La esperanza muere de nuevo, pero es una palabra que sólo se entiende en Gaza
¿Debo empezar por los momentos en los que perdí la esperanza o por aquellos en los que la recuperé, en los que pude soñar con un futuro? ¿Debo empezar por el triste espectáculo de los niños sin hogar que deambulan por las calles en busca de restos de comida, o por el desgarro insoportable de una madre que esperó quince años para tener un hijo y lo perdió?
¿Debo empezar por la doctora Alaa al-Najjar, de Jan Yunis, que atendía a heridos cuando perdió a nueve de sus diez hijos en un solo ataque? Se llamaban Yahya, Rakan, Raslan, Jubran, Yves, Revan, Saydin, Luqman y Sidra. El único superviviente, Adam, resultó gravemente herido en la cabeza, la mano y el pie. Su marido, el Dr. Hamdi Al-Najjar, no sobrevivió a sus heridas. El mes pasado, la Dra. Alaa al-Najjar era madre de diez hijos y esposa. Hoy es madre de un hijo herido y viuda, sin hogar.
¿O debería empezar por la artista Amna al-Salmi, conocida como “France”, que murió en el bombardeo del café Al-Baqa, justo antes de haber dibujado un autorretrato cubierto de sangre?
¿O debería empezar por ese hombre de Gaza que fue a la región de Sheik Ijlin para ver qué había sido de su casa, después de dos años de desplazamientos, y solo encontró un esqueleto? Eran los restos de una persona que había intentado salvarse vendándose la pierna herida.
Recobré la esperanza cuando entró en vigor el alto el fuego. Volvía a haber comida. Vi la alegría de los niños en los campos de desplazados. Miré al cielo y no vi cohetes. Respiré y no sentí el olor de la muerte ni de la pólvora.
Durante la tregua, no nos vimos obligados a pasar la noche en una calle destruida, sin protección, sin paredes, sin techo. No éramos cuerpos frágiles esperando en silencio una caja de conservas o un kilo de harina. Creímos que los pájaros volverían a cantar. Creímos que el olor del pan recién horneado se impondría al hedor de la pólvora.
Pero el destino tenía otros planes y el alto el fuego llegó a su fin.
Era como si la vida nos diera solo un minuto para recuperar el aliento antes de ahogarnos de nuevo en sangre. Nada dura para siempre. Ahora salimos en busca de comida y volvemos como mártires. Envueltos en un sudario. Llevados por otros mártires. Un mártir se despide de otro mártir. Cada día es un adiós a nuestras familias, nuestros amigos, nuestros hijos.
He perdido a mi padre, a dos tíos y a quince amigos cercanos. Todavía no hemos encontrado el cuerpo de mi amigo Saeed. Lo mató un soldado israelí mientras recogía hojas de vid para alimentar a su familia. Hemos buscado su cuerpo muchas veces, pero cada vez que nos acercábamos, nos disparaban. Un día, volvimos al lugar y el cuerpo había desaparecido por completo. Se había esfumado. Como si se lo hubiera llevado el viento. El cuerpo fue robado, al igual que su vida, por la bala de un francotirador.
A día de hoy, seguimos sin saber dónde está.
¿Por qué?
¿Qué delito hemos cometido? ¿Por qué tenemos que soportar tal masacre, la sangre, la destrucción? ¿Por qué vivimos en tiendas de campaña, bajo el calor mortal del verano y el frío glacial del invierno? ¿Somos números? ¿Somos ataúdes que respiran? ¿Por qué el mundo guarda silencio? ¿Dónde están los gobiernos? ¿Dónde están las organizaciones de derechos humanos? ¿Por qué todo el mundo se queda de brazos cruzados? ¿Por qué no tenemos derecho a un alto el fuego como entre la India y Pakistán? O entre Yemen y Estados Unidos. O entre Irán y Estados Unidos.
¿Aún no ha llegado nuestro turno? ¿No nos merecemos un respiro después de dos años de matanzas, destrucción y desplazamientos?
Hace dos días, el ejército de ocupación atacó una cafetería junto al mar. Allí había gente sentada, respirando por sobrevivir, tomando un café. La esperanza se mezclaba con el olor del mar. La cafetería no era un objetivo militar. Era una cafetería. Pero los misiles israelíes no leen los carteles, no se preocupan por las almas. Un hombre mayor estaba de pie junto a un cuerpo sin vida. No lloraba. Quizás era su mujer, o su hija, o su alma la que yacía en el banco de enfrente. Solo quedaban los escombros y un hombre hablando en silencio a un cadáver. El mar asistía, impotente, a un nuevo crimen.
La palabra “masacre” llega a los oídos de los habitantes de Gaza como un saludo matutino, en tono lúgubre. Preguntamos “¿dónde estaba fulano o mengano?” aunque ya sabemos la respuesta. Esa palabra ya no provoca asombro ni conmoción. Ahora forma parte de nuestro vocabulario cotidiano. Pasa ante las madres como si fuera el umbral de una puerta, ante los niños como si formara parte del programa escolar y ante los viejos como si fuera la historia de su vida. Pasa. Pero no pasa en paz.
La palabra deja una puñalada en el corazón, un grito que se reprime para salvar el alma, lágrimas en los ojos suspendidas en el aire y una herida indeleble en el lenguaje. Un lenguaje que sólo entienden los habitantes de Gaza.
No tenemos aviones, no tenemos ejército. Tenemos nombres. Tenemos sueños. Sueños enterrados bajo los escombros. La pregunta no es “¿por qué no se han agotado las municiones?”, sino “¿cuándo va a terminar el silencio?”.
Caja negra
Este texto ha sido confiado a Gwenaëlle Lenoir y traducido del inglés por Lénaïg Bredoux.
Ibrahim Badra es periodista y defensor de los derechos humanos. Este joven de 23 años es licenciado en Literatura Inglesa y Traducción por la Universidad Islámica de Gaza. Debería haber recogido su título el 7 de octubre de 2023. Nació en el seno de una familia originaria de Jaffa, refugiada desde 1948, instalada en el barrio de Sabra, no lejos de la ciudad vieja de Gaza. Él mismo ya ha vivido siete guerras antes de la que estalló en octubre de 2023. Ha sobrevivido a ellas, al igual que está sobreviviendo al genocidio.
Los puntos de interés de Ibrahim Badra son la traducción, la literatura, los textos políticos y la educación. Su trabajo desde hace año y medio consiste en documentar la realidad de los habitantes de Gaza, defender los derechos humanos y dar voz a los palestinos.
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Traducción de Miguel López