¡La banca siempre gana! Helena Resano
Los catedráticos de Universidad nos jubilamos de forma obligatoria a los 70 años. Algunos amigos se quejan del edadismo que afecta a la sociedad actual y se consideran víctimas de una ofensa personal. Sin duda ninguna podrían seguir con sus clases y sus reuniones de departamento, porque los 70 años no son una bomba de destrucción masiva. De hecho, después de jubilado, uno puede seguir leyendo, investigando, escribiendo y publicando, junto a otros gerundios terminados en ‘ando’ que, desde luego, son una forma de hacer camino. Aunque evito la discusión, no dejo de recordar al muchacho de 22 años que en 1981, recién terminada su carrera, se convirtió en profesor de literatura en la Universidad de Granada. Tenía por delante no sólo una plaza y un sueldo a fin de mes, sino toda una vida.
No está mal recordar, en este tiempo de discusiones y quiebras generacionales, que si los profesores nos perpetuamos en nuestros puestos más allá de los 70 años, orgullosos de nuestra vitalidad inagotable, habrá muchos jóvenes que no puedan entrar a tiempo en un departamento para protagonizar y cumplir el destino de su vocación. Convivir es dejar espacios libres para los demás. El diálogo generacional debe empezar por la comprensión de los mayores ante las necesidades y los derechos de los jóvenes.
Pero convivir supone también comprometerse con la comunidad. Como pensar es dar vueltas a las cosas, y la literatura enseña a darle muchas vueltas a la vida, debo confesar que en el diálogo generacional, mientras me convenzo de que debemos darle espacio a los jóvenes, me preocupan algunas ideas de individualismo egoísta que se han extendido entre la juventud frente a las ilusiones colectivas. Con mis compañeros de la Universidad, como estudiante y profesor, hacerme historiador de la literatura, igual que hacerme poeta, resultaba inseparable de un sentido de pertenencia, la elección de una manera de comprometerme con el Nosotros, con las apuestas compartidas de toda una sociedad. Repetí muchas veces una frase de Sartre con la que explicaba mi vocación y mi militancia: ser libre no supone hacer lo que uno quiere, sino querer lo que uno hace.
Convivir es dejar espacios libres para los demás. El diálogo generacional debe empezar por la compresión de los mayores ante las necesidades y los derechos de los jóvenes
El individualismo radical que están extendiendo la ideología neoliberal y las urgencias de la sociedad de consumo determina una quiebra en las ilusiones colectivas, algo que también marca el diálogo generacional. El bienestar social cortoplacista se ha desentendido de pensar desde el presente en los caminos futuros de los jóvenes, y los jóvenes piensan ahora que triunfar es una tarea individualista, algo que no tiene que ver con el compromiso colectivo. La vida se entiende como una carrera de competición donde el fracaso y el éxito son asuntos propios. Resultan no sólo prescindibles, sino despreciables, las ilusiones políticas, las herencias culturales del pasado, la compañía que dan los valores compartidos en los momentos de soledad y la dignidad de la conciencia individual que se afirma a sí misma al formar parte de lo comunitario.
Cuando nuestro trabajo deja de ser una responsabilidad social, ya sea al hablar de Cervantes, al pasar consulta en un hospital o al cubrir una información periodística, se rompe el compromiso con uno mismo para vivir el individualismo de una manera decente en nombre de la propia libertad.
El recuerdo del joven que encontró trabajo de profesor en 1981 hace que no me sienta víctima del edadismo al acercarme a mi jubilación. Feliz de dejar paso y apurar el sentido de la vida. Por la misma razón, espero que el joven que me sustituya en la Universidad no se queje de pagar impuestos, esos impuestos que servirán para mantener la sanidad pública que me cuide y la pensión que me paguen cada mes, con revisiones anuales, igual que su salario.
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