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La gran paradoja del 21A: un Parlamento más soberanista, una ciudadanía menos independentista

El cuento de todos

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El escritor Benjamín Prado.

Luis García Montero Benjamín Prado

(Inicia Luis García Montero)Luis García Montero

El periodista Jesús Maraña dejó el coche en el garaje de San Bernardo. El sol había decidido dar una sorpresa a finales de noviembre y caía sobre Madrid con una amabilidad extraña. No está mal, pensó Jesús, una canción de primavera en medio del otoño largo. Se agradecen las ayudas que devuelven una vitalidad íntima cuando el cansancio se empeña en deshojar hasta las últimas ilusiones. Las ventanas, los semáforos, los coches, los escaparates, las cafeterías y los zapatos de los caminantes se atreven a brillar de otra manera.

Han sido meses duros en los que el trabajo se apoderó del reloj hasta los últimos rincones. De todos los relojes, es mejor afirmar: el reloj de pulsera, el reloj de la redacción, el reloj de los libros, de la casa, del dormitorio. Del periódico a la televisión, de la llamada de teléfono a la comida con el personaje de turno –a ver si dice algo y es capaz de iluminar las zonas oscuras del vértigo—, la situación política no había dejado un momento de respiro.

Las crisis del PSOE, los juicios por corrupción, la investidura de Rajoy, la puesta en marcha del nuevo Gobierno, partidos que se hacen y se deshacen, cada día llegaba el capítulo folletinesco de una realidad que iba con la lengua fuera y a la que resultaba difícil seguir. Opinar con seriedad cuesta demasiado trabajo. Yo no sé si España tiene arreglo, pero a ti te va a costar la vida, le había lanzado en tono de broma su mujer, mientras comentaban un encontronazo televisivo con Eduardo Inda.

La verdad es que hay trabajos en los que no se puede utilizar la rutina como estrategia de defensa. Por mucho que uno conozca las reglas del juego, aunque llueva sobre mojado y las cartas estén sobre la mesa, es difícil mantener la serenidad cuando se vive lo que se vive, se sabe lo que se sabe y se oye lo que se oye. Alguna vez el periodista Jesús Maraña ha caído en la tentación de plantearse sus participaciones en el circo semanal de los despropósitos tertulianos. Pero pasado el fuego, después de una butaca, una copa de pacharán y la relectura nocturna de un libro de Albert Camus, comprende que no se puede abandonar ninguna trinchera y que la dignidad de un país depende del estado de su prensa. Ni la renuncia, ni las torres de marfil son una salida.

Tampoco el encabronamiento. Por eso conviene descansar, recuperar la serenidad o por lo menos conseguir esa calma agitada del voluntario de la objetividad que permite no entrar en banderías, no buscar el aplauso fácil, no vengarse, no mentir. Aunque la gente busque señores que estén en posesión de la verdad o fieras a las que insultar por sus argumentos disparatados, la ética de este oficio descansa en la modesta pretensión de no mentir. Y para eso hay que parar de vez en cuando. Sí, hacía falta levantar el pie del acelerador. Y ya, sin excusas, sin trampas. Tal vez unas pequeñas vacaciones, la posibilidad de aprovechar el puente, unos días de viaje con la familia y alejado del ordenador. Las niñas lo iban a agradecer.

—Y yo el primero, porque si no voy a empezar a creer en fantasmas— pensó Jesús, alterado todavía por la dichosa llamada de teléfono.

El sol imprevisto de la mañana pareció darle la razón. Salió del garaje a la vida. Camino del periódico, el breve paseo por la calle Fuencarral se convirtió en un adelanto de la felicidad. El rumor de los coches tenía incluso un aletear de pájaro entre las ruedas y las novelas brillaban en el escaparate de la Casa del Libro con la alegría del aire luminoso. A ver qué novelas me compro para el puente, se preguntó Jesús Maraña. Lo importante, desde luego, es no caer en la tentación de llevarse un título de actualidad, ni escándalos, dioses, jueces, reyes o tribunos. Tal vez Valle-Inclán, Baroja, Trigo… Subió las escaleras y entró en la redacción. También la luz de la calle caía sobre los ordenadores del infoLibre. Los teclados celebraban la alegría igual que los árboles y los cuerpos. Saludó, hola, qué buen día hace, luego resolvemos, ¿qué tal ayer el estreno de la película?, ¿hablaste por fin con Pedro Sánchez?, ¿y con Errejón?, levantó la mano para felicitar a Clara, muy bien Los diablos azules de hoy, y se dirigió al despacho. Vio el sobre mientras se quitaba la chaqueta.

Leyó cuatro veces la carta, una, dos, tres, cuatro, pasó de la incredulidad a la inquietud y de la curiosidad a la excitación. Antes de leer la carta por quinta vez, llamó por teléfono a Manolo Rico:

—Oye, Manolo, voy a tu despacho. No te lo vas a creer.

(Sigue Benjamín Prado)Benjamín Prado

—Mira, Jesús, a estas alturas de nuestras vidas, yo me lo creo ya todo y no confío en nadie —dijo el director—. Lo primero, porque la realidad no es de fiar; lo segundo, porque ya sabes cuál es el primer mandamiento de nuestra profesión: si tu madre te dice que te quiere, no lo descartes, pero verifícalo.

