando mencionó la guerra. Y Elisa, mayor para ser tan joven, empezó a desgranar recuerdos del horror. El desgarro. La violencia. Las muertes. Los niños. Las amputaciones. El miedo. El miedo. El miedo. Ninguna de esas memorias, sin embargo, la hizo llorar. Fue ya de regreso, advirtiéndonos una vez más que, por favor, pisáramos con fuerza sobre la hierba alta para ahuyentar a las víboras, cuando nos contó cómo un día los soldados las habían acorralado a ella y a otra hermana de la congregación. Nos describió vívidamente esa escena. Iba a morir. Estaba convencida de ello. Pero después, recuerdo su mirada penetrante, sus ojos aún más oscuros. Serena, afirmó: “Yo quería morir. Quería ser mártir. Deseaba que mi sufrimiento sirviera”. Hubo un énfasis en aquel “sirviera”, y yo no le pregunté nada más. Se echó a llorar, y yo no supe —y sigo sin saber— qué decir. Siguió llorando de regreso a Lunsar, la ciudad donde pasamos cinco semanas del verano de nuestros diecinueve años. Y aquella noche, sintiendo el roce de la mosquitera que caía sobre la cama, no logré dormir. Recuerdo la escena con estupor, y me digo que algún día tendré que escribir —ahora, por ejemplo— que es difícil consolar aquello que no podemos comprender.
Otra imagen se desprende de aquí, como si viviera agazapada en el interior de esa Elisa silenciosa que rompe a llorar. Pero esta vez soy yo la que llora, un año después, en la ciudad de Addis Abeba, en un centro de las Hermanas de la Caridad —Home for the Sick and Dying Destitutes, se lee en la entrada—. Estoy en un oratorio, desconsolada. Ese mismo día han muerto muchas personas. Tantas. He visto deslizarse la sábana blanca sobre sus rostros. Me he ofrecido como voluntaria para desinfectar heridas, pero había gusanos, y entonces me he desmayado. Ahí estoy, horas después, en los últimos bancos del oratorio. Miro la cruz. Yo, que no soy creyente, le imploro al pequeño hombre que se retuerce allí: ¿todo esto por qué? ¿Todo esto para qué? Me refiero al sufrimiento. Pero el hombre pequeño, el que procede de la figurita de un niño que mi abuela mantiene en su mesita de noche, el niño Jesús —al que recurro en las turbulencias de un avión o en los exámenes finales— no me dice nada.
Entonces aparece una chica joven, de mi edad. Se llama Francesca y es italiana. Recuerdo su pelo largo, ondulado, sus ojos verdes. Es la mujer más hermosa que he visto. Se sienta conmigo y me pasa un brazo por los hombros. Al día siguiente, antes de que deje la capital y me encamine hacia Jimma, una ciudad del suroeste del país, a un centro análogo al de Addis Abeba, me entrega un sobre con una nota. Es un versículo de la Biblia, de San Mateo: Ask and it will be given to you; seek and you will find; knock and the door will be opened to you. [Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá]. Todavía la conservo. En una caja donde guardo, imagino, las historias que no sé dónde guardar.
Contaba Plàcid García-Planas, en un reportaje al que a menudo regreso —Ciervos en el mar. Los reportajes que nunca escribiré—, que muchas historias no encuentran su momento, que languidecen en cajones —físicos o metafóricos— esperando un instante que no siempre llega. “La carne y la palabra tienen esto: hay cuerpos con los que te acabas acostando y otros que se alejan dejándote a solas con el deseo. Pasa lo mismo con las historias: unas las acabas escribiendo, otras se te escurren de los brazos”. Estas líneas me acompañan siempre, como si fueran versículos de otra biblia, la mía. Existe un cajón —también metafórico— donde se apilan todas esas historias sin relato, sin justificación. La literatura, las palabras, nos otorgan eso: un porqué, un lugar. Pero no siempre. Por eso, este es un pensamiento que a menudo me asalta: existen textos oscurecidos por las sombras de los textos sin escribir. De manera que han pasado veinte años y sigo sin entender por qué, hasta que cumplí veintiséis, me empeñé en pasar todos los meses de julio en lugares a los que ahora nunca querría regresar.
No volví a llorar. Que yo recuerde. Pero la memoria es un truco. Después de aquella escena en el centro de Addis Abeba, pasé un mes en Jimma, y me convertí en una enfermera fraudulenta: aprendí a limpiar heridas, a acompañar cuando eso es lo único que queda, a realizar vendajes complicados, a desinfectar, a no desmayarme. Pero todas las tardes, sin excepción, a las 18:00 —la llamada “hora santa”— me encerraba con mi diario en el oratorio y volvía a interrogar al hombre pequeño en la cruz. Al hombre que se retorcía de dolor en su propio calvario. Le preguntaba por qué. Incluso, fiel al pensamiento mágico que me acompaña desde niña, le pedía una señal. Si existes, dime algo. Manifiéstate para que comprenda que todo esto —el dolor— tiene sentido. Que sirve, empleando ese verbo que usó Elisa.
