Trump dinamita la agenda verde global y arremete contra las renovables: “El viento no funciona”
“El presidente Trump no comprometerá la seguridad económica y nacional de nuestro país para perseguir objetivos climáticos vagos que afectan a otros países”. Así marcó la pauta la portavoz de la Casa Blanca, Taylor Rogers, para justificar la política de silla vacía de la administración Trump en la COP30 de Belém (Brasil), que acaba de concluir.
Desde su regreso a la presidencia de los Estados Unidos, Donald Trump, que ha llevado a cabo una serie de ataques sin precedentes contra los pilares de la democracia estadounidense, también se ha propuesto destruir, metódicamente, las políticas destinadas a limitar el cambio climático y el colapso de la biodiversidad.
Apenas unos días después de volver a ocupar el Despacho Oval, y tal y como se comprometió durante su campaña, Trump advirtió a la ONU de que su país se retiraba del Acuerdo de París. Un tratado del que ya se había retirado brevemente durante su primer mandato y por el que los países se comprometen a aplicar políticas para limitar el aumento global de las temperaturas a 1,5°C. Un calentamiento global que Trump, al frente de uno de los países que más CO2 emite, volvió a calificar de “estafa del siglo” (the greatest 'con job' ever perpetrated on the world) durante la 80ª Asamblea General de la ONU, poniendo en tela de juicio años de investigación que han dado lugar a un consenso científico.
Cuando nombró en enero a Lee Zeldin, uno de sus fieles, al frente de la Agencia de Protección Medioambiental (EPA por sus siglas en inglés), Trump le encomendó la misión de dinamitar todos los marcos reguladores en materia de ecología. Poco después de asumir el cargo, Lee Zeldin explicó en un vídeo difundido en la red X que la EPA pondría fin a la “estafa verde” y participaría en el proyecto trumpista de recuperar el poder energético. La principal misión de la agencia es ahora para él “reducir el coste de los coches y la calefacción” y ayudar a “desarrollar el negocio”.
Torpedeo a las energías renovables
En un giro orwelliano, la EPA se ha propuesto sabotear el objetivo que ella misma se fijó en 2009 de reducir los gases de efecto invernadero, objetivo que había dado lugar a la imposición de impuestos a los mayores contaminadores bajo las administraciones Obama y Biden.
La agencia, que ha sufrido recortes drásticos en su plantilla, ya no tiene en cuenta en las políticas públicas el coste del agravamiento del cambio climático a través de fenómenos extremos cada vez más frecuentes, como las sequías o los megaincendios.
La agencia, que ahora cuestiona la realidad del calentamiento global, lleva a cabo, de forma contraria, una política desenfrenada de desregulación en todos los temas medioambientales. En mayo, por ejemplo, revisó al alza los umbrales autorizados de contaminantes persistentes en el medio ambiente y, la semana pasada, anunció que iba a revisar a la baja el perímetro de los humedales y cursos de agua protegidos.
Un éxito innegable para la Heritage Foundation, un think tank conservador muy influyente en la administración Trump, que ha hecho del desmantelamiento de la EPA una de sus obsesiones en los últimos años.
El viento no funciona
En materia de política energética, los retrocesos han sido rápidos y espectaculares. Tras hacer campaña con el eslogan "Drill, baby, drill" (Perfora, nena, perfora), Trump ha eliminado efectivamente todos los obstáculos a la explotación de energías fósiles. Se ha suprimido la moratoria sobre la construcción de terminales de exportación de gas natural licuado. En octubre, se autorizaron perforaciones de petróleo y gas en una reserva natural de Alaska. Este jueves, como una burla a los Estados reunidos en la COP de Belém, la administración Trump también autorizó nuevas perforaciones en cerca de 600.000 hectáreas de zonas costeras. Un buen retorno de la inversión para los productores de energía fósil que, según una encuesta de 2025, gastaron alrededor de 450 millones de dólares para influir en las elecciones de 2024 y en el Congreso, lo que incluye donaciones, lobbying y gastos publicitarios.
Este regreso al estado de gracia de las energías fósiles ha ido acompañado, claro está, de un hundimiento en toda regla del sector de las energías renovables. La gran ley presupuestaria de Trump, la One Big Beautiful Bill Act, aprobada en julio, eliminó las subvenciones a las energías renovables (ENR) decididas bajo la administración Biden. Varios proyectos eólicos también han sido detenidos de golpe por la administración, como el gigantesco parque eólico frente a las costas de Rhode Island, que estaba terminado en un 80% y debía suministrar electricidad a 350.000 personas. “El viento no funciona”, declaró el presidente al anunciar su paralización.
En contra de la tendencia mundial hacia el desarrollo de las energías renovables, la Agencia Internacional de la Energía ha calculado que la producción de ENR en Estados Unidos puede caer un 50% este año.
Una vez más, en línea con el proyecto de la Heritage Foundation (Project 2025), Trump se ha propuesto debilitar la investigación sobre el clima y las cuestiones ecológicas en sentido amplio recortando los presupuestos de los programas considerados demasiado “progresistas”.
A principios de marzo, el Gobierno de Trump suprimió 1.300 puestos en la Agencia Estadounidense de Observación Oceánica y Atmosférica (NOAA), el principal organismo público del país dedicado a la meteorología y la climatología.
Otro objetivo prioritario es la NASA, y más concretamente todos los servicios de la agencia espacial dedicados a la vigilancia del clima, que proporciona, a través de sus satélites, la mayor parte de los datos utilizados para comprender la evolución del clima, anticipar catástrofes y alimentar los modelos del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC). Desde la década de 1970, sus satélites siguen continuamente la evolución del CO₂, el deshielo, el nivel de los océanos, las temperaturas terrestres y marinas, los incendios, las sequías y las nubes.
