Marcos Giralt Torrente: parte de una historia, o una novela de retratos

Los ilusionistas - Marcos Giralt Torrente

Anagrama, Barcelona, 2025.

Algunos editores tienen la costumbre, casi siempre  innecesaria y poco habitual, de mandarte, con el libro, una carta en la que ponderan su calidad. Esas misivas tienen escaso crédito, con algunas contadas excepciones. Recuerdo la carta de Beatriz de Moura llamando la atención sobre el interés de Juegos de la edad tardía, novela de un desconocido Luis Landero; a la que ahora podemos añadir la que Silvia Sesé, editora de Anagrama, nos envía. Se trata de un muy atinado análisis sobre las características y valores del libro de Marcos Giralt Torrente, que comparto de pe a pa... Nos anticipa que el libro tiene algo de novela, de biografía familiar, como así es, en el que el pasado no se reconstruye con certezas, sino con preguntas y reflexiones sobre los sucesos y la conducta de los personajes, que fueron antes personas. Es un tipo de paratexto que apenas se tiene en cuenta, pero que en casos contados puede ser muy significativo, como ocurre en el caso que nos ocupa.

Los ilusionistas es un libro completamente independiente, pero creo que se entenderá mejor si uno ha leídoTiempo de vida (2010), sobre el padre del autor, el pintor Juan Giralt, y Algún día seré recuerdo (2023), título de la estirpe de los de Javier Marías, en el que empezamos a conocer a algunos de los personajes de este nuevo volumen, dada la buena mano que el autor tiene para el retrato, pues anticipa parte de sus historias, y en él apreciamos lo bien que lee la literatura y reflexiona sobre el arte. 

Pero volvamos a Los ilusionistas, título que creo que se refiere a aquellos que viven de ilusiones, entre mitificaciones y leyendas, pero también a quienes nos ilusionan. A la oportuna cita inicial de Perec (“Escribo porque ellos han dejado en mí su marca indeleble y porque su rastro es la escritura”) le sigue una breve “nota” y ocho capítulos, en los que Giralt Torrente se ocupa, en el primero, de sus abuelos maternos; en el segundo, en cambio, el protagonismo va pasando de los abuelos al autor; mientras que el tercero, titulado “Una vida literaria”, trata de su tío, Gonzalo Torrente Malvido, Gonga; por su parte, la abuela materna, Josefina Malvido, es el centro del cuarto capítulo; el quinto lo dedica a su tío Javier, el menor de los hermanos; la visión de Gonzalo Torrente Ballester, el abuelo, se completa en el sexto; en la tía M., Marisé, la mayor, y su marido el tío Z. (Julio Zachrisson), un pintor panameño, asoman en el sexto capítulo, aunque en un momento dado, el autor narrador pasa a hablar de Marisa, su madre (p. 198); y en el octavo se centra en ella, el único personaje que está vivo. Claro que en todos estos apartados se cuentan historias, detalles, y aparecen alusiones al resto de los protagonistas. Componen, pues, un retablo familiar bastante exhaustivo.

En el libro se nos cuenta la historia de su familia, los Torrente Malvido, los cuatro hijos que el escritor Gonzalo Torrente Ballester tuvo con Josefina Malvido (Marisé, Gonzalo, Marisa y Javier), su primera mujer. Dos de ellos alcanzaron cierta notoriedad: Gonzalo y su hermana Marisa, la madre del autor, por sus actividades como galerista y por la presencia social en los años que duró la llamada movida madrileña.

La otra voz protagonista, la interlocutora del narrador, es la de la madre (ella es quien aparece en la cubierta, de cara y de espaldas), e incluso podría decirse que el libro le rinde homenaje, como reconoce en las líneas finales. Quizá por ello apenas aparezca la mujer de Giralt Torrente, sí en cambio su hijo, al que ya vimos en la cubierta del libro del 2023, jugando con su padre. El libro utiliza un tono reivindicativo, respecto a la segunda familia que formó Torrente Ballester, con la que tuvo siete hijos más. Entre ambas, no faltaron pleitos y desavenencias, debido a la herencia del padre y a los derechos de sus obras, por fortuna finalmente zanjadas.

