La mano que el mundo podía haberle tendido a Ucrania más allá de darle dinero y armas

Tres años después de la brutal invasión rusa, Ucrania se prepara para unas difíciles negociaciones sobre un posible alto el fuego. Además de haber pagado esta guerra con sangre —varios cientos de miles de muertos y heridos—, de haber visto su economía devastada y su población abandonar el país en masa, corre el riesgo de verse obligada a ceder territorios y de que los responsables de los múltiples crímenes cometidos por el ejército ruso escapen a la justicia.
A estas pérdidas concretas se suma una doble derrota simbólica.
La primera es el aluvión de insultos que les ha lanzado en los últimos días el nuevo presidente de Estados Unidos. Donald Trump mantiene una relación cordial con Vladimir Putin, repite a quien quiera oírlo que este conflicto es “ridículo” y, en un completo giro de la historia, que el presidente ucraniano Volodímir Zelensky, este “dictador”, es el responsable de su inicio. La adopción de esta narrativa y la voluntad manifiesta de no sancionar a Putin tienen consecuencias que van mucho más allá de Ucrania y constituyen, según algunos historiadores, “el mayor desafío al orden internacional desde 1939”.
La segunda es la creciente desconfianza del resto del mundo: la ayuda a Ucrania, que en Europa gozaba de un consenso relativamente amplio, ahora es cuestionada hasta el punto de convertirse en uno de los combustibles más poderosos de la extrema derecha en el continente. En muchos países de América Latina y África, la guerra en Ucrania se ha convertido en una demostración de cierta hipocresía occidental y, paradójicamente, ha contribuido a convertir a Putin en un campeón de la lucha por la emancipación de los pueblos no occidentales.
Todo esto ha ocurrido a pesar de los miles de millones de euros en ayuda militar y financiera que sus socios han proporcionado a Kiev. Francia, que ha participado en este movimiento de apoyo, podría pensar que ha hecho lo que le correspondía: ha dado dinero, ha enviado equipo militar, ¿no era eso todo lo que podía hacer?
En realidad, era posible ofrecer otro tipo de apoyo a Ucrania. Un apoyo que hubiera tenido más en cuenta las necesidades concretas de los ucranianos, mejor comprendido y aceptado por los europeos, más transparente y coherente. Quizá no habría podido evitar la obstinación de Putin y la catastrófica capitulación de Trump ante él, pero sin duda habría permitido que las sociedades europeas fueran colectivamente más fuertes para hacerle frente.
“Aislemos a Putin: aislemos las viviendas”
Para ello, habría sido necesario prestar más atención al destino de los ucranianos y menos a las multinacionales francesas de la energía, el transporte o la defensa.
Porque no tener palabras lo suficientemente duras para la Federación Rusa, “amenaza existencial para los europeos” según Emmanuel Macron, es una cosa. Comprarle, al mismo tiempo, volúmenes récord de gas natural licuado es otra. Francia aumentó sus importaciones de GNL en un 81 % en 2024, asegurando a Moscú al menos 2.680 millones de euros de ingresos.
Esa hipocresía beneficia a TotalEnergies, que suministra GNL ruso a Europa. Una ayuda diferente a Ucrania habría consistido en encontrar soluciones para prescindir del gas licuado ruso y de los combustibles fósiles en general. Existe una solución: la transición energética. “Aislemos a Putin: aislemos las viviendas”, resume eficazmente una campaña de Los Verdes europeos. Europa no está precisamente tomando ese camino: el Parlamento Europeo, bajo el impulso de su mayoría conservadora, quiere desmantelar el texto europeo más ambicioso sobre el tema, el Pacto Verde.
Quince días antes de la invasión rusa, París puso su energía al servicio de otra multinacional francesa: Alstom. Mientras Zelensky se preparaba para entrar en guerra, Macron, de visita en Kiev, le instó a que finalizara la firma de un contrato de casi 1.000 millones de euros entre el Estado ucraniano y el gigante ferroviario francés. Las imágenes de ese momento, inmortalizadas en un documental, provocan un claro malestar. Una ayuda sincera a Ucrania hubiera sido comprender que hay momentos en los que la diplomacia y los negocios no van de la mano.
