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Blanca Navidad

El rey emérito Juan Carlos I el 7 de octubre de 2021

"Telegrama de palacio". Estaba sentado en mi despacho (un cuarto escobero donde he colocado una mesa plegable y una caja de frutas dada la vuelta) cuando un escudero me trajo un papelote. "Gracias", dije, mientras el chaval se giraba con solemnidad. Rasgué el sobrecillo y leí con estupor. "Nos ha llegado información preocupante STOP Mi padre quiere volver en Navidad STOP Intención intolerable STOP Evítelo a toda costa STOP".

Lo que faltaba: no habíamos terminado con unas vacaciones y me estaban empantanando con las próximas. "Debo ser el primer idiota del que se aprovecha la Corona", me dije, mientras echaba humo por las orejas. Para colmo de desdichas, la bombilla del cuchitril empezó a tintinear. "Eso es", me dije aliviado. "¡Luces!"

Llamé al intendente y en un par de horas toda la maquinaria palaciega estaba en marcha. ¿Su majestad quería espíritu navideño? Le daríamos dos tazas. Al día siguiente, mientras don Juan Carlos migaba unos sobaos en el café con leche, el mayordomo mayor anunció la agenda real: viaje a Vigo. Al emérito le salieron percebes en la mirada. Había mordido el anzuelo: la famosa afición a la gota de los monarcas españoles jugaba a mi favor.

Tras unas horas de coche llegamos a destino. En la entrada de la ciudad nos esperaba una simpática comitiva, presidida por el alcalde de la villa. Mientras don Juan Carlos bajaba del coche, un coro de niños se arrancó con el Adestes fideles. 10 de agosto, cuatro de la tarde. La bienvenida noqueó al monarca. Antes de que le diese tiempo a reaccionar, Abel Caballero lo agarraba por los brazos y lo aturullaba con su verborrea.

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Cuando quiso darse cuenta, don Juan Carlos estaba montado en un trenecito y, rodeado de elfos con cascabeles, cruzaba lentamente una avenida decorada por el discípulo más hortera de Tim Burton. Esa espantosa versión navideña de Las Vegas sobrecogió al monarca, que hacía señas a su séquito para que lo sacasen de allí. En un pispás, el munícipe por antonomasia nos había colocado delante un belén viviente. A San José le bajaban chorros de sudor por la frente. A la virgen santísima estaba a punto de darle una lipotimia. El canto de las chicharras acompañaba los villancicos.

Abel Caballero, que no había cerrado el pico ni un solo instante, retenía al emérito con todas sus fuerzas. Le prometía tallar un seto con su imagen en la rotonda más concurrida de la ciudad. A los pocos minutos, se acercó un ordenanza con un interruptor de esos de tebeo: una palanca herrumbrosa que podría resucitar a Frankenstein. "Majestad, le vamos a encender las luces". Empleados del ayuntamiento nos repartieron gafas de soldador y, vista desde fuera, la estampa tenía que parecerse a la de una prueba nuclear.

Accionó aquella manivela y ¡floas!, un resplandor cegador galvanizó nuestras retinas. "Las luces de navidad de Vigo se ven desde el espacio", decía el alcalde, satisfecho. Hacía 38 grados a la sombra y sonaba Jingle bells a todo trapo. Don Juan Carlos me miraba horrorizado cuando estuvo a punto de caerse: algún temerario le había cambiado la muleta por un bastón de caramelo.

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