El panteón de los santos falsos Pedro Vallín
Uno de los méritos más insospechados de los relatos de Lewis Carroll es, sin duda, haber puesto a una niña de siete años delante de un tribunal. El prodigio de sus cuentos, que lejos de ser infantiles construyen un complejo y maravilloso artilugio de lógica formal, nos pone ante el espejo de nuestras propias contradicciones.
Estaba el juicio avanzado cuando, después de que el Rey encareciera a los jurados que emitieran su veredicto, la Reina le contravino: “no, no, primero la sentencia; el veredicto después”. Y la niña, al escuchar tal ocurrencia, saltó de inmediato. Es importante detenernos en la respuesta que Alicia se atrevió a soltarle a la cara de la soberana: “stuff and nonsense”. No es sencillo traducir esta frase de niño. Mario Armiño la tradujo como “Absurdo e insensato”; Francisco Torres, como “¡Qué tontería!”; Antonio Rivero por “¡Paparruchas!’; Ramón Buckley por “¡Qué insensatez!”; desde Argentina propusieron “Pavadas y disparates”; Luis Maristany insiste: “¿Pero qué insensatez! ¿A quién se le ocurre?”. En Ediciones del Sur dan un paso más: “¡Valiente idiotez! ¡Qué ocurrencia!”. Desde Francia, Henri Bué interpreta con elegancia: “Cela n´a pas de bon sens” y desde Brasil, siempre más arrojados, Clélia Regina Ramos nos propone “¡Qué disparate! ¿Qué idéia imbecil esta?”. Por mi parte, someto la traducción a Google y no entra en matices; propone “sandeces”.
Más allá de las acepciones, podremos convenir en una evidencia: cuando nuestro Tribunal Supremo hace algo capaz de escandalizar a una niña de siete años, entonces tenemos un problema muy grave.
¿Ustedes se imaginan, solo por poner a volar la imaginación, que Baltasar Garzón hubiera ido a dar una conferencia a la Ciudad Financiera del Santander la víspera de sentenciar a su favor?
La palabra “fallo”, que hoy designa una parte estructural de la sentencia, es un arcaísmo que recoge la conclusión del silogismo jurídico que ofrece la resolución judicial: conociendo lo que ha pasado (premisa mayor) y atendiendo al contenido de la ley (premisa menor), se deriva una conclusión donde el juez falla –hoy diríamos “halla” o encuentra– culpable o inocente al acusado. En una interpretación lógica, semántica, nomológica, jurídica, epistémica y cuantas esdrújulas más quieran añadir, el fallo tiene que ir después de los hechos probados; esto es, después de la parte donde el juez dice la verdad (‘vere-dictum’) de lo que ha sucedido.
Pero he aquí que nuestro Tribunal Supremo, en el caso del fiscal general, ha optado por adelantar el fallo a la sentencia, en una decisión que provocaría una carcajada de absurdo en un infante y tal vez la perplejidad de los teóricos más conspicuos de la física cuántica: debidamente excitado, el fallo salta de órbita y se encuentra al mismo tiempo al final de la sentencia y antes de ella, con lo que Álvaro García Ortiz sufre la incertidumbre de Heisenberg: está condenado pero sigue siendo inocente, porque no se ha dictado sentencia contra él; conocemos la pena impuesta pero no lo que hizo para merecerla. Y la niña se ríe: “qué disparate”.
Los teóricos de la motivación judicial, que también los hay aunque hablen poco, insisten en que el razonamiento de una sentencia debe ser necesariamente escrito; y que mientras no se escribe, no existe. Tienen toda la razón; un razonamiento no escrito es meramente un pálpito, una impresión, que debe encontrar su discurso, su trayecto lógico en la escritura. ¿Qué pasa si un juez cree culpable al acusado, pero se pone a redactar la sentencia y advierte las debilidades de su inicial convicción? ¿Qué pasa si se pone a buscar motivos para la condena, de la cual está convencido, pero no los encuentra?
No es la primera vez que el Tribunal Supremo nos ofrece esta extraña filigrana procesal, no prevista en la ley, de adelantar el fallo. Lo hizo, entre otros casos, en julio de 2022 con la resolución del recurso de casación de los ERE. También en aquel asunto los votos estaban encontrados; mayor motivo, se pensará, para profundizar en el debate y prolongar las deliberaciones. Pues no; adelantando el fallo, el debate quedó bloqueado y el resultado cerrado. Los magistrados continuaron sobre el campo pero el marcador (en aquel caso, un 3-2) estaba decidido antes de que terminaran el partido, que solo concluye con la redacción y firma de la sentencia.
