Masoliver o cómo 'Escribir (...) mi vida en poemas'

En el jardín del poema - Juan Antonio Masoliver Ródenas

Acantilado, Barcelona, 2024.

Ningún amante de la literatura puede no saber quién es Juan Antonio Masoliver Ródenas. Su vida ha transcurrido entre España, Italia, Irlanda e Inglaterra, además de en El Masnou, pero con una gran querencia también por la América hispánica, sobre todo por México, de cuyos escritores se ha ocupado en numerosas ocasiones.

Además de catedrático en la Universidad de Westminster, en Londres, su vida como crítico literario ha estado vinculada a La Vanguardia, como lo estuvo su tío Juan Ramón Masoliver y, en cierta medida, su hermano Bartolo, fallecido recientemente, notario del conde de Godó y de García Márquez. Los Masoliver son otra saga ilustre, como los Baroja, los Sánchez Mazas/Ferlosio, los Panero, los Torrente Malvido, los Millares, los Goytisolo o los Marías, aunque cada una lo haya sido a su manera.

Masoliver ha tocado con pericia todos los instrumentos del sistema literario: la poesía, la narrativa, sean novelas o cuentos, las memorias, el aforismo (uno de sus próximos libros está dedicado al género), cultivando, además, la traducción de autores de alto copete (Pavese, Carson McCullers, Djuna Barnes, Nabokov y Robert Coover). Su vida ha estado, por tanto, dedicada a la creación literaria, la crítica y a la enseñanza de la literatura, si bien considero que ha sentido mucha más pasión por las primeras que por la última.

Voy a ocuparme hoy de su último libro, formado por cuarenta y cinco poemas, que hace el número once en el conjunto de su obra poética. El título me resulta enigmático, aunque las vinculaciones de los jardines con la poesía vienen de muy lejos, e incluso su primer libro de versos se titulaba El jardín aciago (1985) (o sea, infeliz, desgraciado), pero palabras como maleza o bosque aparecen en los títulos de otros libros suyos de poemas. En este caso, en el jardín, de forma simbólica, transcurre buena parte de la existencia del poeta. En suma, el libro de poemas, el poema del título, se nos presenta como un jardín en el que el autor cultiva afanosamente sus recuerdos y obsesiones, sus amores y anhelos.

El libro está dedicado, remedando una oración infantil, a la escritora Sònia Hernández, su pareja. En realidad, es un homenaje a quien llama —con precisión matemática— “mi ángel de la guarda”. No en vano, hasta en ocho poemas se refiere a ella; y en otro, a su familia, los Hernández. En el poema que empieza “Cae en el cielo”, remeda la dedicatoria: “Y hoy busco las huellas del amor/(…) y te encuentro en el cielo/rodeada de ángeles”. Así, Sònia se convierte en la donna angelicata de nuestro autor, en la estela de Guido Guinizelli, Dante o Cervantes.

Además, los poemas están trufados de recuerdos y ensoñaciones, los propios del mundo del autor, que ya conocíamos por otros libros suyos. Me refiero a la rememoración de la infancia, al trato con sus padres (en especial, con su madre), y de la casa familiar en El Masnou; pero también un contrapunto algo canalla, a sus obsesiones como voyeur, pues la fascinación ante el cuerpo femenino, por el erotismo, es una presencia constante no solo en este libro, sino en el conjunto de su obra, aunque en un registro diferente al que encontramos en los versos de Gimferrer, más dado a lo escatológico.

Masoliver rompe con el tiempo, el espacio y la lógica discursiva. No falta, por fortuna, el humor (véase, por ejemplo, “Érase un rey”, una autobiografía), la ironía, los sueños, las autorreferencias a los poemas, las reflexiones sobre el paso del tiempo y las pasiones, o al meditatio mortis del poema final. Los poemas no están titulados, aunque algunos aparecen presididos por un lema, y puede observarse la intención de establecer una cierta simetría entre —por ejemplo— el primero y el último, ambos excelentes; pero también entre los seis muy breves (entre tres y ocho versos); una dimensión difícil en la que Masoliver se desenvuelve muy bien, dada su inclinación por la precisión del lenguaje y la concisión, producto del trabajo de depuración del idioma (pp. 18, 19, 49, 50, 53 y 55). Destacaría, además, los que empiezan con los siguientes versos, sin insistir en los dos ya destacados: “Cuando en casa había mar…”, “¿Cuántos años tardaré…?” y “Cuál es el último libro que leeré?” (pp. 21, 51 y 57).

El que se trate de un libro rememorativo y vital, sin perder nunca de vista el presente, así como de un libro de postrimerías, no impide que la referencia a grandes autores de la tradición, o a la cultura, sea frecuente. Por ejemplo, Keats, por partida doble; Rubén Darío (su cuento El cuento del ciego); Dante; Teresa de Jesús; Quevedo; o el recuerdo de una canción de Bobby Solo, o del pintor Miquel Villà, tan apreciado por Masoliver (pp. 21, 25, 33, 35, 45, 47 y 57). Pero, además, en ese poema que empieza “Abandonado su cetro en la ceniza”, se vale del motivo del rey mendigo, que había utilizado José Agustín Goytisolo, por solo recordar un ejemplo cercano. Este tipo de poemas pedía la silva, usada con la libertad propia de esa forma, que en este caso es lo que le brota al poeta con mayor naturalidad, dado que su resonancia inunda estos versos.

Entre 2008 y 2024, Masoliver ha publicado seis libros de versos: estamos ante una madurez fértil poética, solo comparable a la de José Manuel Caballero Bonald, con quien comparte obsesiones, motivos y temas, aunque su fraseo sea distinto. En el poema que cierra el libro, “Oigo el canto del gallo”, se repite hasta en cinco ocasiones “porque estoy muerto”, para declarar tajantemente en el último verso: “porque estoy vivo”, con lo que al fin y a la postre, la vida se impone a la muerte.

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En este viejo país ineficiente, España, y en el —si cabe— más ineficiente aún, Cataluña, se aprecia poco y mal que alguien sea capaz de tocar bien el violín, el oboe y el piano; por eso, Tono Masoliver sigue siendo mucho más respetado, tenido en cuenta, como crítico literario que como escritor de ficción. Espero que el tiempo ponga las cosas en su sitio, y si ello ocurre pronto, mejor que mejor. Y a ese respecto, por lo que se refiere a los reconocimientos, cómo no ha obtenido nunca el Premio Nacional de Periodismo Cultural (¿la crítica literaria en la prensa no es periodismo cultural?), ni tampoco el Ciudad de Barcelona, cuando tantos misacantanos lo han obtenido ya. Sea como fuere, para este último premio, tendrían que nombrar un jurado que supiera lo que está juzgando, circunstancia que no se ha dado a menudo.

Para Sònia H, Cristina FC y Gemma P, tras una comida en El salero de Ocata, en El Masnou, el 22 de noviembre del año en curso.

*Fernando Valls es catedrático de Literatura Española y crítico literario.

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