Una vez perpetrada la invasión rusa, París no dejó de velar por su industria de defensa. Las “donaciones” de material militar francés se convirtieron rápidamente en ventas. Los 400 millones de euros de los “fondos de apoyo” franceses a Ucrania tampoco se llaman como debería, pues en realidad son compras a la industria militar francesa. El ministro de Defensa francés lo ha asumido sin rodeos: el conflicto en Ucrania crea “oportunidades para la industria francesa”.
Podrán decir que casi siempre es así como funcionan las ayudas internacionales, que la generosidad desinteresada no existe, cierto, pero no está prohibido buscar un mundo mejor. Aunque no se pueda cambiar de inmediato, apoyar realmente a Ucrania podría haber consistido, como mínimo, en no regocijarse públicamente de estas “oportunidades” poco después de haberse presentado sus respetos ante el “muro de los héroes” del monasterio de San Miguel de las Cúpulas Doradas en Kiev, donde se alinean cientos de fotos de ucranianos muertos durante la guerra. A eso se le llama decencia.
Presionar para mejorar los derechos de los trabajadores
Si Francia hubiera prestado más atención a la población ucraniana, ¿qué habría visto?
Que los ucranianos tienen, además de la guerra en sí, un motivo de gran preocupación: el desmantelamiento del derecho laboral en su país, que se ha acelerado en los últimos tres años a causa del conflicto. Incluso los principales sindicatos ucranianos, que saben mostrarse complacientes con el Estado y los empresarios, consideran que la situación ya no es sostenible.
La izquierda y la sociedad civil ucranianas llevan más de un año pidiendo a los gobiernos europeos que intenten influir en estas reformas llevadas a cabo por el Estado ucraniano condicionando ciertas ayudas al respeto de las normas internacionales del trabajo. No han sido escuchados.
En lugar de esta solidaridad real con los ucranianos, el gobierno francés, como tantos otros, ha apoyado programas de ayuda y reconstrucción diseñados por élites liberales para otras élites liberales. La reconstrucción tal y como se concibe hoy en día no ha sido diseñada por los habitantes de los lugares destruidos por la artillería y la aviación rusas, sino por estudios de arquitectura con ganas de vender sus prototipos de smart cities. La ciudad mártir de Bajmut aún no había terminado de contar sus cadáveres cuando comerciales con sus maletas de ruedas ya intentaban vender nuevos sistemas de canalización al ayuntamiento.
Muchos ucranianos esperan que el período de reconstrucción signifique la entrada de su país en la Unión Europea. Pero, hasta ahora, este proceso de adhesión ha consistido con demasiada frecuencia en dictar desde el exterior y a toda prisa profundas reformas del aparato estatal.
Ayudar realmente a los ucranianos también significa no oscurecer aún más su futuro atándoles al cuello la soga de la deuda. Es urgente aliviar la deuda externa de Ucrania y asegurarse de que los millones de euros de “donaciones” anunciados para apoyar y reconstruir Ucrania sean realmente donaciones. Porque por el momento lo que ha hecho aumentar la deuda externa del país son principalmente los préstamos desde 48.000 millones de dólares antes de la guerra hasta los 115.000 millones a finales de 2024: el aumento se debe en un 60 % a préstamos de la UE.
Eso tendrá un precio. No deben pagarlo los contribuyentes americanos o europeos, especialmente los más modestos, porque puede que la ayuda a Ucrania siga siendo percibida como una política lejana decidida por “una élite que hace pagar al pueblo”. Para financiar esas donaciones se podrían utilizar los miles de millones de euros de las ganancias procedentes de los activos del Banco de Rusia congelados en los países del G7, la Unión Europea y Australia, como ya ha empezado a hacer la UE.
No transigir con la democracia
Para evitar que el apoyo a Ucrania se viera como la decisión de unas pocas élites, habría sido necesario que se inscribiera en un marco realmente democrático. En Francia, durante los últimos tres años, no siempre ha sido así.