La primera víctima de la purga fue Katherine Calvin, reconocida científica, colaboradora del IPCC y asesora científica de la agencia. Su despido, el 10 de marzo de 2025, junto con diez de sus colegas, marca el desmantelamiento metódico del servicio que coordinaba esos programas de observación. El nombramiento de Jared Isaacman al frente de la agencia, un astronauta multimillonario cercano a Elon Musk (fundador de la empresa SpaceX, rival de la NASA), confirma que el objetivo será más bien una nueva “conquista espacial” que la vigilancia del planeta. La última orden de Donald Trump ha sido la desorbitación de dos satélites encargados de medir el nivel de CO2 en la atmósfera.
Una diplomacia agresiva contra la ecología
En el ámbito diplomático, la administración Trump se ha esforzado especialmente en los últimos meses por sabotear las iniciativas en materia de protección del medio ambiente.
A principios de agosto, delegados de 184 países se reunieron en Ginebra (Suiza) para redactar un tratado internacional contra la contaminación por plástico.
Una reunión de última oportunidad para que los países alcancen por fin un acuerdo mundial jurídicamente vinculante con el fin de frenar la producción de plástico. Sin embargo, Estados Unidos, segundo productor mundial de plástico y donde The Coca-Cola Company, el mayor contaminador de plástico del mundo, tiene su sede, ha saboteado el multilateralismo de la ONU al formar, junto con otros países petroleros como Arabia Saudí, un “bloque petroquímico” para preservar sus intereses económicos.
Como resultado de esa labor de zapa, las conversaciones en Ginebra no dieron lugar a ningún consenso. Y está prevista una séptima ronda de negociaciones en febrero de 2026, cuando los Estados se habían comprometido inicialmente a redactar un tratado contra la contaminación por plásticos para 2025.
Washington también se ha destacado en el seno de la Organización Marítima Internacional (OMI). Esta agencia de la ONU regula el transporte marítimo comercial, responsable del 3 % de las emisiones mundiales de CO2, equivalente a las emisiones totales de Indonesia, el sexto país con más emisiones del mundo.
Desde 2021, los 176 países miembros de la OMI están intentando llegar a un acuerdo para reducir las emisiones de carbono de este sector. El pasado mes de abril, los Estados finalmente acordaron desplegar un amplio plan de descarbonización para que el transporte marítimo alcance la neutralidad en carbono para 2050, en particular mediante la tarificación del carbono.
Pero a mediados de octubre, en Londres, durante la reanudación de las conversaciones diplomáticas en torno a este acuerdo, Estados Unidos llegó a amenazar a las delegaciones favorables a este compromiso, esgrimiendo posibles sanciones comerciales o aranceles portuarios adicionales para sus países.
“Es la primera vez que Estados Unidos actúa con tanta intensidad. Fue muy directo e intimidó a las delegaciones para que se posicionaran a favor del aplazamiento de este acuerdo sobre el transporte marítimo”, explica a Mediapart Tristan Smith, profesor del University College de Londres, especialista en cuestiones de energía y transporte que ha seguido esas negociaciones.
Esas presiones diplomáticas concluyeron el 17 de octubre con el aplazamiento hasta el año que viene de la adopción del plan de descarbonización del sector. Marco Rubio, jefe de la diplomacia estadounidense, se felicitó ese día de que “gracias a su liderazgo, Estados Unidos [hubiera] impedido un aumento masivo de las tasas impuestas por la ONU a los consumidores estadounidenses, que habrían financiado proyectos ecológicos progresistas”.
“El fracaso de este acuerdo es el resultado de un intento deliberado de sabotaje por parte de Estados Unidos, que ha ejercido una presión sin precedentes en la OMI”, comenta Fanny Pointet, responsable de transporte marítimo de Transport & Environment France. “Este retraso sumerge al transporte marítimo en una profunda incertidumbre y deja pocas esperanzas a corto plazo en cuanto a la adopción de un acuerdo internacional capaz de comprometer realmente al sector en el camino de la descarbonización.”
Las palabras que desaparecen
Como es sabido, Donald Trump no se deja intimidar por el miedo a las contradicciones. Así, el que se erige en defensor de la “libertad de expresión” llevada al extremo (derecho), ha decidido eliminar toda una serie de términos del léxico gubernamental. De este modo, en las webs de las agencias federales se han reescrito textos completos para que ya no aparezcan palabras supuestamente relacionadas con el “virus woke”. Por eso ya no se podrán encontrar términos como “LGTBQ”, “transgénero”, “inclusión”, ni tampoco “cambio climático”, “contaminación” y otros. El New York Times ha contabilizado cerca de doscientos.
Más recientemente, la Oficina de Eficiencia Energética y Energías Renovables ha sido objeto de la purga léxica. El organismo, encargado de promover las energías verdes, ya no podrá utilizar una serie de términos como green, energy transition o emissions, lo que sin duda les complicará mucho la tarea.
Una censura generalizada que se aplica incluso a la universidad. Los científicos pueden llegar a perder sus becas si su campo de investigación contiene alguna de esas palabras prohibidas.
El borrador final de la COP30, sin mención a la hoja de ruta sobre combustibles fósiles
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El mundo trumpiano se está convirtiendo en una distopía, pero esto permite darse cuenta de que las primeras destrucciones del presidente americano afectan al lenguaje, como expresó Olivier Mannoni, traductor de Mein Kampf al francés, en Mediapart.
Traducción de Miguel López