Una de las primeras preguntas que se formulará el lector es quién narra: si el autor, otra voz, o hasta qué punto se identifica la voz del autor con la del narrador. La respuesta es importante porque el peso de esa potente voz lo condiciona todo. Después quizá también se pregunte -yo, al menos, lo he hecho-, si está ante una novela o ante un libro de memorias; qué tiene de memorias y qué, de relato de ficción; y en qué momento lo que puede parecer un libro memorialístico se convierte en una novela. Desde luego, tal y como están construidas estas páginas podemos observar diferencias con la denominada autoficción, que con demasiada frecuencia peca de un narcisismo oportunista. 

Así, podría decirse que hace de la necesidad virtud, pues, al no poder citar las cartas de sus abuelos, por una cuestión de derechos, noveliza el relato, proporcionándonos una versión en la que permanezca el significado; consciente de los engaños de la memoria (“No contaba con que la memoria que ha sido artificiosamente contenida, al estimularse, encabrita ecos que la escritura embrida de imprevistas maneras”, p. 180); tal y como se trata en su novela París (1999), reconoce que ha “mezclado sin querer recuerdos de años diferentes”, pero consciente de que “la ficción engaña”; si bien más adelante se da cuenta de que “este relato, aunque en primera persona y basado en mis recuerdos, no se diferencia de los que escuchaba de niño”, aunque es consciente de algunos olvidos; se reconoce “afecto al virus familiar de completar los huecos inacabados, de la realidad”, por lo que hace suyos algunos de los relatos que le cuentan; y, a este respecto, confiesa: “intento apartar la maleza para trazar a tientas mi propio camino en el relato”. Por último, tras un diálogo con su madre, el autor/narrador reconoce: “Mi madre no habla así. Mi madre es menos categórica, pero este diálogo lo estoy inventado” (pp. 16, 70, 74, 78, 118, 172 y 241). En suma, los mecanismos de funcionamiento de la memoria, los recuerdos y las necesidades narrativas lo encaminan a la ficción, a la novela, sin que por ello se pierda aquí el gran peso de la memoria.   

Lo primero que llama la atención es que se trata de un relato autocrítico, tono que le proporciona credibilidad a las visiones que nos proporciona de su familia. Pone en escena a un conjunto de personas con tintes novelescos, que no siguen las habituales convenciones sociales, por lo que casi todos ellos suelen pagar un precio. Si vale la pena o no, podrá decidirlo el lector. Como seres heterodoxos, se prestan al retrato, que aquí resulta siempre bien perfilado en sus diversos tonos.

Una de las singularidades del estilo —Giralt Torrente cuenta muy bien (hoy ya no es tan obvio constatarlo)— estriba en cómo construye ciertas frases mediante el ritmo reiterativo, y cadencioso, más propio de la ficción que de las memorias. Pueden verse ejemplos en las siguientes páginas: 38 y 39 (lo utiliza para clasificar las cartas de sus abuelos), 61 (para referirse a sus bisabuelos), 66-67 (para mostrarnos lo que ocurría en su mundo y en el de sus padres), 69 y 70 (para insistir en que recuerda), 75 (en lo que añora), 90 (para encabezar cinco brevísimos párrafos con la palabra luego, insuflándoles temporalidad), 97 y 98 (la repetición de la palabra falta, hasta en diez ocasiones), 104 (los reproches a la conducta de su tío, Gonzalo Torrente Malvido, valiéndose de diversas formas del verbo ser: fuimos, fueron o fue), 109 (Yo nací…, yo conocí…, yo aprendí…), 110 (cuatro párrafos que empiezan por si…, ejemplo de la utilización de la historia contrafáctica), 115 (cuatro párrafos seguidos que empiezan, en cursiva, por Mamá era muy especial…), 123 y 124 (diferencias entre él… y ella…, sus abuelos maternos, fórmula que se repite hasta en quince ocasiones), 155 y 156 (el sexto capítulo comienza con cinco significativos Sé qué…, que –en ocho ocasiones- se reducen a qués…, cinco de los cuales nos dice que era…), 182 y 183 (hasta en diez ocasiones nos dice que comprende…), 202 (las reacciones de su tía M., con la salud quebrada, si oye… los nombres de sus escritores preferidos), 227 y 228 (las maneras antagónicas de ser, yo… y ella…, el autor/narrador y su madre), 239 (diez párrafos seguidos que comienzan por Mientras…), 240-245 (cinco apartados del último capítulo empiezan con un enfático: Mamá…/ ¿Qué?), 247-249 (quince párrafos seguidos arrancan con un Seguramente…), a los que siguen otros trece que se inician con un O… (249-250). Disculpen lo prolijo de la explicación, pero me parecía importante para mostrar esa faceta de su estilo, toda una concepción de la prosa, de sus posibles cadencias.

