Navidad ficción
La Navidad produce un jugoso negocio: juguetes que duran menos que el propio envoltorio, dulces de temporada convertidos en obligación, colonias que duran meses, viajes con sobrecoste emocional y económico, mesas que se esfuerzan en mostrar un estatus social más que un lugar anual de encuentro. Todo se mueve, todo circula, todo factura. Pocas liturgias contemporáneas han logrado ensamblar con tanta eficacia el afecto y la contabilidad. Todo se legitima en nombre de una emoción, posiblemente ancestral, anterior a todos los mesías que han nacido bajo el sol invicto. Como negocio e industria, pocas invenciones modernas han logrado soldar con tanta eficacia el ritual y la factura.
Por Navidad retorna un albarán audiovisual, siempre el mismo, escasamente cambiante. Se trata de un regreso mecánico: la reaparición puntual de una serie de artefactos culturales que vuelven cada diciembre. Sísifo vuelve a casa por Navidad, arrastra la piedra de la bondad y la dicha. La ambientación navideña regresa porque el calendario —y el mercado— la reclama. La constituyen relatos, imágenes y canciones diseñados para acompañar, modular y normalizar lo que aspira a ser un espíritu comunal: una mezcla cuidadosamente dosificada de nostalgia, sometimiento y consumo que disimula malamente su función principal: garantizar la continuidad del sistema durante unos días en los que se nos permite sentirnos buenos, reconciliadores, esforzadamente des-polarizados.
La Navidad es uno de los grandes rituales de la distinción. En las últimas décadas quizá las vacaciones estivales comienzan a superar esta exposición pública de poder y empaque. Qué se regala, qué se come, cómo se celebra y hasta qué se considera tradicional, son formas de capital simbólico que reproducen la desigualdad bajo la apariencia de fiesta en comunidad. La compasión navideña participa de esa violencia simbólica: no cuestiona la desigualdad, la administra, y convierte al pobre, al marginal, al desdichado, a la oveja negra, en figurante necesario del relato moral.
En la tradición anglosajona, ese modelo lo consagró Charles Dickens con Canción de Navidad. El itinerario moral de Scrooge —del egoísmo al arrepentimiento, de la acumulación al reparto— sigue siendo uno de los relatos fundacionales de la Navidad moderna. No es casual: Dickens no cuestiona el orden social, lo cristianiza, lo humaniza como si fuera un retorno franciscano al voto de pobreza. No propone justicia estructural, sino misericordia puntual; no altera las relaciones de poder, las suaviza. Antes que solidaridad, caridad. El rico sigue siendo rico, pero ahora sonríe y comparte con el pobre. El pobre sigue siendo pobre, pero recibe una cena caliente, una zambomba y un villancico. Desde entonces, la Navidad se ha convertido en el gran dispositivo narrativo de la expiación capitalista.
En las sociedades avanzadas de consumo la ética se vuelve episódica y ligera: no se trata de transformar el mundo, sino de sentirse mejor —encajar, ahora fluir— momentáneamente en su cauce. La Navidad practica así una moral de temporada, intensa pero fugaz, que no exige continuidad ni consecuencias: solo buenos deseos.
Esta puesta en escena de comunidad, afianzada en la repetición anual, robustece su carácter de ritual, aunque atravesado por el capital y la construcción de la tradición. La Navidad como espectáculo no une, separa mientras nos hace creernos unidos. La propia celebración se representa a sí misma, repetida y televisada. El vínculo no se construye, sino que se consume en imágenes, canciones y relatos fabricados, prefabricados y acumulados. En la coreografía todos hacemos los mismos gestos con pandereta y tarjeta de crédito, vemos las mismas películas y escuchamos las mismas canciones, convencidos de participar en algo común.
El cine heredó y perfeccionó esta lógica. ¡Qué bello es vivir! se desempeña como una liturgia anual: cierra con unas campanillas que otorgan alas a los ángeles y, de paso, a la conciencia del espectador. Esta fábula capriana de lo que pudo ser y no fue, siempre suministra un chute de autoestima, de reconciliación con la comunidad. La comunidad se salva, sí, pero a través de préstamos, deudas, jerarquías y dinero circulando, con la alegría de quien cree haber hecho algo justo.
En el imaginario español, la pérdida de Chencho entre los puestos pesebristas en la Plaza Mayor condensa la épica del reencuentro familiar: todo conflicto se suspende si alguien desaparece. La gran familia, una vez más, se muestra como solución narrativa universal. Familia, felicidad y dicha.
No debería insistir en Se armó el belén o Historias de la televisión, porque si me dan a elegir, como a Los Chunguitos, hay una película que retrata con mayor sinceridad la Navidad real de la España de mediados del siglo XX: Plácido. La mirada berlanguiana desmonta el decorado y deja al descubierto la maquinaria: la caridad como espectáculo, la urgencia económica, la hipocresía de clase. La sátira se ilumina con estrellas gastadas, burguesía provinciana, naftalina, letras impagadas, cestas navideñas con apropiación indebida, muertos en chabolas y la campaña obscena de “siente un pobre a su mesa” en modo Canción de Navidad esperpéntico. La miseria se convierte en experiencia compartida, incómoda y humillante, para tranquilizar conciencias durante una noche.
Hollywood, mientras tanto, repite cada año su rosario de reposiciones obligatorias en cadenas y plataformas. Volverán Love Actually, Solo en casa (mejor la primera, cuando el abandono infantil aún podía disfrazarse de comedia), The Holiday, Family Man, Gremlins, Pesadilla antes de Navidad, El Grinch, Elf, Mujercitas. Todas insisten en la misma idea tranquilizadora: el orden se restablece, el amor compensa, el consumo redime, el scroogismo triunfa.
Frente a ellas, resulta casi subversivo evocar otras películas también ambientadas en Navidad —Eyes Wide Shut, El apartamento, En Brujas, Fanny y Alexander— donde la fiesta aparece como telón de fondo de la culpa, el deseo, el fracaso o la violencia: como una Nochevieja con los Corleone en La Habana. En clave nacional, El día de la Bestia ofrece quizá la imagen más honesta: una Navidad atravesada por el delirio, el ruido y el apocalipsis.
La belleza de la magia
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Todo esto volverá, puntualmente, como las golondrinas, a las parrillas televisivas, como regresan los peces en el río o la marimorena. Nos importaron canciones navideñas como Noche de paz, Blanca Navidad, El tamborilero, We wish you a merry Christmas o burritos sabaneros, alguno de ellos oportunamente españolizados, por voces destacadas, desde Raphael a Bisbal pasando por Rocío Dúrcal o Mocedades. Aunque, como ni peces ni cabellos de oro, ni peines de plata pagan derechos de autor, son ahora suplantados por All I want for Christmas is you y Last Christmas, himnos de la melancolía rentable que convierten cada escucha en un pequeño acto de fe económica. La emoción, una vez más, monetizada y en inglés.
La literatura, el cine y la música no acompañan la Navidad: la sostienen. Actúan como relatos de anestesia colectiva y espumillón, como mecanismos simbólicos que permiten que todo siga igual mientras creemos estar celebrando algo distinto. La Navidad no suspende el sistema; lo legitima, como las fiestas saturnales, como el descanso tras la cosecha. No se cuestiona la desigualdad, la envuelve en papel de regalo y anima a la contribución dickensiana de compartir, aunque sea por una noche y media misa del gallo. Quizá por eso regresa cada año con tanta fuerza: porque, durante unos días, nos permite confundir el consumo con el afecto, la caridad con la solidaridad y la repetición con la tradición. Felices fiestas.
* Alfonso Salazar es escritor.