Entrevista | Fernández-Albertos

"La desigualdad y la marginación política hacen que la gente ya no crea en la democracia representativa"

El politólogo José Fernández-Albertos.

En Grecia, la victoria de Syriza da esperanza a la izquierda radical y hace tragar saliva a la socialdemocracia. ¿Un fantasma recorría Europa de nuevo? En Estados Unidos, la victoria de Donald Trump deja con la boca abierta a republicanos y demócratas por igual. ¿Era el triunfo del populismo? Los partidos de extrema derecha suben como la espuma en Francia o los Países Bajos. ¿Volvía acaso el fascismo? El politólogo José Fernández-Albertos, investigador del CSIC, observa el panorama: ¿tienen algo en común estos fenómenos aparentemente tan lejanos entre sí? ¿Qué nos dicen sobre la democracia?

Ante quienes defienden que todo esto es una reacción cultural de sectores conservadores u obreros a un mundo cosmopolita que les desconcierta, Fernández-Albertos describe en su nuevo libro, Antisistema (Catarata), dos errores del sistema político. La democracia representativa no ha resultado ser un freno convincente a la desigualdad. Y los votantes no creen que, en el complejo sistema de lobbies, presiones internacionales y juegos de partidos, su voz vaya a ser escuchada. ¿Quién gana? El heterogénero grupo de quienes el politólogo bautiza como "antisistema".

P. El concepto de antisistema tiene una connotación despectiva, y también se ha usado para señalar ideologías muy distintas. ¿De qué hablamos aquí cuando hablamos de antisistema?antisistema 

R. Es cierto que tiene esa connotación, y es uno de los problemas que le veo a esa palabra. Existen unos movimientos nuevos que no entendemos muy bien, de propuestas ideológicas muy diversas, pero con algo en común: que en su centro no está solo el descontento con unas políticas, sino con el sistema en sí, porque perciben que no representa bien a toda la pluralidad de intereses, porque privilegian a unas élites frente al pueblo… Esto es algo diferente de la competición, digamos, tradicional con la que funcionaban nuestras democracias representativas, y en la que cuando uno no estaba de acuerdo con las políticas o los líderes, bastaba con sustituirlos. Prefiero el uso de antisistema al de populista, en todo caso. Creo que los rasgos definitorios del populismo son menos útiles para discriminar a unos partidos de otros.

 

P. ¿Por qué?

R. Se suele decir que un partido es populista cuando convive mal con la pluralidad, cuando tiende a recurrir a las bondades del ciudadano de a pie frente a las élites a la hora de encontrar las virtudes políticas, o cuando convive mal con la existencia de instituciones contramayoritarias que constriñen la capacidad de maniobra de los líderes. Aunque es verdad que estos rasgos están más presentes en los partidos que solemos llamar populistas, están también presentes en partidos que no llamamos populistas. Por ejemplo: Angela Merkel se pasó la crisis diciendo que el no gastar más de lo que se ingresa es un principio de las amas de casa alemanas. Es un recurso que, si lo hubiera usado otro, lo habríamos calificado de populista, pero Angela Merkel difícilmente pertenece a esa familia. La difícil coexistencia con esas instituciones contramayoritarias, como la judicatura o los bancos centrales: el mejor ejemplo de esto lo tenemos en la Hungría de Viktor Orbán, que era un partido liberal conservador de la familia del Partido Popular europeo. Y la resistencia al pluralismo tampoco nos sirve: el Movimiento Cinco Estrellas quería gobernar con el Partido Democrático, ahora gobierna con la Liga Norte, en el norte de Europa los populistas de derechas a veces cogobiernan con partidos conservadores o liberales, Podemos cogobierna con partidos socialdemócratas…

P. ¿Qué partidos entrarían dentro de esta categoría?

R. Yo no tengo un criterio muy claro a la hora de decir cuáles sí o cuáles no. Pero los partidos que hemos señalado creo que entrarían en esta categoría: los partidos antisistema de izquierdas, como podrían ser Syriza o Podemos; los que son difícilmente clasificables, como Cinco Estrellas; o la ultraderecha populista del centro y norte de Europa, como Alternativa por Alemania o los partidos xenófobos escandinavos. Todos ellos coinciden en que lo que está mal en nuestra democracia no es un conjunto de políticas, sino el funcionamiento pervertido de la representación ciudadana. Lo que sí que hay que tener en cuenta es que, quitando esto, tienen muy poco más en común en términos de propuestas programáticas, de ideología… Son incluso más diferentes entre sí que los partidos del establishment que tratan de combatir.