En diversas ocasiones alude a sus libros anteriores, sobre todo a París (1999), y en menor medida, a Entiéndame (1995), Tiempo de vida (2010) y Algún día seré recuerdo (2023). Tienen una cierta presencia Bergamín, su falso abuelo, como lo llama en el libro del 2023 (pp. 69, 74 y 204) y Unamuno (p. 17), como maestros tutelares. Y también desempeña cierto papel lo que el relato tiene de historia contrafáctica, hipótesis que el narrador anuncia en diversas ocasiones: y si…, qué hubiera pasado si..., cómo seríamos si... (pp. 110, 128, 232 y 252).

Nos quedamos con las ganas de saber quiénes eran determinados personajes, a los que no nombra, pero que mantienen algún tipo de relación con los protagonistas: ¿quién fue el escritor del descapotable, novio de su madre, cuyo matrimonio se frustró? (pp. 226, 229 y 232); quién era la agente literaria de su abuelo que impidió la publicación de las cartas con su primera mujer (p. 237); o qué grupo editorial patrocinaba un programa de radio en el que trabajó su madre (p. 228). Otros, creo que hemos conseguido saber quiénes son, como ocurre en el caso de C.O., amigo de su tío Gonzalo, que no es otro que el poeta colombiano Carlos Obregón, que se suicidó en Madrid con 33 años, la simbólica edad de Cristo, cuando muere en la cruz (pp. 60 y 98). Y más que fáciles, por conocidas, son las alusiones a Carmen Martín Gaite, pareja ocasional de su tío Gonga (p. 99).  

Creo que puede leerse también como la crónica de una época, y como una novela de formación, de iniciación, la del propio autor, sobre cómo vivían los hijos de una generación de artistas, de gentes implicadas en la vida cultural de la Transición. O acaso podría leerse como yo prefiero: como una novela de retratos. E incluso como la historia de una saga familiar, con semejanzas y diferencias con los Baroja, los Maeztu, los Sánchez Mazas Ferlosio, los Panero, los Goytisolo o los Marías. En cualquier caso, este libro obliga a rehacer la biografía de Torrente Ballester. Pero, además, si Gonzalo Torrente Malvido le dedicó un libro a su padre, Marcos Giralt, tras ocuparse de Juan Giralt, el suyo, nos presenta ahora a su abuelo y a su tío, completando así el círculo familiar.

En un momento dado, durante el capítulo octavo, confiesa que “este es solo en parte un libro que alguna vez quise escribir y no escribiré ya.// Durante un tiempo iba a ser la historia de una familia, lo que pudo ser y no fue y lo que se perdió. Pero también iba a ser una historia de redención, con vencedores y vencidos, donde restauraría el relato que los vencedores habían ocultado. Ocurría que yo pertenecía a la estirpe de los vencidos…” (p. 235). Sea como fuere, el empeño parece cumplido de la mejor manera posible.

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Vuelvo a aspectos materiales, más prácticos. Me hubiera gustado ver reproducidas algunas fotos de los protagonistas o aquellas que se describen en el libro (pp. 14, 112, 119, 164, 247 y 248). ¿Tanto hubiera encarecido la edición? Estamos ante una narración difícil de armar, por lo espinoso del tema, y por las decisiones que ha debido de ir tomando el autor sobre el tono, el orden de los capítulos o el lenguaje más adecuado, cuestiones bien resueltas.

Se trata, en mi opinión, de uno de los mejores libros del año.

*Fernando Valls es catedrático de Literatura Española y crítico literario.

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