‘Valor sentimental’, un desigual drama de personajes que se preguntan si el cine podría salvarnos

Fotograma de 'Valor sentimental'.

El cine puede servir para encontrarle un sentido a la vida o, simplemente y a través de la evasión que propone, para que esto deje de importar. Nuestro José Luis Garci suele decir que el cine, para él, es “una vida de repuesto”, en lo que supone una declaración de intenciones que trasciende esta dicotomía: en cualquier caso parece que el cine propone una vida alternativa, y que esta tiene mucho más sentido para él. Es lo que explicaría, a un primer nivel, que la carrera del director madrileño haya experimentado ese progresivo apolillamiento —la vida al margen del cine le ha interesado cada vez menos, y eso evidentemente lo han sufrido sus imágenes—, mientras que, en términos más generales, podría diagnosticar una suerte de patología dentro de la cinefilia.

Vicente Monroy, en su ensayo Contra la cinefilia, se mostraba lapidario al respecto. “Está bien amar el cine, pero no hay que confundir ese amor con el de una madre”. Busquemos sentido o tan solo una huida, nuestra relación con las películas puede llegar a parecerse mucho a aislarnos entre los cariñosos brazos de una madre, con lo que esto supone para la comprensión del mundo exterior. En una memorable escena de Valor sentimental, al director de cine Gustav Borg (Stellan Skarsgård) no se le ocurre otra cosa que regalarle a un nieto por su cumpleaños los DVD de Irreversible y La pianista. Su pasión le impide reparar en la extrañeza de su gesto, en lo inapropiado para la edad del chaval (o para la clase de cinefilia que podría estar contribuyendo a forjar). 

Es incluso más inapropiado que el cinéfilo Borg, en aras de una reconciliación familiar que lleva años persiguiendo, quiera contratar a su hija actriz en un papel que ha escrito para ella, dentro de una película de claros ingredientes autobiográficos que (por si fuera poco) quiere rodar en la mismísima casa familiar. Tal es el aparatoso plan que ha montado y que centra el argumento de la nueva película de Joachim Trier. Borg piensa como un artista, y deduce que la obra que atine a poner broche de oro a su prestigiosa carrera puede ser la misma que disponga una catarsis para su vida real. Aunque, naturalmente y a estas alturas, tenga una noción muy difusa de cuál es esa vida.

Valor sentimental podría ser una comedia pero no lo es. El noruego Joachim Trier, pariente lejano de Lars von Trier —quizá en una versión primaria del guion Borg también le regalaba a su nieto Rompiendo las olas—, no hace de eso. Porque estas cuestiones sobre la intersección de vida y arte le interesan genuinamente, y sostiene que la mejor forma de abordarla es mediante recargados y solemnes dramones que se ajusten a la trascendencia del asunto. Su visión de este no ha cambiado demasiado desde Reprise —aquel debut del que ya transcurren veinte años—, aunque Trier ahora escribe mucho mejor. Escribe mejores personajes, pule mejor sus dinámicas, y desde Reprise ha querido conservar un par de marcas de estilo.

Dichas marcas pasan por la presencia reiterada del actor Andersen Danielsen Lie —con un papel mucho más pequeño de lo habitual en Valor sentimental—, por un higiénico tratamiento fotográfico —que a cada estreno conduce a burlas sobre si está firmando anuncios de Ikea—, o, sobre todo, por la afluencia de la voz en off. A Trier le gusta de vez en cuando acelerar el ritmo de sus películas a través de secciones donde un texto recitado, al compás de un veloz montaje, iluminan algún aspecto de los personajes. Puede ser una breve contextualización de su vida, una anécdota, o incluso una fantasía. Valor sentimental, en un prólogo simplemente encantador, abre con un relato sobre la casa de los Borg, presentando a los personajes y parte de su pasado.

El prólogo también se apresura a introducir las tensiones de la película, ya empezando a dudar —antes siquiera de que el personaje de Skarsgård presente su proyecto— que la ficción pueda realmente guiar nuestro desempeño vital. Con lo que ya percibimos una síntesis admirable, propia de un narrador centrado en lo que quiere hacer sabiendo dejar de lado todo lo superfluo. Una actitud que ciertamente no ha sido la dinámica general dentro de la filmografía de Trier, y Valor sentimental es impactante sobre todo por suceder a La peor persona del mundo. La película previa de Trier, responsable en buena parte de que sea ahora mismo un autor tan consagrado.

La ¿evolución? de un autor

La peor persona del mundo, última entrega de la Trilogía de Oslo que había inaugurado la citada Reprise, era una película asolada por la misma patología que Valor sentimental intenta enfrentar. Justo la patología cinéfila de la que hablábamos antes. Esa que aboca a confundir el abrazo del cine con la pretensión de intervenir en la realidad: ya fuera aquí gestionando preocupaciones “de actualidad” para invocar falsamente el carácter de obra que marca a una generación, o simplemente probando a salir de una zona de confort para desarrollar un personaje femenino atractivo y complejo. Normalmente las mujeres habían sido vistas como magnéticas otredades en el cine de Trier, y ahora Renate Reinsve reclamaba una independencia, una subjetividad propia.