P. Empieza analizando, como especie de laboratorio, el caso de Flint, en Michigan, Estados Unidos. ¿Qué hay ahí que le parezca relevante?el caso de Flint

R. En Flint se produce un cambio en cómo se desarrollan las políticas públicas, en teoría para responder de forma más eficiente a las complejas realidades sociales actuales y para corregir las tentaciones cortoplacistas de la democracia. Es, básicamente, la imposición de unas reglas fiscales muy duras y la inclusión de un agente externo que no tiene que rendir cuentas democráticamente a la ciudadanía [un cargo llamado emergency manager], para que las cuentas cuadren. Esto, que en una situación de emergencia financiera podría parecer razonable, lo que generó fue el drama del agua contaminada [por altos niveles de plomo]. Durante un año estuvieron bebiendo agua envenenada, en gran parte porque sufrieron una forma de gestionar la cosa pública en la que ellos no tenían voz.

La enseñanza que tomo es cómo este tipo de episodios, ahora más frecuentes que antes, genera que una parte de la población desconecte del sistema político o perciba que su voz no cuenta. Entonces se ven atraídos a propuestas contestatarias. Y, de hecho, una de las cosas más curiosas es que Flint, que tradicionalmente ha sido una ciudad de izquierdas, con grandes bases sindicales, fue uno de los lugares que más giraron hacia Trump en las elecciones estadounidenses.

P. Hay un análisis que achaca este surgimiento de partidos antisistema a una “revuelta cultural retrógrada” y no a las condiciones de vida precarizadas de la población. ¿Por qué no le parece acertada esta interpretación?R

. En estos procesos tan amplios y cambiantes es absurdo pensar que haya una única causa. Pero sí que creo que hay motivos para ser un poco escépticos frente a la explicación culturalista. La hipótesis, puesta en forma muy cruda, es que lo que está provocando la desafección de una parte de la ciudadanía es la difícil convivencia de estos sectores tradicionales en sociedades más complejas, cosmopolitas, con una gran presencia de inmigrantes, los derechos civiles de los gais, la emancipación de las mujeres… Que todo esto les causa algún tipo de violencia y eso hace que se vuelvan más reaccionarios. Muchos de estos fenómenos sin duda se manifiestan de esta forma, y vemos que lo que expresa Trump o los populistas xenófobos europeos son discursos en esta dirección. Pero es difícil pensar que eso sea la causa. Primero, estos movimientos empiezan a triunfar tras la crisis económica, cuando hace 15 o 20 años muchas de nuestras sociedades ya tenían estas características cosmopolitas. Y luego es verdad que en muchos países esta desafección tiene que ver con movimientos que para nada son hostiles a las minorías o a los emigrantes, como en el sur de Europa. Confundimos a veces quién es el actor político capaz de canalizar un descontento, con las causas últimas de esos fenómenos, que creo que tienen que ver con una pérdida de poder económico estructural en el largo plazo y a una marginalización política.

P. Justamente, defiende que la frustración ante el crecimiento de la desigualdad no tendría por qué haber desembocado en una desconfianza del sistema, y sin embargo sí ha sido así. ¿Qué es lo que ha ocurrido?R

. Este yo creo que es el punto central del libro. En principio, las democracias están diseñadas para gestionar los cambios de preferencias ocasionados por transformaciones económicas. Cuando las mujeres se empoderan, las mujeres ganan su derecho al voto y las democracias readaptan sus políticas a las demandas de estos nuevos grupos que ahora tienen más influencia. Cuando los obreros consiguen organizarse en partidos políticos socialdemócratas, entran en los parlamentos y cambian las agendas y las políticas sociales. Las democracias representativas son sistemas flexibles, no comprometidos con políticas concretas, y esto les hace gestionar bien los cambios.

