‘Avatar: Fuego y ceniza’, un aburrido tercer capítulo que confirma la bancarrota creativa de James Cameron
No existe barbarie sin su correlato propagandístico. A lo largo del siglo XIX, las élites culturales de los recién nacidos Estados Unidos de América iban tomando nota de los hallazgos del Romanticismo europeo, de forma que se fuera articulando poco a poco un nuevo movimiento, de rasgos netamente norteamericanos. Gracias a Frederick Remington o, sobre todo, a la Escuela del Río Hudson, la pintura nacional fue impulsando una serie de imágenes ciertamente épicas. Grandes cuadros, muchos de ellos paisajes, que celebraban la naturaleza del continente desde una perspectiva antropocéntrica. El estadounidense como medida de todas las cosas. El colono.
Lo que estas monumentales pinturas festejaban era el célebre Destino Manifiesto, según el cual los EEUU era el pueblo elegido para guiar el progreso del mundo y salvaguardar su democracia. Algo que encajaba bien con la construcción del país y, aún mejor, con la necesidad de legitimar la violencia que estaba ejerciendo contemporáneamente sobre el territorio. La conquista del Oeste y la ampliación de la frontera a través de la destrucción de los pueblos originarios tiene su cara más vistosa en esas pinturas: también su razón de ser, un eficaz blanqueamiento del colonialismo. Así, vaya, es cómo se fundó la nación. Ni siquiera fue necesario Hollywood.
Aunque desde luego, por nacer el cine aún inmerso en este proceso “civilizatorio”, tampoco es que viniera mal. El cine llegó para continuar los esfuerzos de la Escuela del Hudson, particularmente en el marco de su género arquetípico: el western. Durante todo el siglo posterior y más allá Hollywood fue empleado sistemáticamente el western para vender nuevas versiones de ese Destino Manifiesto, remasterizadas o actualizadas a conveniencia de la época. Manteniendo su parentesco con las eufóricas pinturas del siglo XIX, aunque hasta 2018 no nos topamos con una verdadera confluencia de ambas sensibilidades. Esta se dio, como no podía ser de otra forma, en un videojuego.
Red Dead Redemption II parecía un obvio homenaje al western, solo que su caudal de influencias era aún más amplio. De cara a diseñar ese inmenso mundo abierto se había acudido a raíces más profundas, a la memoria pictórica de la misma conquista del Oeste. Algo muy apropiado por cuanto el juego ofrecía la única mutación lógica para el caudal iconográfico que le había traído hasta aquí: dar la oportunidad de sumergirse, de entrar, en ese Salvaje Oeste. Ya que habíamos vivido tanto tiempo en la ilusión de que EEUU había nacido tal y como los cuadros y las películas nos habían explicado, ¿por qué no convertir esa ilusión en el parque temático definitivo?
Aunque Red Dead Redemption II no era una celebración sin más. Había un cuestionamiento, se reconocía por ejemplo la matanza de nativos americanos. Pero no llevaba su reivindicación, en absoluto, al extremo de James Cameron. A sus películas de Avatar se les ha tachado de ser más videojuego que cine y razones no faltan. El high frame rate que marca tanto El sentido del agua como en esta última Avatar: Fuego y ceniza —esto es, una tasa de fotogramas por segundo duplicada frente al cine convencional— es el mismo que se ha ido aumentando exponencialmente dentro de los videojuegos. Y hay un esfuerzo por la “inmersión”, por hacer que el público se pierda en un mundo digital, que no podemos sino vincular a la experiencia que ofrecen las consolas.
El avance tecnológico en pos de una huida —es decir, en pos de un escapismo lúdico y más o menos memorable— es lo que late detrás del fenómeno Avatar y lo que facilita que cada nueva entrega sea un evento proclive a arrasar en taquilla. También es, en fin, lo que late detrás del videojuego Triple A y Red Dead Redemption II en particular. Pero aquí viene lo interesante.
El cuestionamiento de las lógicas referenciales que se aprecia ligeramente en el videojuego de Rockstar deviene discurso total en la saga de Cameron. Es lo que siempre se ha dicho, que Avatar no es más que Pocahontas. Y es verdad. Avatar es una crítica al nacimiento de los EEUU, a su pasado de expolios y genocidios. Una crítica que emplea tanto la ciencia ficción como el modelo de espectáculo visual delimitado por la pintura, y más tarde por el western y el blockbuster.
Avatar como western de ciencia ficción
Los paisajes de la América virgen del siglo XIX son la Pandora del siglo XXII: un lugar ficticio en el futuro donde Cameron imagina —al igual que Frank Herbert imaginó en Dune antes que él— que la avaricia del ser humano puede seguir haciendo estragos cambiándose de planeta. Colocar de protagonista a un tipo que se cuestiona los crímenes que está ayudando a perpetrar contra la población indígena (los Na’Vi) comunica en efecto con el western crepuscular —ese que en los años 50 empezó a darle voz a los indios—, solo que, como Avatar ha seguido acumulando secuelas, este esquema argumental tan familiar se ha visto obligado a embarcarse en lo desconocido.