En la segunda parte de Alicia (“A través del espejo y lo que descubrió en él”), Lewis Carroll ahonda en este delicado divertimento: el mensajero del rey está en la cárcel porque le han condenado... “sin embargo, el juicio no debe empezar hasta el próximo miércoles”. La niña se alarma: “¿Y si resulta que no cometió el delito?”; “pues mejor para él”, le contestan. En realidad, hay vehementes indicios que nos informan de que Álvaro García Ortiz estaba condenado desde antes del juicio y, sobre todo, antes de su conclusión. Dejemos al margen esta peculiaridad procesal de que los magistrados que decidieron abrir la causa contra el fiscal general hayan integrado su tribunal sentenciador, cosa que llamará la atención en el Constitucional y, en cualquier caso, en Europa. Dejemos al margen también el trato mostrado por el tribunal con la defensa del fiscal general (consejo para abogados noveles: cuando un juez conceda media hora a la parte contraria para su informe de conclusiones pero a ti te ofrezca tiempo ilimitado, hazte a la idea: tu cliente está condenado). Me quedo con la pavorosa frase del Presidente a un periodista durante la vista: “Otra cosa (es) que nos amenace con que lo sabe”. He ahí el epítome del juicio, donde el poder se siente amenazado por un periodista atormentado por un dilema moral, que amaga con romperles la sentencia dictada pero aún no escrita. No lo hagas, no lo digas. Y el periodista se calla.
Prefiero vivir en un país donde el poder tiene miedo al periodista que en un país donde el periodista tiene miedo al poder: “No nos amenace”.
Lejos de mí, por favor, la tentación de dar lecciones a nadie pero, de haber sido yo el afectado, tal vez me hubiera decantado por una “lobatada”: hubiera ido a un notario para dejar constancia, en un acta de manifestaciones, de quién me había filtrado el correo de Neira, y se la hubiera ofrecido al Presidente para que, si lo tuviera a bien, la reclamara. Porque prefiero vivir en un país donde el poder tiene miedo al periodista que en un país donde el periodista tiene miedo al poder: “No nos amenace”. En fin, cuando la vida te encierra en una alternativa diabólica con dos opciones perversas, los antiguos sugieren descartar aquella que te avergüence y quedarse con la que te haga sentir más orgulloso de ti mismo.
Y cuando ya pensábamos que todas las desolaciones habían llegado hasta nuestra orilla, nos despertamos con una noticia sobrecogedora: miembros del tribunal han recibido dinero de una de las acusaciones. ¿Qué les parece? En una sociedad mínimamente civilizada, pero muy mínimamente, esta frase pondría sobre el tapete un delito: si es falsa, de quien la pronuncia, por calumniosa; si es cierta, de quien es aludido. Pero en este país de las maravillas, no se inquieten, no pasa ni una cosa ni otra. ‘Iudex legibus solutus’.
Se nos dirá, tal vez, que se trata de poco dinero; en todo caso será mucho más del que recibió Baltasar Garzón del Banco Santander (cero euros) en el asunto por el cual el Supremo le investigó. En realidad, el dinero es lo de menos; lo más grave es la triste impresión que ofrece: la imagen de una perturbadora conjunción de intereses que nos remite a los arcanos del poder de siempre, la antigua apisonadora que no se detiene. ¿Ustedes se imaginan, solo por poner a volar la imaginación, que Baltasar Garzón hubiera ido a dar una conferencia a la Ciudad Financiera del Santander la víspera de sentenciar a su favor? ¿O que José Ricardo de Prada Solaesa hubiera ido a dar un curso a Ferraz, ¡aunque fuera gratis!, la víspera de condenar al PP y se despidiera de la concurrencia diciendo “os dejo que tengo que dictar la sentencia de la Gürtel” entre grandes risotadas de los presentes? Hoy se debatiría en lo que los conductistas ya denominan ‘la Disyuntiva de González Amador’.
¡Que le corten la cabeza!, clamaba la Reina del país de las maravillas. Álvaro García Ortiz la mantuvo erguida y se la cortaron. Como nos recuerda Hans Christian Andersen en El traje nuevo del emperador, cuando el poder se pavonea ante sus súbditos conviene escuchar a los niños, dueños de la verdad que amenaza. Así que ¿tú qué opinas de todo esto, Alicia?
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Carlos López-Keller es abogado, especialista en derecho penal; no ha escrito ningún libro.
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