¿Qué es lo que ha pasado para que transformaciones como la globalización, el paso de la industria al sector servicios, la robotización, los cambios en las formas familiares, han sido más difíciles de gestionar para las democracias? En parte puede ser que los cambios económicos hayan sido demasiado grandes, puede ser que el tipo de desigualdades que se han creado sean difíciles de articular políticamente, o que haya pasado demasiado poco tiempo para ello… Pero creo que una de las causas que se suelen perder en el debate es que nuestros sistemas políticos han cambiado. Las políticas públicas se desarrollan a muy largo plazo, las elecciones son muy volátiles y tienen horizontes temporales cortos, y la capacidad de elegir entre políticas por parte de los ciudadanos es más limitada que antes. Porque cambiar la política educativa, por ejemplo, supone cambiar las recomendaciones de la OCDE, de la Unión Europea, el gasto de las comunidades autónomas y las prioridades de los ayuntamientos. Las elecciones son mecanismos menos efectivos para traducir demandas en respuestas.

Esta complejidad margina de la centralidad política a ciertos grupos que querrían ser compensados porque están perdiendo bienestar o ven deterioradas sus expectativas vitales, pero no encuentran a nadie en el sistema político con la capacidad para prometerle que va a ser compensado. Un último elemento sería la pérdida de poder de instituciones intermedias, como los sindicatos, que servían para que individuos que no eran políticamente muy activos, o que eran débiles porque no tenían recursos económicos ni culturales, supieran que estaban protegidos, porque no se podían elaborar políticas en contra de los sindicatos, por ejemplo. Esto ya no existe.

La desigualdad y la marginación política hacen que la gente ya no crea en la democracia representativa como forma de canalizar sus demandas, y que apueste por estas fuerzas rupturistas. 

P. ¿Qué mecanismos concretos se han introducido en las democracias para que, como defiende, los “precarios económicos” se hayan convertido en “precarios políticos”? ¿Cuáles son más fácilmente revertibles?

'Show me a hero', la serie que ayuda a Fernández-Albertos a "desdramatizar" nuestro presente

'Show me a hero', la serie que ayuda a Fernández-Albertos a "desdramatizar" nuestro presente

R. Muchas de estas causas son estructurales, difíciles de alterar y tampoco está claro que queramos cambiarlas. Puede parecer saludable, por ejemplo, que la política sanitaria dependa de muchos niveles de Gobierno, porque son asuntos que requieren de un consenso amplio. La cuestión es qué podemos hacer para que los precarios económicos no se conviertan en precarios políticos. Tengo algunas recetas, pero varitas mágicas no hay. Es fundamental evitar que crezcan las desigualdades económicas: es difícil ponernos de acuerdo para apoyar políticas públicas que benefician a grupos con los que no nos sentimos cercanos. Por eso es tan prioritaria la lucha contra las desigualdades, y durante mucho tiempo no le hemos dado importancia a las desigualdades reales y hemos prestado demasiada importancia a las desigualdades de oportunidades, como el acceso de sectores desfavorecidos a la universidad. Si las desigualdades materiales continúan siendo grandes, será muy difícil que se articulen preferencias que unan a todos.

Luego, en los sistemas políticos hay que desarrollar mecanismos que reconecten a la ciudadanía con la complejidad de los procesos políticos. Que perciban que lo que opinen o dejen de opinar los ciudadanos no es irrelevante. Deberíamos ser más atrevidos en experimentar con formas de influencia política más variada. Sin ánimo de sustituir a la democracia representativa, porque no tenemos claro un modelo mejor que ella, pero dado que el mecanismo tradicional a través del cual influíamos en la política tiene carencias estructurales, deberíamos ser capaces de sustituir ese canal por otros nuevos que reenganchen a la ciudadanía con la capacidad de autogobernarse. Cuando miramos a las democracias a las que nos gustaría parecernos, vemos que hay un grado alto de participación política, con sistemas como los referendos locales. Cuando la gente percibe que lo público no tiene nada que ver con ella, es peligroso, entre otras cosas por el atractivo de las propuestas reaccionarias.

 

Más sobre este tema
stats