Carrusel electoral Helena Resano
Vayan por delante dos obviedades cuando se cumple una semana del diluvio: 1) Las víctimas directas de la dana tienen razones sobradas para sentir desesperación, rabia, impotencia y ganas de estallar contra todo aquello que representa para ellas la inacción frente a la catástrofe. 2) Aunque desgraciadamente lo parezca, no todos somos meteorólogos, ni expertos en emergencias, ni responsables de protección civil, ni alcaldes o dirigentes políticos encargados de gestionar el desastre y la amenaza de caos. Al menos quienes examinamos los hechos desde cierta distancia y sin barro hasta las rodillas tendríamos que esforzarnos por no caer en simplismos, en ejercicios de demagogia que satisfagan a una masa enardecida o directamente en distorsiones de la realidad para favorecer a una determinada opción política. Nos estamos jugando algo trascendental: la fortaleza de lo público como único paraguas común capaz de defendernos ante cualquier diluvio (meteorológico, sanitario, económico…) Eso significa Estado, política, gobiernos elegidos, derechos y deberes. Lo cual no garantiza la absoluta eficacia, la implementación correcta de los protocolos establecidos, la perfección en cualquier reacción, ni la certidumbre de que no se cometerán errores. Cuando lean eso de que "sólo el pueblo salva al pueblo"... cuerpo a tierra (ver aquí).
Nos estamos jugando algo trascendental: la fortaleza de lo público como único paraguas común capaz de defendernos ante cualquier diluvio (meteorológico, sanitario, económico…) Eso significa Estado, política, gobiernos elegidos, derechos y deberes
A veces la mejor forma de entender lo que ocurre pasa por preguntarse acerca de las alternativas:
Más pronto que tarde (y ya vamos tarde, es cierto), la respuesta a la catástrofe causada por la dana vendrá precisamente de ese paraguas que sujetamos entre todas y todos, con nuestros impuestos y nuestra participación ciudadana: desde el barrio, el ayuntamiento o la comunidad autónoma hasta el Gobierno central, y también Bruselas y el resto de países que formamos la Unión Europea. ¿O de dónde cree Mazón que saldrán todos los recursos que esta noche del lunes ha exigido al Gobierno para reconstruir Valencia? (ver aquí). Todo ello es política, honesta y responsable casi siempre, a veces inepta. Todo eso es Estado. Somos todas y todos, y esa fuerza supera a cualquier instancia privada (ojalá empresas de todo tipo hubieran actuado a primera hora del martes pasado como lo hizo la Universidad de Valencia en lugar de obligar a sus trabajadores a permanecer a pie de obra). Esa fortaleza pública y democrática exige a su vez analizar, con el tiempo y el detalle que merecen, las actuaciones que se han producido, los errores cometidos en la aplicación de protocolos que son claros, las negligencias, los retrasos injustificados… Y adoptar las medidas necesarias ante una realidad tozuda: la crisis climática –que es emergencia desde hace tiempo pese a los carísimos disparates negacionistas–.
P.D. Hay otra obviedad reiterada: en las situaciones más dramáticas sale lo mejor y lo peor de cada cual. En la que nos ocupa, todo eso se refleja constantemente en las redes sociales. Se ha demostrado su utilidad democrática y abierta para ayudar a quien lo necesita o para comunicar mensajes de interés público. Pero estamos viviendo un momento clave en el uso perverso de redes –especialmente Twitter– con el casi único objetivo de sembrar odio y calumniar con objetivos políticos espurios. Y una vez más comprobamos que la plataforma del trumpista Elon Musk facilita esa desinformación y deshumanización. ("Hijo de puta" o "corrupto" ya no son términos "ofensivos" para Twitter, que por supuesto permite que miles de bots repiquen mensajes de odio desde cuentas supuestamente verificadas en… la India). Y me niego a caer en la cómoda equidistancia. El viento del odio sopla desde la derecha de forma absolutamente desproporcionada.
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