Salir del colegio

La Huerta de San Vicente, casa familiar de Lorca en Fuente Vaqueros, cuando amenazaba con ser demolida por un plan urbanístico.

Estudié COU en el curso 1975-1976, en los Padres Escolapios de Granada. Oí la noticia de la muerte de Franco como un español de 17 años que estaba terminando el colegio y había decidido estudiar Filosofía y Letras, rama de Filología Española, en la Universidad de mi ciudad. Era el hijo mayor de una familia de clase media, de ideas conservadoras y acomodadas, que montaba a caballo en el club hípico y se había educado en una religión católica costumbrista.

Pero antes de la muerte de Franco se habían abierto en mi vida algunas incomodidades. En la biblioteca familiar descubrí las Obras de Federico García Lorca publicadas por la editorial Aguilar. La lectura de sus poemas me invitó a replantearme mis ideas relacionadas con la soledad, el amor, la vida y los sueños. Esos replanteamientos fueron acompañados por algunas alteraciones en la vida colegial, debido a mi relación amistosa y cómplice con sacerdotes que me invitaron a pensar en las injusticias sociales, el compromiso cristiano con la vida y las realidades políticas de una dictadura. Jesucristo había luchado contra un poder injusto y sentir su evangelio suponía pensar en los barrios más desfavorecidos. Defender la fraternidad dejó pronto de ser una elucubración religiosa para tomar cuerpo en las experiencias sociales de los seres humanos. Con esos profesores fui a misa de otra manera, me planteé mi vocación y empecé a disfrutar de películas, obras de teatro independiente, presentaciones de libros, conciertos, acontecimientos culturales y éticos que hablaban de una España que se había cambiado a sí misma y quería llevar todos los cambios posibles hacia el futuro. Cuando me despedí de Dios, me llevé en el equipaje sus tentaciones y su responsabilidad en el deseo de salvación.

Uno de esos profesores me prestó el libro que Ian Gibson había escrito sobre la represión nacionalista en Granada y la muerte de Federico García Lorca. Ese libro, con el franquismo de protagonista, acabó de modelar de una manera más profunda mis sentimientos relacionados con la muerte de un Caudillo. La historia volvía a ponerse en marcha y la España oficial iba a aparecerse a la España real que mi juventud observaba en las calles y los auditorios. Recién matriculado en la universidad, asistí en 1976 al homenaje que se preparó en Fuente Vaqueros en recuerdo de los 40 años de la ejecución de García Lorca. La carga política del acto asustó a Manuel Fraga, ministro de Gobernación. Rodeó el pueblo de furgonetas de policía y redujo el tiempo permitido del acto a media hora. “Después de 40 años de silencio, nos dan media hora de libertad”, afirmó en el escenario Manuel Fernández Montesinos, sobrino del poeta e hijo del alcalde socialista de Granada fusilado también en 1936. Mi entusiasmo vital acabó por darle la vuelta a la fórmula, por reducir la importancia del miedo y por imaginar un futuro sin límites temporales. Mucho más de 40 años nos quedaba por delante, aunque intentara evitarlo cualquier media hora represiva.

Estudiar fue unir el pasado con el futuro. Leer a García Lorca, Antonio Machado, Rafael Alberti, María Teresa León, Rosa Chacel, Luis Cernuda y otras víctimas del Caudillo, supuso el laboratorio de un optimismo melancólico que me comprometió con una vocación en la que resultaban inseparables las herencias literarias y el compromiso social. Y ahí sigo, responsable ahora de una melancolía optimista que me convierte en un ser vigilante del supermercado de mis entusiasmos y mis esperanzas. De García Lorca pasé a Pier Paolo Pasolini, poeta que me advirtió de los peligros de un desarrollismo económico más relacionado en Europa con la sociedad consumista que con la justicia social. En los años que rodearon la muerte de Franco aprendí a convivir de manera juvenil con mis ilusiones de futuro. Ahora, 50 años después, los ojos abiertos, los oídos decididos a escuchar, las experiencias militantes y el conocimiento adulto de la realidad me obligan a convivir con un mundo menos optimista. Aprender es tan importante como desaprender, no quedarse atado a las cartas que se asumen en las primeras lecciones. La voluntad de que el deterioro del optimismo no me encierre en una melancolía absolutista convierte la vida en una forma de resistencia.

Todo se resume en el ejercicio de seguir combatiendo las injusticias del capitalismo sin aceptar ningún tipo de dictadura que puede parecerse a los 40 años de silencio franquista. Ahora me miro hacia afuera y me escucho por dentro para oír lo que pueda sugerirme una conciencia educada en la dificultad. Y en medio del caos, con el futuro lleno de peligros y de ilusiones pervertidas, a veces me conformo con darme a mí mismo media hora de libertad.  

*Luis García Montero es poeta y director del Instituto Cervantes.

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