La campiña segoviana: el silencio del vacío

Josu Bilbao Munitiz

Cada vez que viajo por la meseta norte y me topo con tierras castellanas deshabitadas, con sus largas llanuras infinitas y sus horizontes donde la vista nunca termina de encontrar el fin, me suele parecer que estoy viviendo en un mundo que no le importara a nadie. En medio de este vacío, de esta soledad y de este silencio no puedo evitar recordar La lluvia amarilla, la magnífica novela de Julio Llamazares que habla de la despoblación y de la España vaciada, cuya puesta en escena tuve el privilegio de presenciar hace unas semanas en el Teatro Español. Llamazares hace transcurrir la acción en Ainielle, en el Pirineo de Huesca, y aquí no hay montañas como allí, pero el vacío es el mismo. El escritor Sergio del Molino, autor de La España vacía: viaje por un país que nunca fue, dice que "ha habido mucha gente que ha propuesto la corrección "vaciada" argumentando que el participio pasivo es más preciso que vacía, porque alude a un proceso de vaciamiento y señala la acción de vaciar, identificando a los culpables". Tal vez al mirar esta tierra y las casas de esos pueblos deshabitados, uno  siente de pronto que esa culpabilidad por el vacío se diluye, se excusa o quizá se justifica. 

En estas tierras repletas de lirismo, la llanura prosigue interminable y las nubes y el sol del invierno decoran esa naturaleza lenta, apaciguada consigo misma, extensa, repetida. Campos verdes sembrados de cereal o páramos baldíos de tierra reseca por el viento y por el sol implacable, no es posible deambular sin que la vista transcurra vaga e imprecisa, sin ninguna determinación, hasta que una rapaz volando ligera, creando una coreografía mágica y depredadora, nos obliga a concentrar las pupilas y recuperar el paso.

En la campiña Segoviana, que son esas tierras situadas hacia el norte y hacia el este de la capital de la provincia, por debajo de Coca y de Navas de la Asunción, la meseta es ilimitada, y mucha la inmensidad. Por eso sorprende la poca gente que te escucha o la que te encuentras dispuesta a contarte algo. Me pregunto si será porque no hay mucho que contar. Esta naturaleza implacable es también la naturaleza de El espíritu de la colmena, la película de Víctor Erice rodada en Hoyuelos en 1973, según dicen, tal vez la más hermosa película española del siglo XX.

Al entrar en Hoyuelos buscamos el rastro de sus protagonistas en las calles embarradas que ellos recorrían, las niñas para ver a Frankenstein en un cine improvisado, los padres Teresa Gimpera y Fernando Fernán Gómez taciturnos, para huir de sí mismos, de su fracaso, y observamos un pueblo sereno y recio. En el palacio donde se rodó el film nos atrevemos a mirar a través de las ventanas y  encontramos gentes festejando, niños que no son Ana Torrent ni Isabel Tellería, niños diferentes, corriendo por los pasillos y por las habitaciones, ocho dormitorios con baño dentro, según la moderna página web del palacio, hoy convertido en lujoso alojamiento rural. Ningún rastro del universo magistralmente creado en la película. La calle que desciende delante del edificio parece que no se acaba, se funde con la carretera como si fuera a dar al mar. Pero aquí el mar no existe

El dueño del hotel en Marugán habla mucho porque quiere que conozcamos su negocio y a su perra loba, un cruce de "lobo ibérico y lobo checo" nos dice. Es un animal precioso, muy ágil, que da brincos impresionantes, parece incómodo encerrado en el patio, le falta espacio. Pensé que tal vez necesitaba la libertad de los montes para corretear y para devorar sus presas. El propietario se excusó, advirtiéndonos de que quizá podríamos oírle por la noche. Esa noche de luna llena la loba aulló al astro gentil, pero con el aullido, nosotros encontramos el sueño natural del silencio del campo. 