En lugar de involucrar a los franceses y sus representantes democráticos en las decisiones, el ejecutivo ha preferido a menudo los hechos consumados. A finales de febrero de 2022, envió al ejército francés a participar en una operación militar en Rumanía (la misión Aigle, lanzada por la OTAN en respuesta a la invasión rusa) sin que el Parlamento la validara, como prevé el artículo 35 de la Constitución. En marzo de 2024, consideró oportuno solicitar la opinión del Parlamento sobre un acuerdo bilateral de seguridad entre Francia y Ucrania... después de haberlo firmado.
Un marco verdaderamente democrático no se limita a estos debates públicos indispensables.
El gasto militar, ya sea francés o europeo, ha aumentado drásticamente desde el comienzo de la guerra en Ucrania. Ahora es compartida, incluso por la izquierda, la necesidad de armarse para poder defenderse sin depender de aliados con trayectorias políticas muy preocupantes, como los Estados Unidos de Donald Trump.
Al mostrarse incapaces de denunciar con la misma firmeza el genocidio de Israel en Gaza y el delirio asesino de Putin en Ucrania, Europa y Estados Unidos han demostrado su inconsistencia
Pero apoyar a Ucrania de otra manera habría hecho necesario, como mínimo, que los procedimientos de control y transparencia de estos gastos estuvieran a la altura de los desafíos. Sin embargo, parecen completamente ineficaces. París pudo inflar las cifras de su ayuda militar a Ucrania durante meses, como reveló Mediapart en marzo de 2024, sin que nadie reaccionara. También fueron necesarias investigaciones periodísticas para revelar que diez Estados europeos (entre ellos Francia hasta 2020) habían seguido exportando armas a Rusia después del embargo de 2014.
Aparte de Ucrania, pero como un síntoma de las deficiencias de estas políticas de control, los franceses todavía no han conseguido saber qué armas específicas ha vendido su Estado a las autoridades israelíes involucradas en un probable genocidio en Gaza. París les entregó armas por valor de 30 millones de euros en 2023.
En cuanto a saber si este dinero, cuando se utiliza para equipar al ejército francés, se emplea bien, habrá que volver a revisarlo. Esas decisiones se toman a puerta cerrada entre expertos, donde los intereses del Estado y de las grandes empresas privadas se mezclan y a veces se confunden. En ausencia de voluntad política y de órganos de control independientes, los esfuerzos hacia una “defensa europea” solo conducirán a la construcción de una Europa que da cada vez más dinero a la industria de la defensa.
Una ayuda decidida, progresista y democrática a Ucrania habría dejado claro que la defensa del derecho internacional no solo vale cuando se trata de denunciar las acciones de Rusia de Putin.
Al mostrarse incapaces de denunciar con la misma firmeza la lógica genocida de Israel en Gaza y el delirio asesino de Putin en Ucrania, Europa y Estados Unidos han demostrado su inconsistencia, han hecho oídos sordos al resto del mundo y le han dado a Putin una oportunidad de señalar la hipocresía de Occidente. Sin duda, él no pedía tanto.
Solidaridad internacional y justicia social
Hanna Perekhoda, historiadora y activista ucraniana de izquierdas, va aún más lejos. Para ella, no puede haber un apoyo realmente eficaz a Ucrania mientras no haya más igualdad y justicia social en las sociedades de los países afectados. “La ayuda que los países occidentales pueden ofrecer a Ucrania no reside solo en el ámbito militar o económico, sino en la resolución de su propia crisis de legitimidad interna”, declara a Mediapart.
Eso implica “políticas urgentes de redistribución” que puedan “restaurar la confianza de los ciudadanos”: “Una sociedad solidaria es más capaz de apoyar los compromisos internacionales y el aumento de los presupuestos de defensa (cuya necesidad ya es imposible negar). Actuar rápidamente en favor de la igualdad social no es solo una prioridad interna, sino una condición esencial para ayudar a Ucrania”.
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Este artículo está basado en las conversaciones mantenidas con Hanna Perekhoda, Volodímir Yermolenko y Leonid Litra. La autora les da las gracias. Las opiniones expresadas aquí son responsabilidad exclusiva de la autora.
Traducción de Miguel López