—No, pero es que esto no tiene nada que ver con ninguna de las dos cosas, ni con la realidad, ni con el periodismo.

—Has tenido un sueño…

—Tampoco.

—Eres millonario: te tocó la lotería.

—Sigo siendo igual de pobre, así que olvídate de pedirme un préstamo. No, lo que ha pasado es algo sin gran importancia, pero aun así muy sorprendente, una de esas coincidencias que te dejan estupefacto.

—Vaya, si hay que explicarlo con un adjetivo de cinco sílabas, es que debe haber sido algo grande.

—Júzgalo tú mismo. Cuando pasé por casa, hice lo que hago siempre, ya me conoces: ir mirando la hora obsesivamente en todos los relojes, los de pared, el de mesa, los despertadores de la alcoba, el del horno y el de la nevera, el del móvil, el del ordenador… Ya me conoces, siempre obsesionado con que el tiempo no se me eche encima.

—La gente puntual es quisquillosa.

—Cuando fui a salir, me di cuenta de que todos marchaban bien, menos el mío, que estaba parado. “Se le habrá gastado la pila”, me dije. Así que lo dejé en la mesa de despacho, para llevarlo mañana a la joyería de la esquina, y me puse otro que tenía en un cajón, una antigualla de la época en que estaba en la Universidad.

—Ha llovido mucho de eso.

—Y tanto… Pero no nos vayamos por las ramas. El caso es que ese reloj, como todos los objetos, tiene su pasado; y por extensión, parte del mío. Me lo regalaron por mi cumpleaños unos compañeros de la facultad. Jóvenes comprometidos de los de aquella época, idealistas, politizados, seguros de que iban a poder luchar por cambiar este mundo injusto, gobernado por usureros… Cierro los ojos y los oigo hablar en las asambleas, escucho nuestras conversaciones interminables, en cualquier bar y hasta la madrugada, sobre filosofía, sobre el marxismo, los sindicatos, el veneno del capital, la revolución…

—Vamos, unos rojos de manual.

—Pero no por mucho tiempo, porque después pasó lo que ocurre con una gran parte de las personas, es decir, que con la edad se matizan las posturas y se liman las convicciones. Alguno, de hecho, entró en un partido, ocupó cargos de responsabilidad y pronto empecé a leer y oír declaraciones suyas que, por resumir, le habrían puesto como una furia a él mismo dos décadas antes.

—De manera que volver a ponerte aquel reloj te ha hecho pensar en todo eso —dijo Manolo, mirando el suyo de reojo, con un primer apunte de impaciencia.

—En una ráfaga, que es como ese tipo de visiones te pasan por la cabeza. Pero lo extraordinario ocurrió después. En el instante en que pisaba la calle, ¡me llamó por teléfono justo uno de esos antiguos compañeros!

—Vaya, sí que es una casualidad —concedió el director, con la esperanza de que el relato acabara allí.

—Si te digo quién es, te llevarás una sorpresa. Si te cuento lo que me ha dicho, no saldrás de tu asombro.

Jesús le dijo a Manuel de quién se trataba y el otro sacudió la mano en el aire y dejó escapar un silbido. Se trataba de un pez gordo, sin duda.

—¿Y qué es eso tan sorprendente que te ha dicho?

—Pues ha sido un discurso que iba absolutamente en dirección contraria a todos los que le hemos visto dar en los medios de comunicación a lo largo de estos años. Dice que lo que está ocurriendo es inaceptable, que el neoliberalismo está arrasando el Estado del bienestar por el que tanto luchamos, que hay que hacer algo para escapar del totalitarismo del dinero, conectar con los jóvenes que ahora parece que se vuelven a interesar por lo que sucede a su alrededor…

—Pues sí que es una sorpresa. ¿Seguro que se trataba de él? Porque hasta hace dos días ha sostenido justo lo contrario.

—Te lo puedo asegurar. Quedamos en llamarnos, en tomar un café… Pero luego he caído en algo, al ir a grabar su número en mi teléfono. El suyo, desde el que me ha llamado, es el mismo que tenía en los años ochenta, yo lo sabía de memoria como antes nos sabíamos todos los de la familia, nuestra pareja, los amigos. Ése era el de la casa de sus padres, donde yo he acabado muchas noches, con otros camaradas.

—Será que conserva esa casa, entonces.

—Pero, es que hay algo más. El número no tenía prefijo, no llevaba delante el 91, el prefijo de Madrid, como en aquellos tiempos en que se marcaba sólo la cifra de cada abonado si estabas en la misma provincia.

—¿Estás intentando decirme que te ha llamado desde el pasado? —preguntó Manolo, dejando de mirar con disimulo su ordenador y cambiando la simple educación por verdadero interés.

“No se me ocurre otra explicación”, oyó que le decía. Se preguntó si, al fin, se había vuelto loco. Pero Jesús, con todo el otoño metido de golpe en su mirada, le dio el sobre que llevaba en la mano.

—Lee, a ver qué te parece.

(Continuará Javier Valenzuela)Javier Valenzuela

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