Al día siguiente, visitamos el sublime monasterio de Nuestra Señora de Soterraña en Santa María La Real de Nieva, capital de la comarca. El conjunto monástico fue construido en la primera mitad del siglo XV pero la estructura arcaizante del monasterio, de formidable factura, parece realizada dos siglos antes, eso se creyó hasta hace no mucho. Se ve que los constructores siguieron las instrucciones de los dominicos que regentaban el monasterio para presentar disposiciones y formas que sublimaran a la orden, por aquel entonces ya en horas bajas, recordando a la instrucción dominica triunfante. En medio de un silencio desolador los capiteles hablan de cosechas, de pecados, de animales, de  luchas y de reinas

Circulando sin rumbo observamos nidos enormes construidos sobre antenas y encima de espadañas. Están vacíos, como la tierra está vacía de sus habitantes. Las cigüeñas han dejado sus hogares, emigradas a territorios menos fríos, al calor de Alcalá o de Rivas, en Madrid, no tan lejos, donde algunas se quedan todo el año. La naturaleza nos impelía a la conversación.

—El otro día leí que en Madrid hay más de 150.000 gaviotas.

—¿Y qué hacen, si no hay mar?

—Están allí por los vertederos, igual que las cigüeñas.

También había leído que, en los últimos 10 años, Castilla y León había perdido más de 170.000 habitantes, principalmente entre la población joven. En Madrid desde siempre se ha conocido a mucha gente de muchos rincones de esta región, pero sobre todo de Segovia, porque es la provincia limítrofe.

—Se van porque aquí no hay trabajo.

—Se van igual que se van las cigüeñas, pero las personas no vuelven.

—Algunas cigüeñas siguen regresando a sus nidos para el verano.

Entramos en la iglesia parroquial de San Sebastián en Cobos de Segovia, del siglo XVI construida sobre un antiguo hospital del siglo XIV. El silencio del entorno lo rompe la música de algún mirlo despistado y dentro del templo, ese mismo silencio se quiebra cuando una señora accede para preparar el entierro de su prima, y se dirige a nosotros. Nos dice que su prima era de su misma edad. El bronco sonido de las campanas interrumpe la conversación. Le damos el pésame. 

—Las dos éramos hijas de padres hermanos y de madres hermanas. Por eso mi prima ha sido como una hermana para mí, hemos vivido juntas, hemos caminado juntas los últimos años, casi todos los días. Me quedo muy sola sin ella. 

Su hija nos explica algo más de la iglesia y nos dice que las campanas están tocando a "clamor", por el entierro. La señora indica orgullosa que aquella iglesia de San Sebastián es una belleza y nos dice también que en el pueblo viven 40 vecinos. 

En el pesar provocado por una muerte, madre e hija, vecinas de un pueblo pequeño y aislado, encontraban consuelo hablando con dos foráneos.

En el comercio de vinos con denominación de origen de Rueda, aquí en la provincia de Segovia la denominación más meridional de todas, una mujer joven no para de hablar, es simpática. Es un placer escucharle, hila un tema con otro, nos entretiene. Me pregunto si la simpatía de la gente se agota en favor de la distancia que nos están imponiendo los medios virtuales, si el contacto de tú a tú agoniza y se sustituye cada vez más por las ineluctables comunicaciones online. La mujer sigue hablando. En algún sitio he leído que está comunidad autónoma tiene la cobertura móvil más baja de toda España y que el 90% de los municipios son considerados zonas blancas, es decir, que no tienen acceso a la red de internet rápida. Tal vez la falta de comunicación por redes potencia la charla de la vinotera, su verborrea amable y amistosa. 

Estamos en Sangarcía donde muchas casas lucen portadas adinteladas de piedra ricamente decoradas. Son como bostezos de una cara en la que las ventanas principales de las fachadas son los ojos que nos contemplan curiosos. Los dinteles llevan grabadas inscripciones con la fecha de su construcción, de finales del XVIII o principios del XIX que nos hablan de la grandeza de su pasado arriero. Bajo un sol radiante, desde un altozano de la localidad oteamos el horizonte dirigiendo nuestras miradas hacia el sur y nos damos de bruces con la Sierra de Guadarrama, con la cumbre más alta, el Peñalara, y con el macizo de La Mujer Muerta. Imagino a los arrieros de Sangarcía recorriendo aquella sierra para transportar harina y trigo hasta Madrid, ascendiendo fatigosos por cuestas empinadas con sus acémilas y sus carros, esquivando los imponentes farallones y descansando a avituallarse y a charlar, a hablar de sus cosas. 

Hay como un destello de luz que quiere poner fin a la tarde y que nos recuerda que debemos dejar atrás este vacío inmenso y tranquilo en el que todavía se miden los silencios pero en el que la comunicación fluye como la vida, imperfecta pero insistente. 

Josu Bilbao Munitiz es socio de infoLibre

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