Así que Cameron ha tenido que imaginarse qué habría sucedido si los colonos hubieran tenido más dificultades de la cuenta para exterminar a los nativos americanos. Es el espacio que trabajan El sentido del agua y Fuego y ceniza, y el que trabajarán las dos secuelas que Cameron quiere hacer a continuación. Un espacio donde el ingenio de Cameron para la ciencia ficción —tan fructífero hace décadas, entre Terminator o Abyss— podría haber brillado de lo lindo. Solo que no ha sido así. Cameron se ha conformado con la contemplación de ese paisaje que resiste el influjo colonial. Ha preferido perderse en Pandora, y admirarla al más puro estilo de la Escuela del Hudson.
Esta admiración depende del avance tecnológico constante, que conduzca a unos efectos digitales cada vez más ambiciosos. El parque temático definitivo, otra vez, que obliga a maravillarse por movidas como la captura de movimiento, la vivacidad de la fauna y flora de Pandora o el detallismo de las físicas del agua —en Fuego y ceniza vienen a ser las físicas del fuego y la ceniza, pues una virtud habitual de Cameron es que siempre va de frente—, mientras Avatar se transforma en una suerte de documental a lo National Geographic de un mundo que no existe.
Es cuando Avatar se parece más a este documental cuando mayor honestidad percibimos en los esfuerzos de Cameron, por otro lado: esas secuencias meramente contemplativas del entorno que tanto abundaban en El sentido del agua. El director ha creado una utopía hippie únicamente para perderse en ella, para aislarse del mundo en una persecución tecnológica del más difícil todavía.
Si las películas de Avatar son espectáculos tan extravagantes —hay quien podría decir interesantes si no lleváramos ya diez horas invertidas en su calamitoso visionado— se debe a que tienen una amplia conciencia histórica, pero solo la han usado como catapulta para huir de nuestro mundo y buscarse uno nuevo. Tal cual hizo Sully (Sam Worthington). No solo se convirtió en Na’vi por su creciente conciencia ecologista; es que solo así podía volver a caminar.
Por eso Avatar parece un proyecto tan ajeno a su tiempo (e, irónicamente teniendo en cuenta sus ganancias económicas, a su público). Funciona con sus propias reglas, acomodado dentro de un hermetismo extremo donde cualquier autoconsciencia o atisbo de duda se sofoca antes de brotar. Avatar es el fuerte donde Cameron se ha aislado del resto del mundo —también de ese país que debe haberle decepcionado tanto con su historial genocida—, y donde ya parece inútil seguir destacando la fealdad de sus diseños, lo tópico de su mundo fantástico o la extrema pobreza de su guion. Que, llegados a Avatar: Fuego y ceniza, podríamos asociar a algún tipo de IA generativa sino fuera porque parece escrito más bien por niños con déficit de atención.
O niños militantemente vagos, también. Cameron ha admitido que la historia de El sentido del agua y Fuego y ceniza integraba al principio una única película, y que luego decidió dividirla. La consecuencia de esto es que lo que ofrece Fuego y ceniza es extremadamente similar a lo del film de 2022, con un rotundo desdén por que la trama avance de alguna forma significativa.
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Cabe destacar al menos que las preocupaciones historiográficas llegan a algún lugar sugerente: dentro de esta recreación de la conquista del Oeste, ahora toca que los nativos americanos sean manipulados por los rostros pálidos para luchar entre ellos. El acceso a las armas de fuego y la asimilación de su modo de vida —que representa la Gente de la Ceniza— apuntalan este repaso de los orígenes del western, y por momentos Fuego y ceniza transpira una aspereza inédita en la saga. Pero solo son momentos. Briznas de un antiguo Cameron, hoy tan perdido en su cámara de eco como para volver a hacer guiños a su propia filmografía —en un clímax desesperadamente idéntico al de El sentido del agua—, mientras le perdemos el poco respeto que podía quedarle.
Avatar no solo está siendo la embarazosa bancarrota creativa de un gran cineasta: también es una prueba de la inexpresividad aparejada al progreso del CGI —al menos los videojuegos sí permiten una interacción más allá del intercambio de dinero— y sobre todo de la inutilidad política que se ha enquistado en el espectáculo hollywoodiense. Da igual que a estos mastodontes —los únicos blockbusters realmente grandes con los que contamos hoy día— les guíe una reflexión presta a impugnar los relatos identitarios de Occidente, pues esta solo ha servido para propiciar el exilio, el desentendimiento de la realidad. No es ciencia ficción, es impotencia reflexiva.
De la misma forma que los pintores estadounidenses transformaron en propaganda los cimientos bañados en sangre de su nación, Avatar promociona que ni esa nación, ni ese mundo, merecen mínimamente la pena a estas alturas. Solo importa la contemplación de maravillas alienígenas y que los efectos digitales sigan avanzando lo bastante como para que Cameron (¿y el público con él?) siga olvidándose de su humanidad.