Trier amagaba con ello sin llegar a dársela porque La peor persona del mundo acababa sucumbiendo a su verdad interna: el personaje de Reinsve solo era una ensoñación, una interlocutora que Trier había diseñado para que su auténtico álter ego y foco de la historia fuera (¡otra vez!) el artista interpretado por Anders Danielsen Lie. El artista que protagoniza Valor sentimental es un hombre con muchos defectos pero al menos no busca engañar a nadie con la película que quiere hacer: es una película para él. Hecha a su medida, persiguiendo unos objetivos muy claros. Tan claros como para que su hija (interpretada justamente por Reinsve) se niegue a contribuir.

Así se dispara el conflicto de Valor sentimental. Como Nora prefiere mantenerse al margen, Gustav ha de recurrir a una estrella de Hollywood (Elle Fanning) para su papel y así lograr de paso la financiación de Netflix, de forma que todo esté allanado para hacer una sátira sobre el mundo del cine… que tampoco llega a ocurrir. Se da alguna que otra situación hilarante —más que nada porque el carisma de Skarsgård es avasallador—, pero lo que al guion de Trier y Eskil Vogt le interesa sobre todo es retratar pacientemente las fricciones producidas, con un ritmo lánguido en el que de vez en cuando irrumpe alguna secuencia lo bastante poderosa para alterarlo. Caso, por ejemplo, del encuentro de Skarsgård y Fanning en la playa, cuando deciden sellar su relación.

El punto de llegada de una carrera

Valor sentimental es un film honesto. Trier tiene unas dudas —las dudas de siempre— y ha dado con un entorno dramático lo bastante amplio como para que estas se expresen felizmente, extendiéndose y llegando a lugares significativos. Uno de los problemas de Valor sentimental, sin embargo, viene justo de ahí: de la amplitud. La trama no se reduce al triángulo del director, la hija y la estrella, sino que incumbe también a una hija/hermana en pleno fuego cruzado (Inga Ibsdotter Lilleaas) y a una madre/abuela cuyo enigmático suicidio también estaría entre las influencias de la película de Skarsgård. Es prácticamente un drama coral y, por mucho que tenga un punto de partida tan llamativo, bien puede ser dejado de lado a veces en pos de seguir a cada personaje.

A Trier, quizá, vuelve a fallarle la ambición. No se conforma con enunciar correctamente un tema y hallar el mejor enfoque para fabular alrededor de él, sino que quiere tejer todo un paisaje donde siga reverberando a cada capa, con la esperanza de dar con nuevas luces y matices. Esto a veces funciona y a veces no. Cuando no lo hace, Valor sentimental resulta errática e inconexa, pierde rumbo, y la sobriedad que Trier está trabajando a conciencia se acerca peligrosamente al tedio. 

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Estas arritmias o desvíos ingratos no son suficientes para considerar a Valor sentimental una película fallida, pese a todo. Pues se podrían achacar al apego que Trier siente por el material y al hecho de que sea una obra que parece salirle tan de las entrañas. Toda su carrera previa le ha conducido a Valor sentimental, y es de agradecer que lo haya hecho con personajes tan elaborados y creíbles, que nunca dejan que los reduzcamos a una primera impresión. Hay una dulzura vertida sobre todos estos protagonistas —desde el padre director hasta la actriz que interpreta Fanning, siendo al final el personaje de Ibsdotter Lilleaas el más brillante—, suficiente para apartar el film de cualquier severidad, de cualquier empeño en reducirlo todo a una tesis.

Pero claro, al final sí que hay una. Todas las dudas, todas las contradicciones, conducen en Valor sentimental a una afirmación inequívoca. Que es, como no podía ser de otra forma, la misma que ha permitido que exista la película (la de Trier, no la de Gustav Borg) en primer lugar. Cualquier ejercicio cinematográfico es hasta cierto punto un ejercicio de fe en el cine. Borg, Trier, Garci, todos, creemos (¿sabemos?) que el cine nos va a salvar y por eso somos cinéfilos. De esa creencia surge una arrogancia y esa arrogancia asume que, si nos va a salvar a nosotros, puede salvar a cualquier persona que se nos ocurra. Quiera o no quiera. Tal es su poder.

Valor sentimental es una película de cine dentro del cine que no se burla de la cinefilia sino que la humaniza. La somete a un ejercicio intimista y sin duda dialéctico, pero interiormente ya sabe cómo posicionarse, y por eso la conclusión nunca podría ser una catarsis fallida. No podría plantearse no conmover. Como Gustav Borg no puede estar tan equivocado después de todo —y el personaje de Reinsve se termina pareciendo mucho al de La peor persona del mundo—, al final Valor sentimental es otra película reveladora de Joachim Trier (y van) sobre el verdadero corazón del amor cinéfilo. Uno que, por muchos abrazos maternales que busque, no deja de ser eminentemente patriarcal.

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