Es difícil asumir cierto nivel de dolor, de injusticia, sin fe. Como era mi caso. Las explicaciones de quienes me rodeaban —con una fe inquebrantable que yo siempre envidié— nunca me consolaron. “Los últimos serán los primeros”, repetían. Y si bien es cierto que en un plano teórico la afirmación me parecía impecable, en la realidad, cuando veía de nuevo cómo las sábanas cubrían esos rostros queridos, la afirmación me dejaba absolutamente indiferente.
Hubo otros veranos. Pero especialmente recuerdo el último, en Chad, en una ciudad llamada Sahr. Allí conocí a Nadji. Tenía siete años cuando su tía la llevó a la consulta improvisada de otro centro donde yo seguía empecinada en ser enfermera sin serlo. Me fijé en ella: una niña que apenas podía abrir un ojo, tan grave era la infección. El enfermero vaticinó que lo perdería si no la llevaban de inmediato al hospital, pero su tía tenía que volver a su puesto en el mercado, de manera que me ofrecí yo. Aún recuerdo la expresión del médico al verme llegar con ella. Dubitativo, me preguntó si tenía fuerza suficiente para sostenerla. Respondí que sí. Así fue como, aquel último verano en el Chad, participé en una operación sin anestesia en la que atravesaron el ojo de una niña de siete años con una aguja gruesa, larguísima. Convulsionó. Se desmayó. Contuve las lágrimas. Era eso o perder el ojo, me repetía. Pero de nuevo volví al pequeño dios de la cruz.
Durante los días siguientes regresé a hacerle curas a la choza donde vivía sola —su madre la había repudiado tras casarse con otro hombre—. Pero, un día, Nadji desapareció. Pregunté, pero nadie quiso o pudo decirme qué había ocurrido. No volví a verla. Pasé el resto de las semanas pensando en qué podía haberle pasado —todo—. Pero en el cielo, me decía, los últimos serán los primeros. Sin embargo, decidí que ahí terminaba la aventura. Con ese adverbio de lugar: ahí, me refería a aquel intento sistemático de comprender lo que nunca pude comprender. El día que regresaba a la capital, N’djamena, rumbo a España, me subí al coche y vi, por el retrovisor, que alguien se acercaba corriendo. Era ella. Nadji que, de algún modo, me había encontrado. Me bajé del coche y la vi: sus dos ojos abiertos, sin rastro ya de infección. Nos abrazamos. Tengo una foto de ese instante: nuestras dos caras en el centro, juntas, ella con una mano sobre la mejilla. Es una foto que he visto muchas veces, porque cuando la miro, no recuerdo nada más que la alegría de un ojo sano. Y entonces llega el guiño silencioso del hombre pequeño en la cruz. Se curó, me digo. Sirvió. Algo sí que sirve, Elisa.
Sigue diciendo Plàcid García-Planas: “De nada sirve haber conservado, en algún cajón, el bloc en el que tomaste notas. Es como conservar, anotado en algún papel doblado, el mail del cuerpo que no llegaste a abrazar. Difícilmente será lo mismo. No es igual describir un cementerio roto el mismo día en que has tocado las lápidas que hacerlo unos años después: algo se pierde en el tiempo. Algo. O todo”.
Estas tres mujeres —Elisa, Francesca, Nadji—, estén donde estén, si es que están, perviven en mis veranos ahí. Me recuerdo a mí misma fregando suelos, lavando pañales, cocinando, desviando la mirada ante la sábana blanca, deseando ser médico, desinfectando, fingiendo entender el principio activo de un fármaco, cantando una canción de cuna en un idioma que no conozco. Lo escribo sin épica: no la hubo. No la tuve. No estaba allí, como pensaba, por altruismo. Estaba, supongo, porque deseaba comprender qué era el dolor, y cómo podía dejar yo misma de sufrir. Estar en contacto con ese sufrimiento sin fisuras debía, por fuerza, consolarme de algo. Pero de qué, eso nunca lo supe.
Cuando volvía de esos veranos de penitencia —si es que se puede volver— me sumía en una especie de mutismo. Regresaba al otro mundo sabiendo que había una grieta: esa puerta que es el reverso de la que atravesó Alicia. Ahora, mientras escribo estas líneas, y vuelve a intuirse el verano, veinte años después, entiendo que no es cierto que algo se pierda en el tiempo. O no siempre. En este caso —el mío— es al revés: ahora entiendo que en cada una de esas tres mujeres habita una parte de mí para la que no tenía, quizás aún no tenga, explicación ni palabras. El martirio. La búsqueda. La ternura. Los años me devuelven el reflejo de esta mujer que soy, que he sido, la chica que aún tiene veinte años y busca y busca y se extravía. La niña de cinco que reza al dios de la mesita de noche de su abuela. El significado de los versículos de San Mateo. El deseo permanente de abrazar lo que no tiene nombre, todo eso que, por fuerza, espera la llegada del momento en que pueda ser escrito, es decir, comprendido.
*El último libro de Laura Ferrero es la novela ‘Los astronautas’ (Alfaguara, 2023).