Progres o fachas
Me preguntan qué esperaba yo en 1975 a la muerte de Franco, así que me esfuerzo en rescatar de la memoria unas vivencias difuminadas o perdidas y no sé si recuperarlas como una foto fija de aquel mes de noviembre que cerró una etapa en nuestra historia o como una secuencia dinámica prolongada de la Transición.
La foto fija son las portadas de los periódicos del 21 de noviembre, preparadas con gran antelación. Compré un ejemplar de todos los diarios que había en el kiosko y los guardé hasta que se convirtieron en amarillentos papeles contraindicados para la alergia. Si pienso en secuencias, todos los caminos que emprendo (vida personal, trabajo, actividades) me llevan a senderos largo tiempo no transitados y hoy ya intransitables. No sería justo criticar a los muertos, precisamente porque están muertos, ni a los vivos porque están vivos, ni tampoco exculparme de los errores de la inexperiencia.
En noviembre de 1975 yo era estudiante en la Universidad de Barcelona. El futuro se me aparecía nebuloso. Me gustaban los idiomas, en parte porque eran una forma de huir a otros entornos, que posiblemente había idealizado. Pasé el verano de 1975 en Baviera con una beca del Instituto Goethe. Fueron dos meses de excursiones por las montañas, de baños en los lagos alpinos y de conciertos al aire libre en Múnich, con gente aparentemente despreocupada y feliz. Antes de regresar a España, me gasté los restos de mi beca en un viaje por Centroeuropa.
Al llegar a la frontera de Portbou, a principios de septiembre, un diario olvidado en un asiento del tren informaba sobre las últimas condenas a muerte de la dictadura. Los aduaneros no mostraron interés por mis cuadernos de ejercicios de alemán, pero yo tuve la sensación de estar volviendo a un lugar ahogante y sin futuro, donde faltaba el aire y donde se castigaba por expresarse libremente.
En la universidad, los grises comían bocadillos de tortilla junto al rectorado con sus porras sobre la mesa. Estaban en la penumbra, en una zona de tránsito. Los sociales infiltrados en las aulas les informaban si ocurría un imprevisto y entonces dejaban los bocadillos, agarraban las porras y salían corriendo a desalojar a los transgresores. Nuestros profesores eran magníficos, pero la universidad estaba a menudo cerrada por huelgas, lo que yo aprovechaba para ir a la Filmoteca a ver películas de Andrzej Wajda.
En la imagen desvaída de aquel tiempo previo a la muerte de Franco me quedó el miedo al porrazo en el cogote por falta de velocidad ante los grises, algunos conocimientos deshilachados y el recuerdo de los vendedores de periódicos deportivos anunciando el resultado de los partidos de fútbol los domingos por la noche junto a la fuente de Canaletas.
Noviembre de 1975 irrumpió como una liberación de aquel mundo ahogante. En mi circunstancia concreta, aquella época está asociada con la necesidad de definirse, de decidir dónde situarse, pero no en una amplia gama de sutiles variaciones cromáticas, sino en un entorno maniqueo de blanco y negro. O se era progre o se era carca y facha. Lo viví como un dilema lapidario y sin matices. Si se era progre, correspondía actuar y pensar con categorías de enfrentamiento con lo establecido.
El ser progre, la opción elegida, presuponía un conjunto de metas y actitudes que simplificaban y empobrecían una realidad sofisticada y polifacética. Los sentimientos y los datos de la realidad que no encajaban en el molde eran desdeñados. En mis inicios como periodista me maravillaba la habilidad de algunos colegas que escribían de corrido sin dudar y sin aspirar a reflejar las realidades complejas. Aprendí entonces lo que no quería hacer y lo resumiría ahora con un verbo en desuso: pontificar.
Pontificaban los activistas políticos, pontificaban los periodistas en cafés cargados de humo, estimulados por el alcohol y por la convicción de que la verdad estaba en los esquemas claros a priori. Una de mis primeras experiencias profesionales, allá por el año 1977, fue el intento de abordar nuestra Guerra Civil en una pequeña comunidad aún traumatizada. Fue prematuro y reabrió dolorosas heridas.
Me marché de España en 1979 y pasé 40 años en el extranjero, la mayoría de ellos en la Unión Soviética y en los países surgidos del desmoronamiento de aquel imperio en 1991. Los dirigentes de los nuevos estados post-soviéticos sentían curiosidad por la Transición española, en parte porque querían aplicarla en sus circunstancias concretas y en parte porque consideraban a Franco un ejemplo deseable. En relación con Stalin, sostenían, el Caudillo era autoritario, pero vegetariano.
Pasé años polemizando con defensores de la mano dura y con convencidos de que el Valle de los Caídos era un símbolo compartido de reconciliación nacional. En 2004, y de nuevo en 2014, bajo la influencia longeva de nuestra Guerra Civil, acompañé las manifestaciones de ucranianos proeuropeos y prorrusos por las calles de Kiev.
La prolongada ausencia me distanció de la tierra de origen, pero también me convenció de que la escapada era inútil, porque en el paisaje de aquel imperio que se derrumbaba, que fue la Unión Soviética, se reproducían los dilemas de transiciones abismales, mucho más graves e intensas que la española. Poco a poco, la visión retrospectiva de mi propio país se fue llenando de matices y haciéndose más compleja.
En el campo de internamiento de Karagandá (“Karlag”, en Kazajistán) asistí en 2015 a un homenaje en memoria de todos los presos españoles –franquistas de la División Azul y republicanos exiliados y represaliados–, que habían estado internados en aquellas desoladas estepas centroasiáticas del Gulag estalinista desde finales de los años treinta hasta la década de los cincuenta. Al acto habían acudido familiares y descendientes de los dos bandos, que dialogaban civilizadamente sobre la tragedia común. Fue un ejemplo emotivo y enriquecedor.
Diez años después, en esta España de 2025, en la calle y en las tribunas vociferan los nostálgicos de Franco y del franquismo y los que pontifican sobre la patria desde la intolerancia y el resentimiento y, a veces, me parece que los fantasmas del pasado retornan en busca de un país sin matices, de un país en blanco y negro.
*Pilar Bonet ha sido durante la mayor parte de su carrera periodística corresponsal en Moscú del diario ‘El País’.